Malick y los cimientos de la Tierra: Palma de Oro 2011


Estoy ante la gran dificultad de escribir sobre la película ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes de este año. Como ocurrió en 2010 la tarea no es nada fácil. Para darle seguimiento a las consentidas del festival en ediciones anteriores dejo aquí algunos títulos con sus enlaces correspondientes: Persépolis, Cuatro meses, tres semanas, dos días, Gomorra, La clase, Un profeta, El listón blanco, De dioses y hombres, La leyenda del tío Boonmee. Con éstas también se hila una buena tarde de cine sin necesitad de echarse bodrios veraniegos. Ahora sí, a lo que vine. Aquí está la reseña de El árbol de la vida, la segunda mejor película que he visto en lo que va del año:

Doy a conocer mi ignorancia. Uno de mis miedos más grandes: que se enteren que en realidad soy un pendejo. Incluso en cuestiones cinematográficas. Es verdad. No sabía quién era Terrence Malick. Ni siquiera cuando años atrás fui a un cine de Montreal a ver El nuevo mundo, la cual, lo confieso con vergüenza también, no dejó mayor marca ni recuerdo en mí. Y es que después de Pocahontas… Bueno, me justifico, tampoco es lo mejor de Malick. Como sí hay una pequeña dosis de oportunismo (esa cualidad tan necesaria para quienes se dicen periodistas) dentro de mí, cuando El árbol de la vida ganó la Palma de Oro en mayo pasado al cierre del Festival de Cannes, me di a la tarea de rentar algunas de sus películas, la cuales —dicho sea de paso— no son muchas. De hecho, Terrence Malick comenzó su carrera como cineasta en los años setenta y hasta hoy solamente se cuentan cinco largometrajes en su haber: Badlands (1973), Días de gloria (Days of Heaven, 1978), La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998), El nuevo mundo (The New World, 2005) y la más reciente, con título concedido ya en España, El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011). De seguro aquí en México, si llega a estrenarse, tendrán el buen tino de ponerle El duelo de una familia o El dolor del corazón o Nostalgia del ayer o algo por el pacato estilo. En la filmografía de Malick, nótese el lapso de veinte años sin crédito fílmico: del 78 al 98, período en que fue catedrático en Europa. Además, para echarle más leña al mito, rodeado de una atmósfera de misterio pues el director estadounidense nunca hace apariciones públicas ni concede entrevistas a tal grado que estuvo ausente de la ceremonia en la cual se le concedió la Palma de Oro. Razones de más para que una nueva película de Malick sea considerada, por muchos cinéfilos, como todo un acontecimiento.
Uno de los primeros elementos desplegados sobre la pantalla del cine son letras. Es un epígrafe bíblico del libro de Job. En el capítulo 38, Dios le pregunta a su siervo —que reclama por la serie de adversidades puestas en su camino por el demonio— dónde estaba cuando Él colocó los cimientos de la Tierra. Malick nos demostrará con prontitud que una cita de tan teológicos alcances no es mera actitud pretenciosa. No ante lo que le tiene preparado al espectador. Trato ahora de explicar la trama si es que existe: Jack, personaje interpretado por Sean Penn, es un arquitecto. Transita por edificios tan majestuosos que sólo podrían formar parte de una película cuyas ambiciones metafísicas van más allá de lo común. Jack se acuerda con rostro adusto de la muerte de su hermano, los momentos —tal vez imaginados— en que sus padres recibieron la infausta noticia. Por un lado, la señora O’Brien (Jessica Chastain) en su casa de transparencias (la luminosa estancia se separa apenas del jardín con una pared de vidrio). Por otro, el señor O’Brien (Brad Pitt) en un hangar.
Como lo hiciera en La delgada línea roja y en El nuevo mundo, a las secuencias de los personajes principales se yuxtaponen las voces suaves y murmuradoras de los mismos que le plantean a Dios o quizás también al espectador máximas, poesías y dilemas existenciales: por qué, por ejemplo. Un simple “por qué” que los encierra a todos. Un “por qué” relacionado por completo con la muerte del hermano y que detonará un cúmulo de recuerdos. A través de estas preguntas y con muy pocos diálogos entre ellos irán surgiendo los personajes desde el inicio de su cronología familiar: enamoramiento, matrimonio, casa, embarazos, niñez y los albores de la pubertad. Ahí, en Texas, durante los cincuenta, crecerán ante nuestros azorados ojos los tres hijos de los O’Brien. Entre ellos se hallará Jack de once años, ahora en la piel del muy joven pero ya igualmente notable —sólo por esta película— actor Hunter McCracken.
Jack posee una perspectiva privilegiada como el mayor de sus hermanos. Nos sirve de lazo entre las fuerzas centrífugas de su hogar. Jack se debate entre las energías que su madre y su padre emanan. Ella, amable, amorosa, tranquila, pacífica, casi una santa. Un remanso se abre en su cálido regazo. Sin embargo, la relación más problemática la plantea su padre. Hombre de su época, frustrado, agresivo a veces, en búsqueda frenética por lograr el sueño americano y dador de consignas en apariencia caprichosas. Todo se complica más entre Jack y el señor O’Brien conforme pase el tiempo. Por un lado, los celos detonados por la presencia del hermano que después morirá. Jack sabe de la complicidad entre su padre y su hermano que se origina en el gusto por la música. De repente, los segmentos enmarcados por las banalidades de esta familia nuclear y típica de los años cincuenta en el sur de Estados Unidos se ven interrumpidos por un relato de la creación que ya la crítica especializada ha relacionado con 2001: Odisea del espacio de Stanley Kubrick. Imágenes de belleza indescriptible que pocas veces los cineastas —a menos que tengan la libertad creativa de Malick— se atreven a desplegar en pantalla: nebulosas de colores atravesadas por la luz, erupciones volcánicas que dejan fluir lava incandescente, estrellas que estallan en miles de diminutas farolas. Nada generado por computadora. En verdad, son éstos los cimientos de la Tierra de Dios cuya promesa refulge en el epígrafe de la cinta. O al menos, la representación fílmica de ellos. Entre tantas exquisitas pinturas en movimiento, surge la de un depredador sacado de Parque Jurásico que, a diferencia de los primates de Kubrick, sentencian otra vez los críticos de cine, halla dentro de sí la compasión ante otro dinosaurio herido. Tal vez sea ésta una manifestación animal del camino de la gracia. Sobre los dos caminos planteados por Malick, más adelante.
Después de este virtuoso paréntesis, las escenas de vida familiar se suceden incesantes unas a otras, muchas de ellas centradas en lo banal, en lo que todos aquellos que hemos crecido en una familia compartimos: los primeros pasos, los juegos, la desobediencia, la travesura, las comidas, la rebeldía, la convivencia con los niños vecinos. No parece haber una voluntad narrativa detrás de la cámara, Malick no tiene la intención de contarnos nada sino más bien la de adentrarnos en esta atmósfera donde el duelo y la nostalgia están bastante presentes. Con los ángulos de su cámara, Malick logra una verosimilitud pocas veces vista en el cine. Y eso a pesar del preciosismo con el que están filmadas las imágenes. Cuando vemos volar en el aire las burbujas que un niño fabrica con su soplo nos da la impresión de que son todas las burbujas que todos los niños del mundo han hecho, las que hicimos y las que se harán en el futuro.
Con El árbol de la vida, Malick plantea dos caminos para el ser humano (no muy disímiles de los planteados por la religión católica); aunque lo anterior se halle abierto a exégesis pues el cineasta no se suscribe a ninguna fe institucionalizada. Los dos caminos son el de la naturaleza y el de la gracia. Uno, si acudimos a los condicionamientos de nuestra sociedad patriarcal, hegemónica y dicotómica se asocia fácilmente con la energía masculina, la del padre, pues siguiéndolo el hombre toma para sí en su afán de satisfacción, se hace servir de los demás y semeja ser egoísta. Éste es el de la naturaleza. Mientras que el otro, el de la gracia, donde el hombre sacrifica, da todo y sirve a los demás para muchos representaría a la madre con su energía femenina. Los conceptos anteriores son llevados a lo corpóreo con los personajes del padre, violento en ocasiones, ocupado en las labores de la tierra, con un desarrollado instinto de supervivencia que pretende legarle a sus hijos y, como suele suceder en las familias nucleares de esta década, proveedor del sustento. Por otro lado, la madre es un ser etéreo, angelical (incluso hay un parpadeo inverosímil en que vuela), de mirada beatífica y pasividad impresionante que observa estoicamente a su esposo y a sus hijos hasta tener si acaso un clímax explosivo en que le reclama a su pareja el abuso infligido a dos de sus niños.
El árbol de la vida no es una cinta simple ni explicable. Los planteamientos filosóficos hechos por el director podrán escapársenos a muchos. Sin embargo, en esas secuencias de familia encontraremos toda la fibra emocional deseada siempre y cuando estemos dispuestos a seguirle al juego a Malick, a abandonarnos a su muy particular estilo, a no querer encuadrar su obra dentro de los cánones que una industria voraz nos ha impuesto desde que nacemos a la linterna mágica y a su maravilloso poder. También se ha mencionado que hay algo de autobiografía en El árbol de la vida. Sin duda, existen paralelismos entre la vida del director y la de Jack, su protagonista. Por ejemplo, un hermano de Malick se suicidó hace décadas. Y, aunque nacido en Illinois, Malick ha residido gran parte de su vida en Austin. Sin embargo, una vez más resulta imposible desde nuestra perspectiva saber dónde termina lo autobiográfico y de dónde parte la ficción. A final de cuentas, tal paralelismo en poco influye en la experiencia de los espectadores.
No puedo afirmar que El árbol de la vida sea la obra maestra de Malick. Difícil superar la genialidad de La delgada línea roja. Y eso que le tengo una vieja aversión a las películas de guerra. Sin embargo, The Tree of Life sí es una cinta radicalmente personal a tal grado que sin duda excluirá al gran público. Tampoco es innegable su belleza, los altos grados de perfección en el arte fílmico que permanecen tatuados sobre la retina. Durante la mayoría del tiempo de duración (139 minutos, originalmente Malick tenía material para 8 horas) disfruté mucho El árbol de la vida a pesar de que no entendiera cada uno de los motivos de Malick. Sí, algo intuyo, algo sospecho de los temas planteados. Pero hubo un momento en que la voluntad de seguir adelante flaqueó durante la enésima secuencia de niños corriendo y jugando en la calle. Sobre todo, cuando el padre se va a un viaje de negocios y el conflicto entre él y su hijo Jack desaparece. Ahí no había problemática. Ahí sí, lo confieso, quise echarme una siesta de al menos diez minutitos. Hubo otros instantes durante la proyección del filme en que me conmoví hasta el escalofrío (¿qué cineasta se atreve a hacer esto?) o hasta las lágrimas tanto con las bellas imágenes de la creación del mundo (esa historia en grado supremo, esa historia mayúscula) como con la pequeñez de la familia (la micro-historia a la que todo ser humano ha contribuido de alguna manera). Al final me quedé con la impresión de que necesito una o dos visitas más para digerir por completo este filme, el más reciente de Malick. Tal vez mis objeciones se deban a que soy un tipo siempre en busca de la narrativa, de la historia, del relato. En El árbol de la vida no encontré mucho de eso. Pero sí encontré elementos inclasificables.
Así como 2001 de Kubrick en el espacio sideral, El árbol de la vida cierra con una secuencia que nos deja más preguntas que respuestas. Un final ambiguo, una caminata a lo largo de un desierto-playa, con todos los fantasmas del pasado acompañando al Jack maduro. Y, como la mayor parte de la película, donde también se le concede al espectador activo el privilegio de la interpretación abierta. Después de todo, ésta es una aproximación de Malick a la pregunta fundamental que desde siempre persigue a la humanidad: ¿cuál es el sentido de la vida? Concluyo con que cualquier persona que quiera pasar por una experiencia cinematográfica diferente debería abandonarse al arte de Malick. Aunque con preguntas, no saldrán decepcionados del cine pues esta experiencia me confirma que algunos largometrajes tienen que ser vistos ahí, sin necesidad de lentecitos o mercadotecnia pasajera de por medio, porque en la pantalla chica pierden su contundencia. Poético, metafísico, espiritual, inspirador, hermoso aunque personalísimo. Todos éstos son epítetos aplicables a El árbol de la vida. Y, por supuesto, todavía no hay estreno programado para nuestro país.

El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011). Dirigida por Terrence Malick. Producida por Dede Gardner, Sarah Green, Grant Hill, Brad Pitt y Bill Pohlad. Protagonizada por Brad Pitt, Jessica Chastain, Sean Penn y Hunter McCracken.

El avance (como con el de De dioses y hombres, lo veo y quiero echarme a llorar): http://www.youtube.com/watch?v=RrAz1YLh8nY
Opino desde tiempo atrás que el doblaje es una plaga que debe erradicarse del mundo del cine o de la tele pues constituye una mutilación de la obra original. Así que, ahora, a guacarearse del coraje con la pinchurrienta versión doblada del mismo avance: http://www.youtube.com/watch?v=9tMCsBD2wKI