La Palma de Oro 2010


Como ya lo mencioné en un artículo no muy lejano, no siempre sucumbo ante las laureadas en el festival internacional de cine de Cannes. Sí, hay cintas que fueron premiadas con la Palma de Oro que me estremecen hasta la fecha. El listón blanco de Michael Haneke o Cuatro meses, tres semanas, dos días de Cristian Mungiu son claros ejemplos. Hay otras, sin embargo, que me han dejado indiferente. Otras tantas, sólo perplejo. Es natural frente a cualquier manifestación artística. La lectura que podamos o no darle nunca deja de ser la nuestra y, por lo tanto, sumamente subjetiva. Y, ante la galardonada en 2010 con dicho premio La leyenda del tío Boonmee (Loong Boonmee raleuk chat) de Apichatpong Weerasethakul, tengo la obligación (al menos para conmigo) de explicarme por qué sí o por qué no resulta una experiencia relevante. Un crítico bastante esnob describe su ritmo como de una “lentitud ceremonial”. Lentitud, sí. Vaya que sí. Lo de ceremonial, no lo sé. Seguramente no poseo las referencias culturales —respecto al continente asiático— para decirlo. Lo cierto es que el filme tailandés es en extremo particular.
Si la muestra de cine número 52 de la Cineteca Nacional llega a Torreón con el próximo año y si por azares del destino yo estoy allá en esa época (evento improbable) y si por una casualidad algún medio impreso despistado me invitara a reseñar la muestra entera (evento aún más improbable), haría de tripas corazón —como suele decirse— con el filme tailandés. ¿De qué trata La leyenda del tío Boonmee, la que fue en mayo pasado máxima ganadora en Cannes no sin cierta sorpresa? Pues del tío Boonmee (Thanapat Saisaymar), obvio. Por una enfermedad de los riñones que lo tiene atado al engorroso proceso de la diálisis, este hombre que posee y administra una plantación en medio de la selva se encuentra también entre la vida y la muerte. Lo acompañan su cuñada Jen y su enfermero-asistente-e-imagino-sobrino Tong. A causa de la cercanía a ese umbral de todos tan temido se le aparecen su esposa muerta y su hijo, éste transformado en un simio-fantasma cuyos ojos despiden luz roja por la noche. Eso, créase o no, es apenas el comienzo de lo que algunos de inmediato clasificarán como “raro”.
Recordando las creencias de cualquier pueblo indígena alrededor del mundo acerca de la vida y la muerte, remitiéndonos a aquel tiempo en que los seres humanos conservaban tanto el respeto ante como el contacto con la naturaleza y los animales, el director tailandés nos acerca de manera enigmática, bella y delicada a una cultura dentro de la cual sobreviven aún la magia, las ánimas y las transformaciones. En algo me recordó a la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo. Aunque aquí las ánimas no parecen hallarse en pena ni estar contaminadas por un sentimiento de culpa producto del catolicismo. Aquí la muerte no significa desgarradura ni reproches ni arrepentimientos ni angustias. Otra perspectiva, al menos, se agradece. Después de todo es el referente cultural de Tailandia y la religión que prevalece, el budismo. El cineasta además de tener mano libre para difuminar los límites entre lo mágico y lo real no busca tampoco una historia lineal ni exenta de apéndices. Además del relato intercalado donde el hijo de Boonmee cuenta cómo se convirtió en simio-fantasma, aparece (tal vez sin mucha relación a la principal) la historia de una princesa que termina gozando de lo lindo gracias a un pez juguetón. Cuando llegue el momento del periplo al más allá, el fantasma de la esposa muerta guiará a Boonmee y a sus acompañantes (Jen y Tong) hacia una gruta, evidente evocación del retorno al origen, de la vuelta al seno de la madre. De ahí en adelante, se nos presentará una prolongación tal vez innecesaria que incluye la incursión de Tong a un monasterio budista y el desdoblamiento de dos personajes dejándonos así con un final tan anticlimático como críptico.
No me avergüenzo al confesarlo. La leyenda del tío Boonmee, como experiencia cinematográfica, terminó siendo interesante, sí, aunque no creo repetirla en el futuro. No me agrada quedar tan perplejo frente a una obra artística, tanto que como espectador no pude apropiarme de ella. Digamos que no le agarré el gusto al cine de (agárrense que ahí viene su nombre otra vez) Apichatpong Weerasethakul. Lo más probable es que nunca más vuelva a verla. Salí de la película tailandesa con la lógica tan enredada que al siguiente día fui casi corriendo a ver un largometraje más inteligible, el conocido ya sólo por las siglas HP7-A. Para mi desgracia, estos maguitos adolescentes ya se volvieron muy intensos y dramáticos. Esa excursión hacia el cine comercial fue como presenciar el fin del mundo. Al final ni en una ni en la otra le atiné.

El avance subtitulado en español: http://www.youtube.com/watch?v=pLB_lo5YCU4

Nota al pie: La leyenda del tío Boonmee ya pasó por la Ciudad de México con la muestra. El listón blanco (cuya reseña se halla aquí y que, espero, pronto se publique en el próximo número de la revista Estepa del Nazas) por fin tiene como fecha de estreno en el DF el 24 de diciembre. Yo la vi hace casi un año, la tengo en DVD hace seis meses y si mis cálculos no me fallan tal vez llegue a las salas de cine de Torreón a principios del 2012. Eso si llega.