Joyas que vi de chiquillo (IX)


Ahora las películas de terror me dan risa. Y, como se aprecia en esta entrada de 2013 sobre El resplandor —film que acaba de cumplir los cuarenta años de edad, por cierto— el género al cual pertenecen todas me resultó familiar desde una edad que quizás no era la apropiada. En muchos sentidos, no necesité acceder a tales cintas a través de las salas de cine puesto que mis padres nunca me habrían llevado a verlas. Sin embargo, gracias a la magia de la ahora extinta tecnología del videodisco de la compañía RCA sí tuve acceso a las escenas más emocionantes del género por haber visto una y otra vez la película compilatoria de título Terror in the Aisles o, en buen cristiano, Terror en los pasillos. La suma de tantas partes de emoción suprema bien pueden, como si se tratara del cuerpo de la novia de Frankenstein, darnos como resultado una extraña y sobrecogedora joya:



El proyector se enciende entre una misteriosa bruma. Suena de súbito el ring del teléfono mientras el carrete henchido de celuloide da vueltas. Dentro del único ojo brillante del proyector se aprecia a una muy joven Carol Kane con el auricular en la mano. “¿Quién llama?”, pregunta para poco después escuchar el clic que corta la comunicación. Una voz apacible con acento inglés se deja oír dentro de esta sala de cine. Marcha el desfile de rostros angustiados cuyas miradas se clavan sobre la pantalla grande que nosotros —los otros espectadores, los situados allende los confines de esta deforme muñeca rusa— no alcanzamos a atisbar. Ésta es la introducción de Terror in the Aisles (1984) de Andrew J. Kuehn, un “séntido” homenaje a las cintas de horror y de suspenso. Este film, dicho sea de paso, lo vi hace 35 años aproximadamente. ¿De qué me sirvió ver la capirotada de películas a esa edad? De no poco, me contesto ahora. Cuando Janet Leigh fue asesinada a puñaladas en la ducha de un cuarto del Motel Bates, yo ya estaba preparado. Cuando Joan Crawford destapa una bandeja lujosa para hallar una ratota por almuerzo, yo ya lo sabía. Cuando Mia Farrow descubre el color luciferino de los ojos de su bebé, también estaba enterado de que se iba a volver loca —esto, mucho antes de su relación con Woody Allen. Cuando Sissy Spacek se entrenaba en sus homicidas poderes telequinéticos, también ya estaba preparadísimo. Incluso para imitarla inútilmente con mis compañeros de primaria, secundaria y, al final, dándome por vencido, de la prepa. Cuando a Linda Blair le giraba la cabeza 360 grados, yo ya estaba sobreaviso y por lo mismo pude medio impresionar a mis amigos adolescentes, unos 7 años después, al rentar la película de El exorcista (1973) y al ser el único que se desternillaba con cada escena de espanto pazuziano. Incluida ésa de la cabeza giratoria. Igual con otra testa —la hecha pedazos como sandía en Telépatas, mentes destructoras (1981)— o con la ahora celebérrima música de Halloween (1978) o con la transformación en hombre-lobo de David Naughton o con la caída ridícula de Lee Remick en La profecía (1976). Para la edad de 10 años y en un lapso de una hora con veintitantos minutos, mi mente de Bob Esponja ya lo había absorbido todo. La magia del videodisco me incitó a que pausara y volviera, una y otra y otra vez, a las secuencias más pavorosas. Aunque hubo una que otra escena con la que ya estaba familiarizado incluso antes de esa tierna edad. Por ejemplo, cuando el ahora llamado “xenomorfo”, hijo natural de H.R. Giger, se lleva por los aires a Harry Dean Stanton o cuando al pobre John Hurt le explota la panza en aspersor de sangre y esto porque, además del tocador de videodiscos, teníamos en casa un proyector Súper-8 y uno de los carretes de celuloide más manido era el de las escenas escogidas de Alien, el octavo pasajero (1979). Para el caso, véase el siguiente experimento de filmación a una pantalla, llevado a cabo en 2013, año en que el aparato electrónico todavía funcionaba bastante bien.





Revivir este Terror en los pasillos me permite volver a explorar el lado incómodo de mi añeja afición. Ése por el que recibí incontables sermones de mi madre. Hay quien piensa, todavía en la actualidad, que el género de terror puede mutarse en una especie de nodriza para pervertidos. Arguyen que quien se aficiona a dichas películas desde pequeño está condenado a convertirse en punto menos que un asesino en serie. O uno en masa. Pero puedo asegurarles a mis casi inexistentes lectores que, en la primaria de Monterrey o en la de Gómez Palacio, con dificultad habrían encontrado a un niño más serio, amable, tímido, estudioso, lánguido e ingenuo. Aunque, tiempo después, en cierta preparatoria jesuita, me hiciera mala fama por acercarme a mis compañeros por la espalda, empuñar un cuchillo invisible e imitar los violines estridentes y herrmannianos de Psicosis (1960). Por desgracia, los verdaderos monstruos, ésos de la realidad, han utilizado nuestro género inocuo y divertido para justificarse y endosarle sus culpas a lo visto sobre una pantalla de cine o de televisión. Las buenas conciencias caen con facilidad superlativa en esa trampa, muerden el anzuelo de los psicópatas reales y esto porque nunca se han caracterizado por escarbar en el fondo del asunto. Las buenas conciencias se encuentran habituadas a pegar el grito en el cielo, pero también a permanecer entre los mullidos cojines de la superficie. Nunca miran más allá de lo evidente. Desde aquella época tan lejana estuve convencido, como más de una vez lo ha explicado el crítico británico Mark Kermode, de que ver una película de terror es el mejor acto de catarsis. No muy disímil al de los antiguos griegos con sus tragedias. Para muestra, este artículo suyo de hace unos 20 años. Los curiosos hallarán ahí algunas líneas al respecto.
Donald Pleasence de Halloween y Nancy Allen de Carrie: extraño presentimiento (1976) son nuestros anfitriones durante este sangriento recorrido. Ellos se cuelan a la función antes descrita y, escondidos entre un público netamente ochentero, comentan algunas de las escenas que vemos tanto nosotros como sus jóvenes acompañantes. La audiencia de esta ficticia sala de cine se deja hipnotizar por una y todas las películas célebres de la época, como si se sumergiera en un aleph tan borgiano como horrorífico. De vez en cuando, en inexpugnable suspensión de la realidad, algunos miembros del público les hablan a los personajes de la pantalla. Estos chavos de los 80 no son nada pasivos. Bien podrían organizar funciones de Halloween (no la película, sino la festividad) como las de Rocky Horror Picture Show (por cierto, no incluida a lo largo de Terror en los pasillos). Un acomodador aparece —¿qué significa eso?, preguntarán las generaciones más lozanas: pues, explico, ese elemento relativo al cine cuya extinción se produjo hace años ya— y trata de imponer el orden a unos mariguanillos. Jamie Lee Curtis, la reina de los alaridos, cree haber detenido a su “sombra” acosadora y tira al suelo un cuchillo cebollero. “Don´t drop the knife, you asshole!”, le grita un espectador. Aquí aprendí que también se les podía decir assholes a las mujeres. Quizás en alusión a la cinta cómico-terrorífico-musical antes mencionada (es decir, RHPS o, por su excelente título en Argentina, Orgía de horror y locura), a la sala de cine entra un tipo con toda la pinta de delincuente de los años 50 y se sienta enfrente de Nancy Allen.



Tratándose de algunas de estas películas de terror y suspenso, no tardé tanto tiempo en tenerlas a la mano. En aquella colección de videodiscos de la RCA —ésa de la que algunos títulos recientes llegaban a Torreón a través de la empresa en la que laboraba mi padre— se incluían la ya citada El resplandor (1980), Los pájaros (1963), Un hombre-lobo americano en Londres (1981) y Cuando llama un extraño (1979), con la inolvidable frasecita telefónica aquélla de “Have you checked the children?” o, en nuestra típica variación regional, “¿ya le echaste un ojo a los chilpayates?”. El acceso se tornó mucho más amplio cuando se produjo la transición del formato Betamax al VHS y cuando las tiendas de video empezaron a aparecer por mi sector de la ciudad, hacia el oriente de Torreón: establecimientos comerciales como Videocentro (Paseo de la Rosita), Multivideo (Calzada Saltillo 400) y finalmente la franquicia gringa Blockbuster (Diagonal Las Fuentes). Ahí encontré ya no los retazos de estas cintas, sino su completitud. A mí vinieron, casi sin supervisión parental, Psicosis (entre muchas otras de sir Alfred), Carrie (entre algunas otras basadas en la obra de Stephen King), Los ojos de Laura Mars (1978), Vestida para matar (1980), Viernes 13 (1980), Aullido (1981) y un largo etcétera. Pero al resto de las compiladas he llegado bastante tarde y apenas hasta hace relativamente poco: La furia (1978), The Thing (1982) de Carpenter, Videodrome (1983), La noche de los muertos vivientes (la de Romero, obvio), Los usurpadores de cuerpos (segunda versión, la de 1978), Cat People o La marca de la pantera (también el refrito ochentero) y otras tantas de suspenso como ¿Qué pasó con Baby Jane? (1962), Expreso de medianoche (1978), Maratón de la muerte (1976) y una “stallonada” no tan buena (¿una mera imitación de Contacto en Francia?) como Halcones de la noche (1981).




Por desgracia a los compiladores se les ocurrió incluir, como única muestra del terror de otras latitudes, la Suspiria (1977) de Dario Argento. Por desgracia, afirmo, porque sólo lo hicieron durante escasos segundos y casi al final. De otra forma, también habría llegado a ella mucho antes. Ni hablar del expresionismo alemán con El gabinete del doctor Caligari (1920) y Nosferatu (1922). Tal vez el cine mudo no les haya atraído a los compiladores. Pero, para ponernos nacionalistas, ¿por qué no agregar Más negro que la noche (1975), con el espectro de la tía vengativa y el gato Becker? Y si la misión encomendada era juntar únicamente cintas en lengua inglesa, ¿dónde quedaron las producciones de Hammer Films? ¿Y si aludimos a Gran Bretaña por qué ni siquiera citar aquella película cercana a Psicosis de nombre Peeping Tom o El fotógrafo del miedo (1960)? ¿Y Les yeux sans visage (1960) de Georges Franju? ¿Y de Canadá sólo David Cronenberg? ¿Qué hay de Hospital del terror (1982) con Michael Ironside? ¿Cómo puede el olvido ser tan cruel con otras películas de los años 80? ¿Ya nadie se acuerda de La casa de las sombras (1983) con unos para entonces algo veteranos Vincent Price, Peter Cushing, John Carradine y Christopher Lee? Y si una imagen traumatizó durante largas semanas mi infancia fue la de una malvada enfermera güera que le clava una ajuga hipodérmica en un ojo a un hombre quemado y vendado como momia (¿proyección culposa de voyeur?, quién sabe). Si no fuera por la todopoderosa red mundial, no sabría hoy que dicho homicidio figuraba en la para mí casi olvidada Dead and Buried (1981) o, según la traducción mexicana, El despertar de los muertos —aunque vean nomás, amiguetes, en este video de YouTube quién la recuerda todavía con cariño. Pero sí debo confesar que, de la larga lista de cintas (la cual puede consultarse en esta página de IMDB), muy pocas continúan como tareas pendientes. Sólo para dar dos ejemplos: de terror, La niebla (1980) y de suspenso, Klute (1971) o Mi pasado me condena. Como puede comprobarse en este párrafo, ninguna antología le da gusto a todo el mundo. Menos a mí.



Sigue la narración de Donald Pleasence, alternada con escenas de aquella infausta noche de brujas en Haddonfield. ¿Qué habrá sentido el actor de verse en pantalla mientras narraba y su clon gigante aparecía frente a sí como el doctor Sam Loomis? “Loomis”, apellido evocador, a su vez homenaje de Carpenter a la Psicosis de Hitchcock. En algún momento se despliegan los Juegos diabólicos (1982), los de ese horrorcillo spielbergiano y de clasificación PG. Spielbergiano porque, aunque la haya dirigido Tobe Hooper, ya se sabe quién la escribió —¿dónde habrás dejado a Leatherface, estimado Tobe? Estos juegos prometen demasiado con su título. Ahora causan más risa que temor. Para mí, no se vuelve extraño identificarme más con el payaso de brazos elásticos que con el niño a quien intenta ahorcar. Y de repente se da un vistazo a un centro comercial de Canadá. Ahí, en la sección de la comida, dos mujeres mamonas critican la apariencia de uno de los telépatas de David Cronenberg. Cómo no, si viene de indigente. El resentimiento y la venganza son el tema a escudriñar. La cinta del maestro del horror corporal, la cual vi a una edad incluso más tierna (¿a los 7 o a los 8?), sería un buen prospecto para la sección de este blog titulada “Montreal en pantalla”. Al referirse a La matanza de Texas (1974) y bucear en los orígenes del distinguido señor de la motosierra, Pleasence hace referencia a Ed Gein (creo que, incluso, el actor pronuncia mal el apellido de este asesino en serie: enuncia “Gáin” y no “Guín”). Y pienso que si no hubiera sido por esta afición a las películas de terror difícilmente habría escrito mi tesis de la licenciatura en derecho sobre tema tan espinoso. Uno de los libros-pilares de mi bibliografía fue Mindhunter, hoy convertido en teleserie de Netflix. Ahí sí tuve que leer historias verdaderas de dolor, las de las víctimas de Gein, Bundy, Gacy, Dahmer, etcétera.



I’m gonna suck your brain dry!” “Te voy a secar los sesos”: ¿no le dijeron eso mismo los libros de caballería a Alonso Quijano? La frase amenazadora se torna vuelta al país de la hoja de arce y de la mano de Cronenberg: se organiza el duelo entre las mentes destructoras, duelo protagonizado por Ironside, oriundo de Toronto, y el montrealés Stephen Lack (además de histrión mediocre, merecedor de una maestría en bellas artes por la Universidad de Guanajuato, según el dato curioso en su página de IMDB). Se trata de un duelo no sólo de ondas cerebrales, sino también de ciudades, puesto que en ambas urbes se rodó esta alucinación cronenbergiana de título Telépatas, mentes destructoras. Al lado de estos dos cerebritos y de la telequinética Carrie White, qué fácil sería eliminar gente a la distancia. Maldita idea. No tendría que haber poblado la mente de un niño de quinto de primaria. También, mucho antes del tiempo debido, escuché el nombre de ese otro señor, el de la gran papada. Antes incluso de empezar a ver aquellos viejos programas de Alfred Hitchcock presenta. En Terror en los pasillos el mismo director de origen inglés aparece frente a la cámara y les explica a los espectadores la mecánica de una secuencia de suspenso. Él no podía faltar a la cita. De la filmografía del maestro se incluyen escenas de Los pájaros, Psicosis, Pacto siniestro (1951), Para atrapar al ladrón (1955) y Frenesí (1972). Tras establecerse con “Hitch” los elementos básicos para rodar la más efectiva escena de suspenso, se abre un segmento dedicado a los villanos fílmicos. Primero las damas con la nenita Jane, interpretada por la legendaria Bette Davis. También se presentarán al jolgorio el niño-todo-cachetes Damien de La profecía, Bruno Antony de Pacto siniestro y el engañoso doctor Sapirstein en la piel de Ralph Bellamy, ya lejos de sus años mozos, los de His Girl Friday (1940) o Ayuno de amor. Para esta fiesta de disfraces, el recientemente finado Rutger Hauer se viste como terrorista en teleférico; sir Laurence Olivier, como nazi anciano aficionado a realizar extracciones dentales sin anestesia y, por supuesto, no podía faltar Jack Nicholson vestido de custodio hotelero y con hacha en mano (“Here’s Johnny!”). Identifico los títulos de casi todas. No así el de la película de un vaquero maltratador de mujeres o el de la de Martin Landau, ésa en la que va por la vida muy risueño atropellando carteros y robándoles sus sombreros.



Un elemento incómodo surge al hablar de las mujeres como víctimas. Por agarrar su segundo aire en los 70, el género también fue y sigue siendo acusado de misógino. Incluso, a eso de los tres cuartos (3/4) de la antología, Nancy Allen mira a la cámara y nos dice que, infortunadamente “la mayoría de las víctimas son mujeres”. Ante esto, los cineastas recurren aun hoy a un argumento simplón a más no poder, indicando que son esas mismas mujeres (las protagonistas, claro) quienes aplican su astucia para poder vencer al asesino o al monstruo que las persigue. Acordémonos, sobre todo, de la Ripley de Sigourney Weaver (cuyo personaje, por cierto, no estaba pensado en un inicio como femenino). Mejor ni mencionar el hecho de que en algún momento aparece una escena de violación de quién sabe qué cinta. Aunque habría que agregar que la bella víctima se descuenta bien y bonito al agresor con una plancha. Más tarde, a muchos otros violadores en potencia. Para confirmar lo argumentado contra este género, ya puesto en leña verde en muchas ocasiones sin que termine de quemarse, a partir de los 60 minutos se abre una sección dedicada exclusivamente al plano erótico. Como una suerte de acróbata suicida, el film salta de forma riesgosa desde un casto pero sugerente beso entre Grace Kelly y Cary Grant hasta Angie Dickinson gimiendo de placer en el asiento trasero de un taxi neoyorquino. De Hitchcock a su émulo más conspicuo pero nada sutil: Brian De Palma. Tampoco abreviaré el segmento anunciado por la voz de Allen: “nunca se está más vulnerable que cuando te encuentras sola y desnuda en el baño” (aquí parafraseo un poco). A continuación vendrán varios desnudos femeninos. En alguno se verá a la propia Allen ¿desvestida para morir? No se olvide: el renacimiento del terror también se dio al unísono del fenómeno fílmico bautizado en inglés como explotation. Al fin y al cabo, el sexo vende. Eros y Tánatos se dan la mano sin pudor. Y de nuevo hay quien argüirá que esa violencia ficticia no es más que un reflejo de la de la realidad.



También todo es cuestión de perspectiva. Los años nunca pasarán en vano. Recuerdo lo mucho que me impresionó la escena del suicidio de la niñera en La profecía. (“Look at me, Damien!”: “¡Mírame, Damien!”). En la actualidad, luego de haber visto de nuevo este film setentero (¿y oportunista frente al éxito de Friedkin y Blatty con The Exorcist?), me asaltan preguntas que a los 10 años nunca me habría formulado: ¿cómo logró la niñera proyectar su voz desde lo alto de la mansión de los Thorn hasta el patio en el que se llevaba a cabo la fiesta de cumpleaños del chamaco diabólico? ¿De veras? ¿Así nomás la fuerza de sus pulmones logró atravesar la barrera del sonido representada por un montón de niños cuchicheando, un payaso estilo John Wayne Gacy y hasta un carrusel con musiquita? Ese milagro de la acústica no se explica a menos que la niñera hubiera tenido entre sus manos un megáfono como el de un realizador de cine. El último segmento se dedicará al otro terror, el superado: ése de antaño, el causante sólo de risas para la década de los 80. Entonces se dan cita el Frankenstein (1931) de Whale, Drácula (1931) en la piel de Bela Lugosi, El lobo humano (1941), la mancuerna de Jerry Lewis y Dean Martin de quién sabe qué parodia monstruosa, La mosca (no la de Cronenberg, sino la original con Price) y hasta un gorila bicéfalo. Así se abre la puerta a la comedia terrorífica de la cual el cine hoy cuenta con grandes dechados modernos como La cabaña del terror (2011), El desesperar de los muertos (2004) o el juego paródico y autorreferencial de nombre Scream (1996), el de Wes Craven (que, además, ya va por su cuarta secuela). ¿Dónde dejaron los compiladores a Evil Dead (1981) de Sam Raimi? O incluso a las de humor involuntario como la slasher de título Feliz cumpleaños para mí (1981) con la niña ciega de Los pioneros como protagonista. ¿Y los Gremlins (1984)? ¿Y ese otro vástago de Craven, Freddy Krueger? No, ellos no alcanzaron a figurar en el cuadro de honor por su nacimiento tan reciente. Aún no se podía unir ese viejo-dedos-de-navaja al reparto junto a, por orden de aparición, Leatherface, Michael Myers y Jason Voorhees. Terminemos entonces con un jocoso número musical para regresar a casita. No sin antes tener presente que la vuelta al resguardo del acogedor hogar se hará acompañada por el miedo a encontrarnos con un monstruo en el camino, uno oculto bajo las sombras de la noche. Que no sea el de la Laguna Negra. Ni mucho menos Un fantasma en el paraíso (1974). Así se cierra el telón, como la puerta metálica hacia el cuarto de “trofeos” que desliza con violencia nuestro buen amigo, Leatherface (o el loco de la motosierra, si se prefiere) en el clásico La matanza de Texas.



Claro que también enfrenté algunas pequeñas adversidades tras haber visto esta compilación una y otra vez. Terror in the Aisles me arruinó la sorpresa final de Psicosis, ésa en la que nos enteramos de que Norman Bates era el asesino. Igual sucedió con la última superviviente del homicida de niñeras de Halloween, aunque aquí no se necesitaba mucho ingenio para adivinar que Laurie Strode sería la única que conservaría su vida. “¡La única virgen!”, nos repetiría Jamie Kennedy en Scream. Ni hablar de la trampa travestida que le pone Stallone a Hauer en el clímax de Halcones de la noche. ¿Bastaba una mala peluca rubia para confundir a Rocky Balboa con una mujer indefensa? Para mí, el principio de Expreso de medianoche, cuando los de la aduana turca le descubren la droga a Brad Davis, ya estaba más que cantado. Y creo que la experiencia actual del visionado de Tiburón (1975) también se fue al traste y no precisamente por la animadversión profunda que siento por su director. Albergo la esperanza de que mi vieja afición precoz no me haya tallado ninguna cicatriz profunda en el cerebro. Después de todo, me considero un miembro de la sociedad lo suficientemente adaptado en mi país de origen y en uno extranjero— como para no cometer ningún delito, ninguna transgresión grave ni tampoco hacerle daño a otro ser humano con intención. Más bien creo que, como en el caso de todo recuento ficticio, me sirvió para bucear en situaciones a las cuales no me he enfrentado con frecuencia y le doy gracias a la vida por eso, por vivirlas si acaso en forma vicaria. Al fin y al cabo, ver una cinta de terror resulta una actividad bastante más segura que subirse a una montaña rusa. A pesar de lo distante en el tiempo de esta antología, puede hallarse en YouTube con mucha facilidad. Concluyo ya nomás con esta cita respecto al vilipendiado género: “es sólo una película, recuérdenlo”.

Por compartir conmigo su Filmanía, para Héctor Becerra.

Terror en los pasillos (Terror in the Aisles, 1984). Dirigida por Andrew J. Kuehn. Narrada por Nancy Allen y Donald Pleasence.