Árida cartelera


Tanto El cisne negro como El discurso del rey son películas a las cuales me acerqué en diciembre del año pasado y que reseñé -cuando regresé de vacaciones a Torreón- pocos días después de verlas. De las dos he vuelto a visitar El cisne negro y, aunque mi opinión sobre ella no ha cambiado en esencia, tiendo ahora a apreciarla con ojos más condescendientes, ahora que sé dónde están los límites entre la realidad y el delirio en la mente del personaje interpretado por Natalie Portman. Sin embargo, sigo firme cuando digo que pudo haberse erigido como una obra maestra sino fuera por algunos detallitos de humor involuntario que a mí -tan acostumbrado al género de horror (del cual la cinta obviamente se alimenta)- me parecen en extremo ridículos. Ya dejando atrás esta aclaración, tanto una como la otra apenas se estrenaron recién en salas de cine de La Laguna (la primera la semana pasada, la segunda hoy) confirmando por enésima vez que la distribución de las películas -incluso de aquéllas galardonadas por el Óscar- en nuestra ciudad es una de las peores en todo el país. Está bien que Torreón no es capital de un estado; pero no deja de ser, en mi opinión, una ciudad importante. Aun así, ya sea por culpa de los exhibidores o del público enajenado, pocas veces llega algo de calidad a los cines de La Laguna. Y si de esta forma tratan a las premiadas por el señor Óscar, ¿qué se puede esperar del resto? ¿Hasta cuándo, por ejemplo, estrenarán El listón blanco de Michael Haneke, la ganadora de la Palma de Oro en Cannes hace casi dos años? El próximo número de la revista Acequias de la UIA Torreón estará dedicado al cine y por petición de su director, el poeta Julio César Félix, escribí el artículo que reproduzco a continuación. Espero se publique. Suceda esto o no el artículo es, por mi parte, el último quejido de largo aliento que pienso dar con respecto al tema porque ya me cansé de decir siempre lo mismo. Lo vengo haciendo desde hace quince años cuando empecé a escribir sobre cine y creo que, estando ya en otro lugar del mundo, no hay necesidad de continuar haciéndolo. Quizás haga una pequeña alusión en esta bitácora al retraso en el estreno de alguna cinta; pero no más artículos enteros sobre el tema. Basta. Se acabó.

Árida cartelera: la absurda distribución cinematográfica en La Laguna
La distribución en el campo del cine, como todo lo relacionado con esta manifestación de la humanidad, se debate desde sus inicios entre los conceptos de industria y de arte. Un foco de poder conocido como Hollywood desde su concepción se ha dado a la tarea de alzarse como el único, el más predominante asesino de la competencia para de esta forma imponerle al resto del mundo su visión, su ideología, sus costumbres, sus personajes y sus obsesiones. Para bien y para mal. Así, miles de complejos cinematográficos alrededor del mundo programan al unísono las mismas películas que en la mente de estos estrategas trogloditas tienen el potencial para ser las que rebosarán las salas de asistentes y por ende las taquillas de dinero. Casi no existe, gracias a su ambición, ninguna variedad en el menú fílmico por usar una imagen gastronómica bastante gastada. Sin embargo, el cine también es arte. Un filme puede alterar la percepción del espectador y conducirlo sin subestimar su inteligencia a emociones y pensamientos no antes avizorados. Por la inequidad en la distribución fílmica son dichos largometrajes los más difíciles de hallar en la cartelera o incluso en el próximo a extinguirse —a causa de las descargas digitales— videoclub. Lo que es una queja en ciudades más populosas como México, Guadalajara o Monterrey se vuelve alarido desesperado en las más pequeñas como Torreón. No es un secreto para nadie, entonces, que la distribución del cine (y sobre todo del cine de arte) en la Comarca Lagunera es quizás una de las peores en el país.
Esto me parecía evidente hace quince años —cuando comencé a escribir sobre cine— y me lo sigue pareciendo hasta la fecha en que a la distancia consulto en Internet la paupérrima cartelera de La Laguna donde lo interesante es escaso. Actualmente, con las redes sociales y como se comprobó en fecha reciente, no es tan difícil acallar las voces que reclaman estrenos a tiempo de cintas galardonadas con algún premio Óscar. Y si las mencionadas películas, con toda la publicidad de su lado debida a dicha sobrevalorada premiación, aparecen tarde y de forma risiblemente fugaz en la cartelera lagunera qué se puede esperar del cine de autor proveniente de otras latitudes, de otros continentes como Europa, Asia o la propia Sudamérica. Para un cinéfilo torreonense ver en sala de cine el más reciente crédito de David Lynch, Michael Haneke, Lars von Trier o Chan-wook Park se convierte por lo tanto en un sueño irrealizable. Más de uno dirá que para eso están los formatos en video. Sin embargo, para mí, nacido después de que cada quien viera la luz en este mundo con un dispositivo-teléfono multimedia pegado a la mano, el ritual del cine en la penumbra y sobre la pantalla grande sigue detentando su relevancia. Es importante. Quizás incluso sagrado. Me rehúso entonces a renunciar a él.
Crecí —como muchos otros no sólo de mi generación sino también de las anteriores— con la visita de fin de semana al cine, con la expectación por el momento en que las luces se fueran apagando hasta franquear el umbral de la penumbra definitiva, con la experiencia colectiva de las imágenes de la pantalla gigante entre conocidos y extraños. Incluso crecí con el extinto intermedio durante el cual la gente salía corriendo a la dulcería para comprar algo lo más rápido posible y no perderse así nada del relato de la película. Todo eso (lo digo sin nostalgia y sólo para apuntar un hecho) ha ido desapareciendo con las nuevas tecnologías y con la llegada de los complejos cinematográficos. Crecí también, antes de la aparición de las primera videocaseteras, con un “cinito” en casa, con un reflejo de la experiencia en sala a veces pálido otras más impresionante por su capacidad de repetición a voluntad. Esto gracias a un proyector de cintas Súper-8. Mi padre se convertía muy a su pesar en proyeccionista instalando una y otra vez el aparato y la pantalla. Mis hermanas y yo éramos, claro, los ansiosos espectadores. Por estar entonces plagada de recuerdos, la mayoría de ellos agradables, la experiencia cinematográfica es un acto que, lo sé ahora, estoy condenado a repetir por el resto de mis días.
Pero no fue hasta los veinte años cuando comencé a emprender búsquedas propias, a preguntarme qué había más allá de lo recetado por las salas de cine en La Laguna. Leí críticas de otras coordenadas (aquéllas que a diferencia de las laguneras decían sin tapujos y sin eufemismos tramposos si una película era una porquería o no), me enteré de la existencia de festivales alrededor del mundo y poco a poco fui modificando la dieta audiovisual y, al mismo tiempo, hice descubrimientos prodigiosos muchos de ellos asentados en mi libro Vislumbre de cineastas (2001). Por alguna razón, las películas que yo más quería ver, nunca llegaban a las salas de cine de La Laguna. Si lo hacían siempre era tarde y yo sabía que si no iba corriendo a verlas la semana de su estreno a la siguiente habrían desaparecido gracias al mercantilista argumento por parte de los exhibidores de que dichas cintas no eran rentables. Recuerdo haber visto en aquella época Tan lejos y tan cerca (1993) de Wim Wenders en una sala completamente vacía, en los cines que estaban sobre la Diagonal Reforma. Entonces me percaté de que el problema implicaba dos partes. Además de los exhibidores, estaba el público lagunero habituado como con las telenovelas a no apartarse de las fórmulas familiares. Si se mira el cine como mera entretención es imposible exigir créditos de mayor profundidad. Por desgracia, a pesar de los intentos para formar públicos a través de ciclos y muestras de cine, los años no me han hecho cambiar mi perspectiva sobre la pésima calidad de la distribución cinematográfica en La Laguna. En suma, no creo que mucho haya cambiado en quince años.
Tomo un ejemplo entre muchos. Lo recuerdo porque se encuentra consignado en mi bitácora desde octubre del año pasado. Se trata de la película argentina El secreto de sus ojos de Juan José Campanella. Esta cinta basada en la novela La pregunta de sus ojos (2005) de Eduardo Sacheri comienza su trayecto hacia el espectador cuando se estrena en Argentina a mediados de 2009. Por supuesto, nadie en su sano juicio esperaría un estreno en Torreón para ese mismo año. Eso a pesar de que las naciones latinoamericanas por sus lazos de lengua y cultura se consideran hermanas. A la distribución del largometraje le ayuda mucho más haber ganado sorpresivamente el premio Óscar a mejor película en lengua extranjera en 2010. Un Óscar garantiza el alcance de la cinta hasta los lugares más apartados del orbe. O, al menos, eso se pensaría con toda lógica. Sólo pasa un mes luego de la premiación para que El secreto de sus ojos se estrene en Estados Unidos y Canadá. Nótese que ninguno de estos dos países tiene como lengua oficial el español. Pasa un mes más, es mayo del 2010 y la película llega a la capital de nuestro país. Sin embargo, para que se estrene en Torreón tendrán que pasar todavía cuatro meses y medio. El 15 de octubre de 2010 El secreto de sus ojos apareció por fin en la cartelera lagunera. Para entonces la película ya se conseguía legalmente en formato DVD, restándole con eso novedad y por lo tanto restándole público en las salas. Absurdo a más no poder.
Esa misma musa de la que se valieron los mercachifles para enajenar y enriquecerse ahora les representa pérdidas pues ha pasado a las manos del público y, peor aún, del mercado negro. Con la tecnología que facilitan las videocámaras de mano, el formato DVD y las copias no autorizadas del material fílmico, la gente ansiosa de ver un estreno reciente en otros países o incluso en otras ciudades acude a la piratería ante el amable e hipócrita “ya mero” de quienes regentean las salas exhibidoras. Ellos se escudan con el tibio alegato de que no hay suficientes copias. Esto en la época digital en que el celuloide empieza a ser cada vez más obsoleto. Después son las mismas exhibidoras quienes, viendo sus ganancias amenazadas por la piratería, sacan el dedo flamígero de sus bolsillos, fustigan tales actitudes e inundan los medios masivos de comunicación con mensajes condenatorios tan simplones y moralistas como vergonzosos por su representación de la inteligencia infantil. Son los defensores de los derechos de autor cuando de seguro es el autor quien menos recibe de la rebanada del pastel. Sin la opción de salas de cine con precios más módicos, sin un plan para distribuir más equitativamente los filmes, los cinéfilos recurren y seguirán recurriendo a las vías alternas. Pero quizás sea mucho más loable (además de esta táctica cuestionable) la utilización de las redes sociales para exigir estrenos a tiempo como ya lo viene haciendo en La Laguna un grupo de personas en Facebook.
Las comparaciones son odiosas, lo sé. Sin embargo, en algunos casos también se vuelven inevitables. Durante mi existencia he vivido sólo en cuatro ciudades. En la última de ellas, en Montreal, he hallado una cartelera cinematográfica mucho más satisfactoria y diversa. Con toda proporción guardada puedo contar tres cines dedicados exclusivamente a la exhibición de cine de arte. Eso sin contar un complejo cinematográfico que además de estrenos comerciales les da cabida también a los denominados autores. Lo hacen porque saben que existe un público para el citado tipo de cinematografía. Montreal es un área metropolitana de aproximadamente tres millones de personas. Por lo tanto, concluyo, en una con un millón como La Laguna debería existir al menos una exhibidora que se aventara el paquete de —a pesar de tener un público de nicho— proyectar este tipo de cintas. Improbable en un lugar donde siempre se ha beneficiado la industria y donde el arte es visto como algo inútil. Inútil sí, les diría yo. Pero esencial.
El cierre repentino de un complejo comercial o el hecho de que la edición 52 de la Muestra Internacional de Cine no sea exhibida en salas dentro de La Laguna no son noticias nada alentadoras. Al contrario. Huele a podrido. Huele a monopolio. Y sobre todo huele mucho más a desprecio por quienes les pagan. La manera como las cintas se reparten en el país, todo gracias a los caprichos monetarios de distribuidoras y exhibidoras, no sólo es absurda sino condescendiente con el público al que dice atender. Es en él como en otros aspectos más urgentes de nuestro entorno en donde reside el factor de cambio. Mientras más exija el público, más y mejor se le dará. Mientras más afine su paladar cinematográfico, habrá mayor posibilidad para que esas películas que no sólo nos ayudan a matar el tiempo sino que nos inspiran y a veces nos transforman lleguen por fin de forma expedita a la cartelera de la Comarca Lagunera. La otra opción es la desbandada. Después de todo, ningún cliente con sentido común va a una tienda donde lo tratan mal. Solamente si es masoquista.

Nota al pie: Jodorowsky está en Montreal. Mañana pienso ir, a pesar de mi desprecio innato por las multitudes, a una exhibición de La montaña sagrada donde su director se encontrará presente. Espero poder escribir una crónica al respecto.