En sentido estricto, nunca he estado ahí. Mucho menos he sido ni seré aficionado de su equipo de hockey, los Maple Leafs. Ni siquiera tendría que saber quién chingaos es Auston Matthews. Ni que los jugadores de este deporte a los dientes les llaman chiclets (como la marca de las gomas de mascar de Adams que a su vez tomó su nombre de la palabra de origen náhuatl [“chicle”]). Da igual. Estoy divagando. Retomo.
Siento que nunca he estado ahí porque no me atrevo a contar las dos o tres veces en las que transbordé en su aeropuerto durante mis innumerables trayectos para salir de o entrar a Canadá. Para mí, el Pearson de Toronto siempre fue un aeropuerto de escala para llegar al de Montreal o al de otra ciudad de los Estados Unidos. Por eso, solo habrá una entrada para esta sección pasajera y si lleva el título de arriba, se debe única y exclusivamente a la escuela en donde se rodó la película en cuestión. ¿Por qué? Porque pasajero resulta ser todo en la vida. Incluso los momentos más emocionantes. Porque, como cantara Sharon Van Etten en “Seventeen”, Halfway through this life / I used to feel free / Was it just a dream?
La premisa no se presenta nada innovadora para inicios de los 80. Al contrario. ¿Cuántas cintas ubicadas en una institución escolar no principian con el arribo de un nuevo maestro? Ahí están como antecedentes ineludibles Semilla de maldad (Blackboard Jungle, 1955) de Richard Brooks y Al maestro, con cariño (To Sir, With Love, 1967) de James Clavell. Mejor ni hablemos de las coetáneas. Hubo una epidemia entonces. Entre tantos ejemplos de largometrajes de los 80 en los que aparecen docentes, ya sea como protagonistas o personajes incidentales, se pueden incluir Picardías estudiantiles (1982), Educando a Rita (1983), Escuela del desorden (1984), El director (1987), Diversión en el Colegio de Verano (1987), Con ganas de triunfar (1988) con Edward James Olmos, Apóyate en mí (1989) con Morgan Freeman o, dentro de nuestras fronteras, hasta el largometraje de ¡¡Cachún cachún ra-ra!! (1984) de subtítulo Una loca, loca, preparatoria con la temible Godzilla y su chicoteante regla. No menciono a cierta sociedad de poetas muertos a causa de su cursilería.
Continuando con los guiones escritos por Tom Holland (el anterior de esta bitácora fue el de Cloak and Dagger), Clase 1984 (Class of 84, 1982) no es más que una actualización desbordada, lépera y violenta de la película encabezada por Glenn Ford en los 50. Fuera de las cámaras de video y los detectores de metales, los paralelismos entre ambas son tan evidentes que quién sabe cómo a quienes crearon la de los 50 no se les ocurrió demandar por derechos de autor al señor Tom Holland et al. A lo mejor ya estaban en el más allá. Esta de los 80 arranca entonces, tal como lo hiciera Semilla de maldad décadas antes, con una advertencia ominosa sobre la delincuencia juvenil. No muy diferente a la que se incluía en Los olvidados sobre la pobreza y la marginación en voz de Ernesto Alonso: la ciudad “semillero de futuros delincuentes”.
Andrew Norris (Perry King) es el multicitado profesor, algo Jirafales, que llega cándidamente a una escuela de ambiente muy pesado, Lincoln High. Lo recibe en el camino a la entrada una de tres grandes estrellas del reparto que sí destacaron antes o después de esta producción de bajo presupuesto con miras a ganar dinero con el despliegue descarado de violencia y una que otra tetilla suelta. Roddy McDowall, el antiguo Octavio de Cleopatra (1963), interpreta al profesor de biología. Con él, surge necesarísimo un arquetipo porque figura idéntica se puede rastrear en los otros dos films aludidos: la del profe cínico, quien hace como que enseña, pero en realidad le valen madres los alumnos. O, al menos, han dejado de importarle con el implacable martilleo de los años. Un alma marchita, pues. Queda en claro la necesidad del contraste con respecto al idealismo naif del protagonista. En el caso particular de Terry Corrigan (McDowall), lleva en su maletín un arma de fuego a la escuela para protegerse y es un alcohólico funcional. Es decir, una mescolanza de factores que no le va a venir tan bien al paradero de su personaje. Sin duda.
Al aproximarnos al lugar de los hechos, salta a la vista un elemento tan contradictorio que nos conduce a ineludible conclusión: la falsedad del artificio cinematográfico. Posar los ojos sobre ese colegio de construcción algo antigua, enmarcada en el estilo neogótico, lo convierte casi en una joya arquitectónica y denuncia así su verdadera vocación. Cualquiera entre el auditorio ata cabos y concluye que durante la emergencia del punk ochentero difícilmente habría podido caer en las garras del grafiti y de la basura. Y así es: la Central Technical School de Toronto no es la más prestigiosa del país, ni mucho menos, aunque su actual aspecto nos da cuenta de que jamás se encontró tapizada de pintas vandálicas. Aquel edificio principal en algo me recuerda a los del campus Loyola de la Universidad Concordia que aparecieran por aquella época en Feliz cumpleaños para mí. Según la ficción de la citada película, una escuela exclusiva para fifís no para apta para los atorrantes de Abraham Lincoln High.
En cuanto entra al salón de música, el señor Norris se topa con los adorables matones punketos y neonazis de la prepa. Ya lo estaban esperando para marcar su territorio a punta de meados. Meados metafóricos, por supuesto. Como líder de la palomilla, se encuentra Peter Stegman (Timothy Van Patten). A pesar de encontrarse vestido como sus compinches, su peinado yuppie lo difama más como fresilla que como matón. Se adivina que Van Patten no se dejó trasquilar como mohicano para darle más verosimilitud a su rebeldía estilo punk. Desde aquí, se le nota la poca capacidad histriónica a este joven actor antagonista. Y no puede negar en su fisonomía y en su lenguaje corporal que el origen del histrión se superpone a la consabida máscara del personaje. Eso, hasta que más adelante nos daremos cuenta de que Peter Stegman sí es un niño bien, hijo de mamá. Si Van Patten no triunfó delante de las cámaras, al menos logró demostrar su talento detrás de ellas como director de televisión. La última vez que vi su nombre en pantalla fue al empezar un episodio de la miniserie Franklin (2024) con Michael Douglas.
Entre los chicos buenos de la banda de música está Arthur, en la piel de Michael J. Fox (todavía identificado en los créditos simplemente como Michael Fox), en aquella época traga-años porque durante la filmación, aunque parecía un puberto de 13, ya contaba con 20 años. Más o menos se trata de la época en la que salta a la fama estadounidense con la ñoña teleserie de comedia Family Ties (1982). El resto incluye a actores “locales”, es decir, originarios de Canadá tales como Fox: David Gardner (el director), Al Waxman (el detective), Lisa Langlois, Stefan Arngrim, Neil Clifford, Keith Knight (los 4 punketos comparsas de Stegman), Elva Mai Hoover (la mujer del señor Corrigan) y, aunque suene increíble, de forma muy fugaz en el minuto 54:45 de la versión sin censura, un adolescente y bastante más narigón Keanu Reeves. Ahí está completo el trío de estrellas de reparto antes aludidas: McDowall, Fox y Reeves. El resto, para su desgracia, nunca salió del encasillamiento de los papeles segundones.
Al final de su primer día, a pesar de los agentes de seguridad que abundan por todo el campus, el carro del señor Norris termina grafiteado (Teechers Sucks!) de forma no muy disímil al detonante de la primera temporada de American Vandal. Los alumnos de Abraham Lincoln High son bastante más cabrones que los de las cintas precursoras. Trafican con droga en la prepa. Les roban el dinero a los más indefensos. No solo hay golpeados en esta institución educativa, sino además apuñalados. Alguno muere por los efectos de la droga consumida. Y, como en Semilla de maldad, la esposa preñada del protagonista será en algún momento el blanco de los ataques adolescentes. Si en la de los 50 recibe unos anónimos que le provocan un parto prematuro, aquí la mujer de Norris (Merrie Lynn Ross) será víctima de una seudoviolación estilo Naranja mecánica. Aunque es verdad que en la predecesora sí había un intento de agresión sexual en contra una maestra, dentro del pudor y la censura hollywoodense de aquellos mochos tiempos. Aunque la película más añosa, por supuesto, como que ni siquiera pretende disimular el echarle la culpa a la mujer por andar tratando de seducir al protagonista con suetercitos ajustados. El slut-shaming estaba bastante grueso en aquellos años dorados de Hollywood.
Aunque se supone que la trama transcurre en algún lugar incógnito de los Estados Unidos de América (el lábaro de las barras y las estrellas, la tétrica declamación del juramento de lealtad en lo alto del astabandera de Lincoln High, etcétera), el lente de la cámara no puede editar del todo la presencia en una intersección de un anuncio del restaurante Mr. Submarine, en tiempos actuales transformado como la franquicia Mr. Sub, competencia canadiense del gringuísimo Subway. Además, imposible deshacerse del anuncio de la tienda de discos y cintas A&A que, según leo en internet, se ubicó durante décadas sobre la calle Yonge de Toronto.
Por otra parte, en una de las escenas más ridículas, el señor Corrigan los tiene aprendiendo a punta de pistola y, si esto no ocurre en Semilla de maldad, la escena traumática de la destrucción de los discos del profesor nerd se espejea en Clase 1984 con la masacre de los conejos del de biología, la causa de su locura desencadenada. Así, con todo lo anterior, ¿qué docente no reaccionaría amenazando a sus alumnos con una pistola? Durante otra secuencia de ridiculez explosiva, Corrigan terminará tan achicharrado como muerto al intentar atropellar a los asesinos de sus mascotas. Todo desbordamiento se despliega para que, al final, nuestro profe protagonista justifique matar salvajemente a los 4 punketos de la escuela uno por uno hasta la escena climática con un final tan espectacular como si hubiera sido extraído del musical El fantasma de la Ópera.
Ahí, entre los testigos del ahorcamiento de Stegman (perdón por el spoiler, pero la película ya rebasa los cuarenta años, ¿eh?), se hallará el personaje sin nombre de Keanu Reeves. Un alumno más de la banda de música, anónimo entre la multitud. Reeves, aunque nacido en Beirut de madre inglesa y de padre hawaiano, pasó sus años formativos en el país de la hoja de arce y, después de una posible carrera en el deporte nacional que dejó trunca por una lesión, optó por la artisteada (con sí mucha popularidad, aunque no precisamente con un despliegue abrumador grandes dotes histriónicas). Jamás ganará un Oscar. Eso sí: bien buena gente y pasajero del metro. Alguna vez ha vuelto al extenso país del lejano norte a rodar cintas, como se pudo comprobar en esta entrada sobre John Wick 2.
Además de las asistencias al salón de clases actoral de McDowall, Fox y Reeves, lo brillante (si es que lo hubo en este caso) no aparece tanto detrás de cámaras (el director Mark L. Lester nunca destacó fuera del cine de género), sino en la banda sonora. La música, por ejemplo, se encuentra a cargo del argentino Lalo Schifrin. Para más datos, el compositor del famosísimo tema de la teleserie Misión imposible. Durante los créditos de salida se escucha la canción, interpretada por Alice Cooper, “Soy el futuro”, compuesta por el mismo Schifrin. Si el synth pop hubiera sido el punk y si esto transcurriera a mediados de los 80, quizás habrían aparecido en la banda sonora los primeros éxitos de Erasure (¿dónde habían estado toda mi vida?) y los punketos no habrían salido tan agresivitos.
El grafiti en las paredes de Lincoln High me recuerda mi “gloriosa” época como chargé de cours en la UQÀM. No porque los estudiantes fueran delincuentes, sino porque eran en extremo engagés. Haciéndole eco a la canción de Cooper, Stegman le dice a Norris: “Soy el futuro”. Esas palabras me resuenan hoy con imprevisible estruendo cuando estoy a punto de cumplir los 50 y podría ser padre de la mayoría de mis estudiantes. Ahora, con esa frase resonando pérfidamente en mi conciencia, permítaseme un paréntesis algo innecesario y bastante idiota: ya en una ocasión, al escribir una novela sobre un profesor de español en un cégep de Montreal, me preguntaba en cuántos errores habría incurrido en mis casi 27 años como docente. ¿A quién alejé del idioma español sin imaginarlo por la ineficiencia de mis clases? ¿A quién habría podido acercarme más para aconsejarle sobre un problema vital? ¿Debí hacer a un lado mi acostumbrada y glacial indiferencia ante los problemas personales de mis alumnos y romper el hielo a pesar de la falta de profesionalidad que eso implicaba? ¿Para qué aparecerse en la institución educativa de entrada por salida apenas repartiendo saludos apresurados por los pasillos como una especie de profe mercenario? ¿No se trataba acaso de una buena oportunidad para devolver lo que más de un maestro me otorgó durante la pubertad o la adolescencia? Quién sabe. Aunque al final, mientras Norris y su esposa observan cómo pende el cuerpo inmóvil de Stegman frente a todo un auditorio de gente aterrorizada, con dificultad nuestro profe protagonista se planteará si pudo haber hecho algo más para salvar la vida de aquel muchacho inquieto. O, al menos, devolverlo al camino del bien con un poquito de compasión. Quién sabe.
Vuelvo a las cintas precursoras. Es curioso que el gran Sidney Poitier haya hecho el relevo entre Semilla de maldad y Al maestro, con cariño. Mientras que en el primer crédito, él era uno de los líderes de los estudiantes rebeldes, en la segunda cinta se convierte en el maestro del título y es él quien ahora debe enfrentarse (una década después aproximadamente) a la rebeldía de la juventud. Claro: no encarna al mismo personaje. Obvio. En una es Gregory Miller y en otra interpreta a Mark Thackeray. Igual, la coincidencia no deja de despertar cierta curiosidad. Sin darse cuenta de todo, uno pasa de ser el alumno que dibujaba con rasgos grotescos a sus docentes de secundaria a ser el idiota que parlotea al frente del salón de clases durante 27 largos años. Así hay coincidencias, unas más crueles por dolorosas porque logran engañarnos y conducirnos a la ilusión de que el destino de veras existe y de que algo maravilloso que acontece sin anuncio se encuentra escrito desde el momento en que venimos a la vida.
La cinta en su versión censurada (nada de palabrotas ni desnudos femeninos gratuitos ni inyección de heroína ni demasiada sangre) puede hallarse en YouTube. La cinta sin cortes, con aserrados sanguinolentos y alguna que otra nalga, se puede encontrar en DailyMotion. Para más films sobre docencia, véanse las siguientes entradas de este blog: La clase, Polytechnique, La duda, La pianista, Enseñanza de vida, Ágora, La decadencia del imperio americano, la imperdible Los mejores años de Miss Brodie, Tenemos que hablar de Kevin, Señor Lazhar, En la casa, Whiplash: Música y obsesión, la ahora para mí lacrimógena Los que se quedan, El salón de profesores y la excelente Puan.
—Clase 1984 (Class of 84, 1982). Dirigida por Mark L. Lester. Producida por Arthur Kent. Protagonizada por Perry King, Merrie Lynn Ross, Timothy Van Patten y Roddy McDonald.
El avance: https://www.youtube.com/watch?v=6tlM1gvzOsk