Se me terminaron los textos de la sección “Porquerías que vi de chiquillo”. Es una pena porque el actual hubiera podido haber presentado el mencionado título. Pasemos a la cinta en cuestión: fue otra de muchas películas ochenteras que recolecté en la memoria gracias a la magia del videodisco de la RCA. Además, era la primera vez que me enfrentaba a una película hollywoodense rodada en una ciudad en la que yo ya me había encontrado. Henry Thomas acababa de darse a conocer un par de años antes con ET y Dabney Coleman ya había sido torturado por sus tres secretarias en aquel canto primigenio al feminismo de nombre Nine to Five o Cómo eliminar a su jefe (1980). Ojalá nunca se les ocurra hacer un refrito moderno porque… ¿quién podría actualmente remplazar al magnífico trío de Lily Tomlin, Dolly Parton y Jane Fonda?
El joven héroe (Cloak & Dagger, 1984) arranca con una secuencia extraída del cine más retrógrado de la Guerra Fría. Al fin y al cabo, esta solía ser la época de Reagan en que a los niños mexicanos se nos asustaba con el viejo cuento chino de la Tercera Guerra Mundial y el apocalipsis nuclear. Qué bueno que semejantes miedecillos ya quedaron atrás. A los segundos se vuelve evidente que la escena de inicio está rodada dentro de un estudio de Hollywood. Tampoco se caen las paredes como en telenovela de Televisa (eso vendrá después al intentar retratar cierto aeropuerto), pero bien pudo haber sido éste el set reciclado de Volver al futuro. Todo empieza a explicarse conforme más manido se torna el asunto: acaso se trate de un comentario metacinematográfico sobre los lugares comunes de las cintas de espías. Hay guardias rusos, un jeque árabe, un nazi, una mujer hermosa y despechugada. En fin, todos los clichés imaginables. Entre los créditos aparece un nombre familiar: historia y guion de Tom Holland. Probablemente el padre del actual Hombre Araña. Vaya uno a saber. Aquí abundará el tema paternofilial.Al final del inicio, cuando la verdad sale a la luz, ni siquiera película dentro de una película era: aparecen unos dados gigantes para arrollar al héroe y todo resulta ser un juego de mesa con el que se entretiene David Osborne (Henry Thomas), nuestro protagonista, en la tienda de juegos electrónicos de Morris, un gordo pandroso que ni mandado a hacer para pedófilo. William (o Bill) Forsythe (Educando a Arizona) está irreconocible en este rol. Gracias al cielo, Davey siempre se halla acompañado de una güerita chaparra para que nada inapropiado suceda entre el niño y el dueño de la tienda. Esta su vecinita se llama Kim (Christina Nigra, a la que nunca más volvimos a ver después de El joven héroe a pesar de ser nominada al reconocidísimo Young Artist Award). La tienda se encuentra tapizada de product placement de Atari, la marca líder de videojuegos de aquella época. Años faltaban para la guerra entre Mario y Sonic. Morris manda a los niños a jugar a los espías a las calles de la ciudad, hasta ahora todavía desconocida, con la no tan secreta intención de que le compren unos Twinkies (“chocolatinas” en el doblaje peninsular). Davey lleva consigo una pistola de juguete, cargada de tinta color sangre (seguro antecedente del hoy denominado paintball), así como una pelota de béisbol (según él, su granada) y la figura de plástico de su héroe favorito, el espía internacional Jack Flack (Dabney Coleman). La niña no le sigue mucho el juego a Davey porque, al menos y a pesar de su mínima estatura, es lo suficientemente madura para tener un poco de sentido del ridículo. Antes incluso de que se apeen del autobús para dirigirse al edificio Tower Life, las letras nos anuncian que la trama se ubica en San Antonio, Texas. Mientras los niños se plantan frente a los elevadores de este edificio del centro, él se da cuenta de que uno de los simios que esperan junto a ellos oculta un arma de fuego. Kim no le cree. Después, se separan y por fin realiza su reaparición Jack Flack, esta vez como el amigo imaginario de Davey. Los padres de este muchacho deberían enviarlo de forma inmediata con un psiquiatra. Como suele suceder en las muchas imitaciones chambonas de La ventana indiscreta, Davey es testigo de cómo los gorilas y otro maloso más golpean y al cabo hieren letalmente a un hombre y este, al topárselo en las escaleras le da… ni más ni menos que… ¡un cartucho de un juego de Atari! Dicho videojuego comparte el título original de este film y del juego de mesa del principio: Cloak & Dagger. Sigue el product placement descarado. Esto se ha vuelto tan absurdo que me recuerda a Foul Play, otra película vista gracias a la tecnología de punta del videodisco de la RCA.
Por supuesto, cuando Davey le cuenta lo sucedido a un guardia de seguridad del edificio, el maniquí tumbado por el abismo de las escaleras ha desaparecido sin dejar rastro. Por los consejos estúpidos de su amigo imaginario, nadie parece creerle al niño. El problema es que su pelota de béisbol, la supuesta granada sobre la que escribió su nombre, acaba de caer en las garras del maloso principal, un tal Rice (Michael Murphy). La policía lo lleva a la casa y (¡oh, sorpresa!) Dabney Coleman también interpreta a su papá. Tal como opiné yo, el policía negro (¿quién dice que en los años ochenta no había tenientes afroamericanos?) le aconseja a su papá que le busque “ayuda”. Todo se explica con psicología barata. La madre de Davey se ha petateado recientemente y su padre (por ser un ñor) no se ocupa gran cosa de él. Los ñores yuppies y ochenteros deben trabajar muchas horas y proveer en nombre de sus familias en el universo del capitalismo rampante. ¿Será que todos los niños se volvieron / nos volvimos spielberguianos en los ochenta? Igual le pasaba al Bastian de La historia sin fin, producción infantil del mismo año. Hasta al papá de aquel lo interpretaba Gerald McRaney, un doble (y no de acción) de Dabney Coleman. De igual forma, cuando le cuenta lo sucedido a su padre y empieza a perderse en el videojuego de Atari, tampoco le cree y lo manda a dormir. Antes de mimir, el mensaje de papi, un empleado del ejército, es que los héroes también lavan trastes y realizan tareas engorrosas y cotidianas. A Davey le importan poco los esfuerzos por darle sus garnachas y, en cambio, se lamenta de que su padre no juegue nunca con él. Boo-fucking-hoo. Así es el desarrollo psicológico hollywoodense de aquella época, mucho más simple y entendible que los wokismos enrevesados de hoy. Parecía que iba a llegar la paz a esta casa, pero uno de los villanos llama por teléfono cual si estuviéramos de nuevo en Cuando llama un extraño (1979). “Have you checked the children?”. No murmura eso, pero da a entender que van (a) por él.
En la versión doblada al español peninsular, a la mañana siguiente Davey le pide a su padre que se quede porque (perdón que me ría): “estarán esperando a que te vayas para cogerme”. El papá insiste en que vea a un, como cantaría la Trevi, doctor psiquiatra. De igual forma, Jack interviene en este diálogo y Hollywood hace de las suyas, como si Coleman se tratara de Guillermo Capetillo en Rosa salvaje, para que no nos demos cuenta de que hay un doble de espaldas a la cámara. Todo está dispuesto para que de ahora en adelante se dé la típica persecución entre los gatos y los ratones. Cual si fuesen celulares de esta época ciberdependiente, Davey usa los walkie-talkies de Morris para comunicarse con la güerita chaparra. La de Kim, otra familia monoparental: cuando su mamá le pregunta sobre Davey, ella le informa a mami que “es el único chico del barrio que no me aburre”. No imagina el pedo en que acaba de meterse. Preferible que se juntara con los aburridos de su colonia a correr el riesgo de volar en pedazos.
Los gorilas del señor Arroz se meten a trompicones en la casa de utilería de Davey y su único refugio será el mall en el que se localiza la tienda de Morris. Él sigue esperando los Twinkies (los Submarinos Marinela, versión gringa) que le encargó el día anterior. Como Davey no fue bueno de advertirle a su mejor amiga de que los malandros se habían metido en su casa, la secuestran y ahora se dará la tensa escena del intercambio de la dama en peligro (aunque sea una niñita rubia y enana) y el McGuffin de la información confidencial. Esta vez, la cámara del comercio de la ciudad pagó lo suficiente para que el intercambio se diera en un sitio turístico: el Jardín Hundido. Si Hitchcock usó alguna vez un Monte Rushmore de utilería… El gran maloso es tan baboso (esto último me salió mejor que letra de cualquiera de las canciones de Emilia Pérez) que muy tarde se entera de que la pistolita de Davey es falsa y que le acaba de dar un cartucho robado de la tienda de Morris a cambio de su vecina. Los niños logran escapar tan rápidamente como se los permite un camión de la ciudad. O sea, a vuelta de rueda. Es de esperar que los dos gorilas, uno con pinta de jugador retirado de futbol americano y otro acabado de sacar de una coreografía de Amor sin barreras (la de 1961, obvio), los sigan con extrema facilidad. Davey finge vomitar sobre el pobre chofer del autobús para que su doble de acción pueda saltar del vehículo automotor y huir de los matones. Al menos, el stuntkid tiene el tino de correr hacia el paseo del río, tan concurrido que nadie atestigua cómo uno de los sicarios (el que tiene copetazo, ascendencia latina y quizás sea el primo pocho de René Casados) le dispara varias veces. Mientras tanto, Morris ha continuado jugando con el cartucho marca Atari. Por fin, descubre los datos confidenciales y, antes de que pueda avisar a la policía o al FBI, Rice lo mata. La bala resuena para dar paso a la música de mariachis. Nada más pertinente. La cámara del comercio de la ciudad se complace en presentarnos, una tras otra, las imágenes del paseo del río: restaurantes, tiendas, actividad al aire libre. Esto pronto se tornó en comercial para incentivar no solo la compra de videojuegos Atari sino también el turismo en la urbe texana.
Dentro del cuadro en movimiento, no podía faltar el recorrido ribereño en los botes. Cuando era niño, tales escenas fueron el punto culminante de la película puesto que podía identificarme con el protagonista por haber seguido también el mismo recorrido con mis padres y mis hermanas. Ahora puedo entender a la perfección a los borreguitos berreantes de la redes sociales que pillan por que haya gente en la pantalla grande que los represente. ¿A quién no le gusta quedársele mirando a su ombligo durante dos o hasta tres horas en una pantalla gigante? El gorila más deportista y bigotón (Tim Rossovich), tras décadas de haber participado en el Super Bowl, es intimidado por un padre de familia barbudo y de cachucha de trailero que lo manda a la cola de los botes antes de que pueda atajar a Davey. El guionista Tom Holland pretende crear suspenso a lo Hitchcock cuando el motor del bote no arranca y aun peor cuando una pareja se apea para dejarles sus asientos libres a los dos truhanes. Para buena suerte de Davey, un par de melosos ancianitos de sombreros coquetos y bastante parecidos a los de Mulholland Drive se percatan de que está siendo acosado por el latino (Eloy Casados) y, como buenos blancos gringos salvadores, deciden protegerlo. Claro, hasta que el jugador de futbol americano grita “¡fuego!” e incluso los dulces viejecitos abandonan a su suerte a Davey y se unen al caos de la multitud, muy en el estilo de las películas de Álex de la Iglesia. Ya sabemos que Davey va a lograr huir a pesar de que el latino le saque una navaja, extraída del departamento de utilería de Amor sin barreras (la original, obvio).
De pura casualidad fílmica, un bote de pedales va pasando al lado en ese preciso momento y le permite a Davey escapar hasta la orilla sin ser apuñalado. Viene la reprensión del señor de cachucha de trailero que detuvo al simio mayor en la cola y viene además en el doblaje en español para Latinoamérica (perdón que me ría) la pregunta: “¿Por qué no se sienta y deja de mover el bote?”. Davey vuelve a la tienda de Morris y la chaparrita llora ante el monitor estrellado por la bala destructora del gran maloso Rice. Davey tiene la fútil esperanza de que Morris haya sobrevivido. Luego su amigo imaginario lo desengañará. De lo poco que ha sacado en claro nuestro héroe es que los malandrines deben entregar el cartucho en algún lugar a las 5:30 de la tarde. Davey, unos minutos más tarde, se ve obligado a viajar arrimado al cadáver de Morris en la cajuela de Rice. Lo bueno es que el trío de cretinos, como de costumbre en este estilo de cintas, se pone a explicar sus planes en voz alta. Un dato más sobre los espías / contrabandistas que recogerán el cartucho: uno de ellos solo tiene tres dedos en una mano. Al menos, no fueron en la frente. La cámara de comercio hace de nuevo de las suyas cuando nos percatamos de que el intercambio supuestamente clandestino se llevará a cabo en El Álamo, aunque por dentro sea otro estudio de Hollywood. Surge una nueva casualidad: los ancianitos del bote se topan con Davey. En los siguientes minutos, el niño no ata cabos hasta que la vieja del sombrero se quita un guante igualmente coquetón y muestra una mano mutilada de tres dedos. Otra vez, los pinches rucos discuten en voz alta sus planes. Pronto el cloroformo contra la cara del protagonista. Si un niño es el héroe de acción de esta cinta, ¿por qué un par de personas de la tercera edad no podrían ser los peores villanos de la película? Un año después dicho sector de la población tendrá su oportunidad de protagonizar a lo grande en Cocoon.
De vuelta a la cajuela con el cadáver de Morris. Por alguna razón extraña (que no se termine la película, supongo) ni los de la tercera edad ni Rice ni sus dos gorilas matan al molesto Davey de inmediato. Y sí. Gracias a Jack Flack, se escapa, escucha los planes de los tipos para exterminar a Kim y termina manejando el carro: hay que ir al aeropuerto a impedirles escapar a México a los dos ruquillos desgraciados y evitar además que Kim explote con la bomba que Rice le puso en el walkie-talkie. El dichoso aparato hace “bip” a cada rato, pero Kim ni siquiera sospecha que trae con ella un explosivo que detonará exactamente a la medianoche. Luego de destrozar otro estudio de Hollywood con el carro del señor Rice y de una llamada fallida de auxilio a su papá, el niño logra que Haverman, el exfutbolista americano, choque contra una tienda de relojes y muera. Así de letal y cruel es el tiempo. Otra vez, de vuelta al paseo del río. El pequeño Davey comienza a mostrar aprensión con respecto a la idea de echarse a sus perseguidores. El siguiente en la lista es el latino. La trampa ideada por Jack es que termine equívocamente baleado por Rice mientras el niño se les pone de carnada. Así ocurre y de forma muy risible. Por último, aunque sea reacio en un inicio, Davey se enfrenta a Rice con un arma de fuego de verdad (la del “gatino” muerto) y lo mata. No sé qué tan perturbador habría sido que un niño disparara contra un adulto. Sin embargo, cambiando un poco de género, de los espías al terror, a la vuelta de la esquina ya se encontraba Los niños del maíz (1984) para normalizar el mencionado tipo de escenas.
Una vez en el aeropuerto, los carcamanes malditos (interpretados por los para entonces muy veteranos actores John McIntire y Jeanette Nolan, pareja también en la vida real) albergan la intención de abordar un vuelo hacia la Ciudad de México. Este no se parece al aeropuerto de la realidad de San Antonio. Habrá pasado por innumerables renovaciones en los últimos 40 años. Más bien, estamos de nueva cuenta en un estudio de Hollywood, o quizás de Televisa, porque las puertas y las paredes aparentan ser endebles en extremo. Las familias monoparentales de Davey y Kim se unen para atar cabos y, en un abrir y cerrar de ojos, se dirigen también al sitio indicado. Kim, así sea chaparrita, rubia y con un impedimento grave de dicción, logra atraer a las fuerzas de seguridad del lugar. Pero ni siquiera ellos son capaces de adivinar a qué se debe el constante “bip” proveniente de su mochila. Mientras tanto, Davey (habiendo renegado de la presencia engañosa de Jack y habiéndole guardado luto por dos segundos) se halla completamente solo en uno de los barrios más rudos de la ciudad. Solo y sin su pase de autobús. Primero es rechazado por un Louie Anderson taxista. Sin embargo, otro trabajador del volante con la cara de Nicholas Guest se ofrece a llevarlo al aeropuerto. Algunos años después, Guest sería uno de los muchos sospechosos en el tercer misterio cinematográfico de Agatha Christie lidereado por Peter Ustinov: Cita con la muerte. Todos los personajes se encuentran en sus puestos de salida para que se dé la tan esperada confrontación final.
Sin que tengamos que esperar demasiado, los viejos, Kim y Davey se reúnen en el mismo filtro de seguridad. Davey alega que sus papás nonagenarios lo están abandonando y, mientras se aclara la confusión, toma el walkie-talkie de Kim. En su desesperación, los rucos emperifollados lo secuestran y amenazan con matarlo si no les proporcionan un avión para salir del país. Ahora la pareja de los ancianos de sombreros coquetones quieren ir a broncearse a las playas de Cuba. Entre tanto, un pobre metiche termina baleado en la pierna de forma poco convincente. Al rescate llega el padre de Davey que, obvio, es capaz de hacer correr aviones por la pista, pero no de pilotearlos. Los carcamanes malosos no sospechan que el hombre del bigote es el padre del niño hasta que es demasiado tarde. La bomba está a punto de explotar. Después de la lacrimógena escena en que el padre suelta al hijo desde la ventanilla de la cabina y este ni de lejos se descalabra, el avión explota y de él sale papá (¿o será Jack Flack vuelto a la vida?) algo tiznado, pero como si nada hubiera ocurrido para terminar dándole un fuerte abrazo a Davey. Esta reconciliación entre padre e hijo les costó la vida a unos cuantos seres humanos. Qué más da. Todo con tal de que Davey y Papá vuelvan a llevarse bien. No se la pierda: réntela o cómprela de inmediato en Apple TV para disfrutar de las vistas de San Antonio.
—El joven héroe (Cloak & Dagger, 1984). Protagonizada por Henry Thomas y Dabney Coleman. Producida por Allan Carr. Dirigida por Richard Franklin.
El avance: https://www.youtube.com/watch?v=-cvz1XF0baw