Cuando vi la película que analizo a
continuación, no estaba nada familiarizado con la obra de Alfred Hitchcock.
Especialmente, con sus dos versiones de El
hombre que sabía demasiado (The Man
Who Knew Too Much), la británica con Peter Lorre y la hollywoodense
protagonizada por Doris Day y Jimmy Stewart. Por este desconocimiento lógico,
el plagio jocoso de las dos (o una, según se vea) películas de Hitch me
sorprendió tanto siendo niño. Y quizás sea demasiado severo al utilizar el
sustantivo “plagio”. Después de todo, sir Alfred se copió a sí mismo cuando en
los 50 decidió volver a filmar la cinta de 1934 a todo color, con presupuesto
de estudio de Hollywood y con la voz de la Day cantando “Qué será, será”. Va a
continuación una nueva porquería, la octava, de título Juego sucio (Foul Play,
1978). Y su análisis no podía ser poquitero.
Sic transit gloria mundi
Un coche lujoso recorre las colinas de San
Francisco al anochecer. Tras apearse, el arzobispo de la ciudad entra a su
mansión y lo recibe su ama de llaves (interpretada por Frances Bay, actriz no
tan fetiche de David Lynch, nacida en Alberta y quien figurara como la tía de
Jeffrey en Blue Velvet y como la misteriosa
señora ¿Tremond? ¿Chalfont? en Twin Peaks).
Después de darle las buenas noches a la señora Russel de forma condescendiente,
el jerarca eclesial se dispone a escuchar un disco del Mikado sin saber que pronto la locución latina que da título a
este fragmento se materializará en él: su gloria como mandamás de la iglesia
romana terminará antes de lo previsto. Un doble suyo aparece en el espejo y, ya
sea éste o un asesino de mocasines beige, No-importa-quién le lanza un puñal al
abdomen. Sabemos desde aquí que el cadáver del arzobispo permanecerá oculto
mientras el reflejo espurio tomará su lugar. El nombre de la película en letras
amarillas con una incómoda prolongación de la letra “Y” y las primeras notas de
la ópera de Gilbert y Sullivan se interrumpen al abrirse una botella de
champán. La locución latina se transforma en nuestra protagonista. Gloria Mundy
(Goldie Hawn) es una recién divorciada en esta fiesta plena de luz que con
rostro circunspecto toma una de las copas de la bandeja. Esa seriedad sólo dura
hasta que logra atisbar al comediante Chevy Chase (con patillas y peinado de
casco espacial) en el extremo opuesto de la reunión. Sonrisas y miradas
coquetas se intercambian. Pero cuando el alto y torpe galán de barba partida
rompa un montón de vasos, Gloria perderá el interés en él y se topará con el
reproche de su amiga y anfitriona que le aconseja ser menos cerrada ante la
posibilidad de un nuevo amor. El comediante que en aquella época estuviera
entre los cuernos de la luna gracias al programa Saturday Night Live y aquí realiza su debut cinematográfico ni
siquiera finge no haber escuchado la conversación entre mujeres y trata de
abordar sin éxito a nuestra protagonista quien se retira de la fiesta dejando
al otro con un palmo de narices. El descapotable vocho amarillo (tan amarillo
como el resto de los créditos que ahora empiezan a aparecer) recorre el hermoso
paisaje costero de California mientras se escuchan las notas de “Ready to Take
a Chance Again” interpretada por el entonces epítome de la heterosexualidad
cursi Barry Manilow. La misma tonadita que se convirtiera en un éxito en 1978 y
que fuera nominada al Óscar por mejor canción. La misma que muchos años después
derritiera los corazoncillos-caricatura de los señores de Padre de familia, quienes se ponen a cantarla a grito pelado en su cantina
de costumbre, “La almeja borracha”. A mitad del camino, nuestra bibliotecaria
recién divorciada decide seguir el consejo de su amiga y, a pesar de que
pudiera hallarse ante un Ted Bundy cualquiera, decide recoger a un
autoestopista. Quien quita y este desconocido al que se le ha descompuesto el
coche sea el amor de su vida. En ningún momento Gloria se percata de los
atisbos de Scotty (Bruce Solomon) al espejo retrovisor ni que un automóvil
negro de lujo los sigue desde hace rato. Menos cuando ya en San Francisco él tome
su cajetilla Marlboro, introduzca ahí un rollo fotográfico (un MacGuffin) y le
pida a la heroína guardársela para después. Tras quedar de verse en un cine más
tarde, Gloria tampoco se da cuenta de que apenas cierre la puerta del coche
Scotty sale hecho la mocha cuando los del otro automóvil traten de darle
alcance en un centro comercial (intensa música de persecución oblige). Ésta y muchas veces más.
Asesinos
(enanos y albinos) entre nosotros
Asesinos
entre nosotros,
así se titula una de las películas del programa doble del cine frente al cual
se citan Gloria y Scotty. Después de esperarlo entre la lluvia, ella decide
entrar sola a la sala. Al llegar su cita, tampoco notará que viene herido. Tal
vez le hagan falta lentes nuevos a esta rubia debilidad. Cuando Scotty pide su
cajetilla, ella le responde que no le permitirán fumar en la sala. Cuando él
aluda al rollo fotográfico, ella le empezará a contar la trama de la película
que están viendo. Y las malas interpretaciones seguirán sin parar. El pobre
hombre apenas podrá advertirle a Gloria que habrá un asesinato y que se cuide
de un enano (“no creo que salga ningún enano en esta película”) antes de que
por fin el tipo se desvanezca sobre su hombro, ella observe las palomitas
ensangrentadas y grite como loca con tan mal tino que su chillido coincida con
un homicidio en la pantalla que a su vez haga gritar también a la audiencia
entera del cine. Se entiende que ésta es una comedia de suspenso, pero esto es
el colmo. Tan inconsciente de su medio resulta esta güera boba que tampoco se
percatará de dos siniestros personajes a la entrada de la sala y, por supuesto,
ya se sabe, cuando regrese con el gerente una vez interrumpida la proyección de
la cinta, el cadáver habrá desaparecido. El bigotudo y cachondo señor ni
siquiera le cree a Gloria que haya estado acompañada por un hombre y hasta
insinúa que es una adicta a la mariguana. Al alejarse del cine, la risible
música de persecución vuelve a hacer de las suyas: el auto negro tratará de atropellarla
y otro sobresalto más se producirá al entrar a su edificio pues Burgess
Meredith, el entrenador de Rocky, le
meterá un buen susto. Aquí el venerable ruquito interpretará el rol de casero.
Gloria le cuenta sus aventuras nocturnas en el cine y él las descarta como una
mala broma por parte del autoestopista. Una serpiente pretende incomodar al
espectador para que piense que estos asesinos son tan astutos que lograron
echarles una víbora venenosa a nuestra protagonista y a su amable casero en la
sala de estar. Pero no. Se trata de Esmé, la mascota del anciano. Qué alivio. Ya
en el departamento propio la tele de Gloria anuncia una visita papal a EUA
mientras un zoom nos indica que los
malandros del cine vigilan el edificio. Quién dijo que los geo-localizadores no
se habían inventado en los 70. Al día siguiente, tanto Gloria como su colega Stella
(Marilyn Sokol) parecen bibliotecarias que ni por curiosidad abren un libro.
Tras reprocharle su ingenuidad (al menos el cineasta no se olvidó de apuntar a
este gran defecto de la protagonista), le advierte que “la violación no es un
acto sexual, es un acto de violencia” y pronto saca de su bolsa la mercancía
que catapultará a Gloria a la modernidad setentera y fémino-liberada: una
alarma contra sátiros agarra-tetas, un aerosol lacrimógeno y el Puño de Poder
(unos nudillos de bronce). Sin embargo, ninguno de los tres objetos de defensa
personal va a parar a la bolsa de Gloria. Eso vendrá (de forma muy conveniente)
algo después. Un poco antes de que cierre la biblioteca, una dulce viejecita
con una pluma de papagayo en el sombrero le dice a nuestra heroína que un enano
la estaba buscando. Eso no parece tener gran efecto en ella a pesar de la
advertencia de Scotty. No llama a la policía ni sale corriendo del lugar, sino
que se queda a apagar las luces y terminar de repartir libros en los estantes.
Desde detrás de uno de ellos, aparece el mocasín beige presente en el homicidio
del arzobispo. Ya la película nos prepara para otro momento emocionante: un
rostro albino nada amigable aterroriza a Gloria. Más cuando por la altura
piense que se trata precisamente de un enano. Pero no. El hombre se le pone
enfrente y, a causa de su estatura normal, nuestra tonta protagonista confía en
él, deduciendo que se trata de un visitante más de la biblioteca. Qué
contorsiones habrá tenido que realizar este matón para que su cara quedara
exactamente enfrente del tercer estante de abajo hacia arriba. Sin embargo, tal
desafío a las leyes de la física poco importa. Con eso de que habla como
merolico, recoge libros y paraguas y se levanta del suelo, la bibliotecaria ni
por enterada se da cuando el siniestro (no por el color de piel, claro)
individuo saque un pañuelo y, para colmo, un bastante ancho recipiente con cloroformo.
De algo le sirve el paraguas, tan amarillo como su vocho. Tanto como para darle
un par de coscorrones al albino y salir corriendo. Nota al pie: gracias a esta
película me enteré de que existían albinos en este nuestro mundo.
A
tricotar con Cara-cortada
La organización criminal que mató a Scotty
y que anda tras el rollo fotográfico debe reclutar, entre enanos y albinos, en
los sectores más conspicuos de la población sanfranciscana. La corretiza se
prolonga por las calles de la ciudad. Nadie se preocupa de que Gloria no haya
tenido tiempo de cerrar con llave la biblioteca. Al fin y al cabo, ninguna
persona entrará al lugar a volarse unos cuantos libros. A menos que haya mucho
escritor hambriento en San Francisco. La voz de Manilow vuelve a hacer acto de
presencia con “Copacabana”. Esto tan pronto Gloria entre en un bar y le pida a
Dudley Moore llevarla a casa. Aquí, en su debut estadounidense, el actor cómico
de Gran Bretaña no es todavía Arturo, el
millonario seductor sino Stanley, un donjuán frustrado que en su hambre
canina malinterpreta la petición de Gloria. Dentro de su departamento, se dará
una de las escenas de ligue patético más memorables en la historia del cine:
mientras Gloria observa con binoculares lo ocurrido en la calle, Stanley
(lector ávido y confeso de la revista Penthouse)
baila al son de “Stayin’ Alive” de los Bee Gees, se va desnudando y despliega
todos los artefactos de las artes amatorias: una cama plegable con fanfarria,
espejo encima y, a guisa de cabecera, cariátides impúdicas cuyos pechos son
luces de colores; un armario equipado de juguetes sexuales, látigos y muñecas
inflables y, además, un proyector Súper 8 para pasar cintas pornográficas. Una
vez que el par de perseguidores hayan abandonado el sector, Gloria se vuelve y contempla
el cuadro rematado con Stanley, los pantalones abajo y sus calzones de
corazoncitos a la vista. “No tenía ni idea de que hubiera tal diversidad”, exclama
la güera Hawn. Y no, no parece tener ni idea de gran cosa. Pronto los ánimos de
Stanley se desinflan tal como lo hará una de sus muñecas, ésa que en las
fingidas pantaletas tiene escrita la palabra “¡Yes!”. La diversión de esta
noche no termina aquí. A pesar de hallar la puerta de su departamento abierta,
Gloria entra tan quitada de la pena pensando que su casero, el señor Hennessey,
está adentro. No tuvo suficiente con las emociones anteriores. Después de una
inspección bastante superflua de su hogar y de correr la cortina de la bañera
muy al estilo de Hitchcock, se tranquiliza. No pasan ni cuatro segundos para
toparse con otro hombre mal encarado, uno con una gran cicatriz en el rostro.
Entre enanos, albinos y deformes te veas. Luego de zarandearla un poco, ella
confiesa que Scotty únicamente le dio una cajetilla de cigarros. El tipo de la
cara cortada la encuentra, se cerciora de que el rollo esté en su interior, se
la mete en el bolsillo de su gabardina y se apresta a ahorcar a Gloria con una
bufanda demasiado larga. Con la distracción de un reloj cucú y gracias a que el
cesto de sus utensilios para tricotar está lo suficientemente cerca de su mano,
ella le clava unas agujotas al de la cicatriz (este acto de violencia no le
pide nada al cometido contra Lucía Méndez en Más negro que la noche, memorable película mexicana de horror donde
también figuraba una biblioteca como escenario para lo macabro). Sabemos que,
aunque haya un cuerpo inerte, en este tipo de películas el cadáver recobrará la
vida y nos dará un segundo válgame-dios. Mientras Gloria llama a la policía, el
estoico asesino se desentierra las ajugas del abdomen, vacía los bolsillos de
su gabardina junto a la chimenea, agarra el atizador y ahí, oculta entre las hojas
de una planta, queda abandonada la cajetilla. Un grito más de la rubia, un
lanzamiento de cuchillo como el que vimos al comienzo, el atizador cayendo al
suelo, el rostro del falso albino desde una ventana abierta y el desvanecimiento
de Gloria se mezclan en un torbellino de imágenes que convergen en la cámara
lenta de su caída. Fade out. ¿No
podría ser este fade out por el resto
de la duración de esta bazofia? Nota al pie: la cinta aludida con la adición de
este personaje de cara cortada no es, obvio, la Scarface de ese otro imitador de Hitchcock, Brian de Palma. Ésa
apenas estaría en la mesa de proyectos a finales de los 70. Se trata, más bien,
de la versión anterior de 1932 protagonizada por Paul Muni. Nota de la nota al
pie: ya Hollywood amenaza con realizar otro refrito de Scarface. Esta vez el protagonista va a ser interpretado por Diego
Luna. Se vale reír.
El
sufrimiento de la gente pequeña
Fade
in.
El galán torpe de la fiesta contempla a nuestra protagonista y ella, a él. En uno
de los castings más sorprendentes en
la historia del cine (sin incluir el de Diego Luna), Chevy Chase es un teniente
de la policía de San Francisco de nombre Tony Carlson. Su compañero es Brian
Dennehy, de quien Chevy se cuidaría si supiera que en los 90 iba a interpretar
en una película para la televisión a uno de los asesinos seriales más infames en
el imaginario criminal estadounidense: John Wayne Gacy o el payaso “Pogo” (por
cierto, inspiración de Stephen King para el de Eso). Gloria vuelve en sí y les cuenta lo ocurrido. Una vez más, el
cadáver se ha esfumado. Y, una vez más, nadie le cree. Ni siquiera el detective
que desde el principio del filme se quiere acostar con ella. A diferencia del gerente
del cine que apenas insinuó una predilección por la mariguana, Tony le pregunta
si se tomó alguna droga alucinógena. El interrogatorio se va entre gracejadas y
confusiones que habrían sido la envidia del propio Hitch si tan sólo no hubiera
muerto. Aunque, pensándolo bien, este sentido del humor no se encuentra muy lejano
al de algo tan chistosín como su último crédito, Trama macabra (cómo olvidar el guiño final, directo a la cámara, de
Barbara Harris). Al otro día, más consejos de Stella y la entrega de sus
artefactos de defensa personal. Más tarde, el cloroformo de verdad cumple su
cometido. Pronto nuestra protagonista despertará encerrada en un cuarto sucio y
con pedazos de periódicos distribuidos por el suelo. Un gordo pelón que lee
cómics la custodia al otro lado de la puerta. A ninguno de sus secuestradores
se les ocurrió revisarle la bolsa para cerciorarse de que no tuviera en su
poder el rollo fotográfico. De otra forma, habrían encontrado los utensilios de
defensa personal que tan convenientemente Stella le dio esa misma mañana. La
alarma confunde al pelón y tanto el aerosol como el Puño de Poder lo dejan
momentáneamente fuera de combate. Con los tacones en la mano, por aquello de
que llueve a cántaros (no puede faltar un aguacero en este tipo de cintas),
Gloria se trepa a la escalera exterior de emergencia. Unas ancianas que juegan
al Scrabble ni siquiera atisban sus manoteos al otro lado de la ventana. Sobre
todo, porque una de ellas está muy entretenida deletreando la palabra fuck. A nuestra heroína se le está
acabando el tiempo porque por la calle se ve circular la nada discreta limosina
negra de la cual se apean el albino y su secuaz. Mientras tanto, la otra ruca
completa la palabra de su amiga: fucker.
Qué gracioso es ver a un par de abuelitas deletrear palabras obscenas en el
tablero del Scrabble. Ya no hay tiempo para quedarse a ver si una de las
señoras deletreó correctamente motherfucker
o no. “¡Allí está!”, grita el calvo bigotón convocando al albino a la ventana. La
intervención divina le pone a Gloria un camión cargado de material blandito
para que caiga en ídem y pueda volver a escaparse de sus perseguidores. Esto se
vuelve repetitivo para la mitad de la cinta. Ante la queja en la comisaría,
Tony la acompaña a su departamento y le prepara un Martini albino (es decir,
leche caliente). Cuánto mensaje subliminal. Ya al proponerle llevarla en brazos
a la cama, el detective vuelve a toparse con el mismo palmo de narices del
principio. La historia desopilante de la protagonista comienza a cobrar
credibilidad: en la mañana Tony halla uno de sus tacones frente al edificio en
el cual la tenían secuestrada. Fergie (Dennehy bajo el apodo de cierta princesa
caída en desgracia por tratarse del sargento Ferguson) averigua el apellido de
quien renta la ex guarida de los malosos. Ese nombre lleva a Chevy Chase a develar
la verdadera identidad de Scotty, un policía encubierto a punto de descubrir un
complot magnicida. La palabra “enano” vuelve a emerger de entre las
profundidades más intrincadas del thriller.
Tony sale corriendo para proteger a su rubia debilidad. Mientras tanto, ella le
abre la puerta al tan esperado patojo: “preferimos que nos llamen gente
pequeña”, replica. Si tan sólo el chaparro personaje sacara de una vez una
pistola de su maleta y acabara con esta tortura de buena una vez. Pero no.
Habla de descanso eterno y de acercarla a Dios y ya veo venir otra gracejada
que culmina con el pobre enanito pataleando, agarrándose con las uñas del marco
de la ventana y recibiendo su buena tanda de escobazos. Y no. El chiste no cesará
hasta descubrirse el dato de que en realidad es un vendedor de biblias que va a
terminar como momia, vendado de pies a cabeza, en el hospital. Qué tiempos
aquéllos en que no era políticamente incorrecto burlarse del sufrimiento de la
gente pequeña. Mejor ni mencionar la visita de Gloria al hospital.
Boat’s
a rockin
En la comisaría Tony ya tiene
identificados a los criminales. Ahora el problema es averiguar a quién quieren enviar
al otro mundo. Fergie interviene con la identificación de la placa de la
limosina negra y volvemos al comienzo: la mansión del arzobispo de San Francisco.
No sería mala idea que los personajes de esta cinta prestaran más atención a la
noticia de la visita papal. Sobre todo, si andan hablando de magnicidios.
Quizás así se acabe la película. Sería mucho pedir. Los inteligentes policías
deciden llevar a su único testigo de los crímenes a la mansión. Extrañamos a
Frances Bay quien ha sido sustituida por Rachel Roberts (la criada de la
princesa Dragomiroff en Asesinato en el Expreso de Oriente de Sidney Lumet). Su amabilidad no engaña a nadie. En el
teléfono el arzobispo espurio habla precisamente de la visita del papa. Ante la
cuestión del paradero de su vehículo automotor, él le echa la culpa del robo de
la limusina al pelón de tupido bigote. En cuanto nuestros protagonistas se
vayan, el tono entre la mujer y el supuesto arzobispo cambia bastante y la
cámara nos muestra que todos los matones se encuentran reunidos con ellos.
Cuánta gente malosa. El teniente Tony aprovecha este punto muerto del filme
para por fin seducir a Gloria. Su hogar resulta ser un yate. Ahí se la lleva
con el pretexto de protegerla. Entre chistorete y chistorete (si hicieran un
refrito de esta porquería deberían contratar al ex gordo payaso de Guardianes de la galaxia para el
protagonista masculino y, en este caso, su ex mujer sería ideal para sustituir
a Goldie Hawn pues la muchacha ésa Anna Faris ya tiene experiencia en eso,
aunque haya preferido ahora tener de pareja ficticia a Eugenio Derbez), entre
copa y copa y entre un beso y otro, las notas de “Ready to Take a Chance Again”
anuncian el tan esperado acostón que, por ser ésta una película familiar (clasificación
PG, excepto durante la escena con Dudley Moore), permanece alejado de nuestras
miradas. Sólo faltó el letrero que anunciara If this boat is a rockin,
don’t come a knockin. Los malhechores
siguen tratando de atrapar a la escurridiza rubia y esta vez, en lugar de capturarla
a ella, secuestran a Fergie, un sargento de la policía sanfranciscana. Buena
técnica para eludir más años de condena. De nueva cuenta, Gloria cae redondita
en la trampa, con paraguas amarillo y vestido de madrina de boda con escote
triangular casi hasta el ombligo. “¡Corre, Gloria! ¡Es una trampa!”. De nuevo,
música de persecución que la conduce a una sala de masajes aledaña donde (San
Francisco es un pañuelo) volverá a encontrarse con Dudley-Stanley. Muy familiar
la película, pero no puede sustraerse del entorno en el cual fue filmada. ¿Qué
pervertido lleva binoculares a una sala de masajes? “No le digas a nadie que me
viste aquí. Es mi primera vez. Te lo juro”. Ella le pide a un renuente Stanley
llamar a la policía y, tras dejarla sola, aparecen la peluca y los pupilentes
falsos del temible albino. Poco puede hacer Stanley para evitar que la horda se
lleve a la ingenua protagonista. Para algún propósito serviría ponerla a ella y
a su amiga en una biblioteca pública: Stella le enseña a Tony unos recortes
importantes sobre la malvada y nueva ama de llaves del arzobispo al mismo
tiempo que Stanley entra a la comisaría. Por enésima vez el detective sale
corriendo para rescatar a la damisela en apuros. En su misión reclutará al
casero viejito y karateca quien se deshace del MacGuffin (la cajetilla)
lanzándolo al fuego. No se los vaya a fumar su mascota-serpiente. Adiós al
rollo fotográfico cuyo contenido jamás conoceremos. Ojalá esté refundido en
algún infierno cinematográfico, sir Alfred. Y esto, por haber engendrado a
tanto émulo mediocre.
¿No
oye esos aplausos?
Tony y el abuelito karateca dejan fuera de
combate al calvo, quien ahora está irreconocible de chofer: atavío de uniforme,
peluca y lentes oscuros. El detective se mete en el sótano de la mansión y ahí
encuentra a Fergie (a quien muchos ya veíamos tres metros bajo tierra con eso
de que el pareja del detective protagonista siempre termina muerto). Ahí su
colega le cuenta el plan entero. En la ópera planean asesinar al papa y el
arzobispo es en realidad su hermano gemelo. Otra licencia más. Vaya que resulta
conveniente para una organización criminal anti-religiosa contar con la ayuda
del hermano gemelo de un arzobispo. De repente estalla un tiroteo con el matón
a quien apodan el Enano. Tan pronto éste pase a mejor vida, Rachel Roberts
apunta una pistola contra la sien de Gloria y paraliza a Tony. Al rato, nuestros
héroes se hallan dentro de la sala de la mansión. Aunque no muy cómodos: están
amarrados con unos nudos tan ridículos por lo blandengue. Suenan las notas
retumbantes del Mikado mientras el santo
padre hace su entrada al teatro de la ópera. El albino con mirada amenazante
observa la procesión papal desde las alturas. Rachel y el arzobispo falso, como
buenos villanos de película, les explican sus motivos a Tony y a Gloria: atacar
el corporativismo de la religión institucionalizada. Aparte de comunistas,
ateos. Quién entre el público gringo podría estar de acuerdo con estos
malandros. La explicación los absorbe a tal grado que no notan la presencia de
un viejito que anda a gatas por la sala. El señor Hennessey le avienta una
botella de agua mineral Perrier al hermano del arzobispo y le atina a la
cabeza. Hora de que la Roberts y Burgess Meredith se enfrenten en un duelo de
artes marciales que pondría verdes de la envidia a Bruce Lee y a Jackie Chan.
En este duelo habrá incluso mordidas de chamorro y destrucción gratuita de arte
flamenco. Hasta terminar la bruja malvada guardadita en las entrañas de un
piano. De vuelta en el teatro, el director de orquesta resulta ser el lascivo Dudley
Moore. Otro momento de gran emoción se produce cuando Gloria y Tony, una vez
liberados por el casero, salgan disparados a la ópera para salvarle la vida al
sumo pontífice que, mientras tanto, cabecea al son de las melodías de Gilbert y
Sullivan sacando en cada cabezada los dientes de caballo (aquí al vicario de
Cristo lo interpreta un actor no profesional, un magnate de San Francisco que
difícilmente puede negar la menorah
de su sinagoga, qué casting tan
ecuménico). La secuencia a alta velocidad es comparable a la de Barbra
Straisand y Ryan O’Neal en La chica
terremoto por tratarse de la misma urbe. La de Juego sucio se erige apenas en pálido reflejo de su predecesora. Aun
en cuanto a comicidad: un restaurante italiano en ruinas (en el que, obvio, no
podían saltarse el clásico: “Mamma mia, Luigi!”), cambio a una camioneta de un
vaquero con casita de madera en la parte trasera, una nueva maniobra destructiva
deja al ídem de medianoche sin techo (su decepción se dibuja con el irónico
aliento de una armónica para darle más énfasis a la burla campirana). Luego le
toca el turno a una limosina donde vienen de pasajeros dos japoneses bastante
ancianos. Pareciera que el trayecto de Tony y Gloria hacia el teatro incluye
cada uno de los clichés imaginables en Estados Unidos hacia foráneos del campo
o de países extranjeros. Los problemas de comunicación entre Gloria y sus
polizontes se resuelven al mencionar el programa de televisión Kojak, con eso de que Tony es como del
detective televisivo y le da un aire a Telly Savalas. Todo lo anterior en paralelo con la preparación meticulosa
del albino para perpetrar el magnicidio. No muy lejos, los japoneses vienen
zurrándose de la risa. Lástima que no se pueda decir lo mismo del público que
está siendo sometido a tamaño suplicio. Ya en el teatro y acompañados de una
hilera de policías (que quién sabe de dónde salieron), nuestros protagonistas
recrean la escena tan famosa de El hombre
que sabía demasiado (segunda versión). A medias. Aquí, para que nadie
invoque al plagio, no habrá cañón de pistola detrás la cortina de un palco ni
una güera a lo Doris Day gritando antes de que los platillos choquen el uno
contra el otro. Sí hay rubia, pero ninguno de los colegas de Tony cuestiona qué
demonios hace ahí la novia del teniente. Tampoco importa el dilema ético que
representa que un policía tenga una relación amorosa con la testigo del delito
a investigar. Y esta imprudencia se vuelve evidente cuando de nueva cuenta la
dejen sola y el albino aproveche la oportunidad para capturarla. De tan
redundante, debo admitir esto que ya se volvió chistoso. Para darle más sobresalto
al asunto, el malandro se lleva a Gloria a las alturas de la tramoya. A este
director y guionista le gusta rizar el rizo. Esto es como ver, además de la
cinta multicitada de Hitchcock, Con M de
muerte, Los 39 escalones e Intriga internacional. Todas juntas y
con el tono comicón de Trama macabra.
Algunos balazos suenan, un policía negro queda muerto y atrapado entre las
cuerdas de la tramoya, pero nada de esto parece tener mucho efecto allá abajo
en el escenario, menos como para detener la representación. Si acaso, un par de
actores mira hacia arriba. Tony salva otra vez a Gloria disparando desde el
escenario y atinándole al albino que tantos dolores de cabeza le ha dado a su amada.
El decorado de un navío desciende antes de tiempo con todo y los dos cadáveres
suspendidos entre las cuerdas. Estupefacción del auditorio entero. Hasta que su
santidad, quizás bastante corto de vistas como para detectar la presencia de la
muerte, empieza a aplaudir. El montón de paleros le sigue la corriente. No hay
que contradecir al santo padre. Tony ordena cerrar el telón para que él y
Gloria se reúnan detrás del mismo. Sin embargo, el persistente telón se levanta
otra vez (“¿no oye esos aplausos?”, le chilla el gerente del teatro al
tramoyista) para descubrir al elenco entero y a nuestra parejita dándose un
apasionado beso. El director de orquesta se hace el occiso al reconocer a la
rubia debilidad y, sobre todo, al observarle (sin binoculares) la insignia al
señor que tiene pegado a los labios: teniente, policía de San Francisco. Más y
más aplausos. Caravana oblige. Y, por
supuesto, también la cursilería de Barry Manilow oblige: and I’m ready to take
a chance agaaaaaain!
Créditos
en amarillo
Créase o no, esta porquería setentera fue
nominada a siete Globos de Oro. Por supuesto, no ganó ninguno y por eso lo que
sí se ganó fue un lugar al lado de ¿Quién
teme a Virginia Woolf? y El padrino
III como las cintas nominadas en el mayor número de categorías sin haber
ganado un miserable Globo. Tampoco el Óscar fue para Manilow. La carrera de su
director y guionista, Colin Higgins, se extendió unos años más. Dato que no
resulta curioso si agregamos que la película ganó cerca de 45 millones de dólares
en la taquilla estadounidense. Los suecos le encontraron el hilo negro y la
tradujeron en su idioma como La chica que
sabía demasiado. Higgins ya había escrito en 1971 el guión de Harold y Maude (Ruth Gordon, gloriosa), la
cual no le permitieron dirigir. Después de Juego
sucio, su ópera prima, sí logró dirigir Cómo
eliminar a su jefe (1980) y La casa
más divertida de Texas (1982). Sin embargo, murió a los 47 años a causa de
la epidemia del sida. A pesar de sus defectos y de ser un homenaje bastante
fallido a sus fuentes de inspiración, hay algo de ingenuidad en su hechura.
Para mí, Foul Play queda como el testimonio
de una época en que, gracias al innegable carisma de gente como Goldie Hawn y
Chevy Chase, Hollywood se podía salir con la suya sin tanta pirotecnia. Esos
tiempos maravillosos en que las cumbres de la comedia no eran personitas como
Seth Rogen o Amy Schumer.
—Juego
sucio (Foul Play, 1978). Escrita
y dirigida por Colin Higgins. Producida por Edward Milkis y Thomas Miller.
Protagonizada por Goldie Hawn y Chevy Chase.
El avance: https://www.youtube.com/watch?v=h9b-yEQ71Js