Exploración por el subcontinente fílmico


Mientras la mayoría de los palerillos de Hollywood se encuentran extasiados con las nominaciones al Oscar (yo, si acaso, solamente he visto una de las nominadas al premio principal y me pareció algo sobrevalorada), aquí ando fijando el ojo en una cinematografía que pareciera exótica para Occidente. Muchos podrán despreciarla por venir de donde viene o porque sus fórmulas les parecerán hasta cierto punto ridículas, pero si a taquillas vamos quizás mil cuatrocientas millones de personas no puedan estar tan erradas, ¿edá? Va pues:

 

Muchísima gente de este lado del planeta vio su primera película de la India cuando en la primavera del año pasado Netflix incluyó RRR en su catálogo. La primera vez que quien escribe este texto vio una cinta de ese país fue algo antes, hace casi veinte años, al encontrarme en un videoclub hoy extinto con Lagaan (hasta ahora también disponible en la mencionada plataforma de “contenidos” audiovisuales).

Si Lagaan: Érase una vez en la India (2001) logró aparecer entre los estantes de un videoclub lagunero a pesar de sus casi cuatro horas de duración, fue por haber sido nominada al premio Oscar de mejor película en lengua extranjera. Esto ocurrió a comienzos de 2002. La trama se centra en un grupo de aldeanos que, durante el siglo XIX, desafía a unos militares ingleses en su campo de batalla: un partido de críquet. Todo con el afán de que les perdonen unos impuestos abusivos durante tiempo de sequía. Tanto en RRR como en este caso, la historia se halla indisolublemente unida al pasado colonial del país. Los indios son buenos y los británicos, muy malos. La excepción del segundo grupo la encarna una bella y compasiva joven inglesa que decide enseñarles a los oprimidos cómo jugar al críquet y así darles una mínima oportunidad de vencer a los imperialistas en el partido. En el centro del reparto se hallaba Aamir Khan.

La carrera de este veterano actor se extiende ya durante algunas décadas. (Por cierto, no es él la única superestrella con este apellido común en India, hay otros dos actores más de mucho renombre e igual edad también apellidados Khan: Salman y Shahrukh). De estos tres Khan que conforman la era del mismo nombre en Bollywood, Aamir puede presumir frente a los otros dos de haber protagonizado una de las cinco películas indias más taquilleras: Dangal, la historia de un antiguo luchador que decide entrenar a sus dos hijas para que compitan en los juegos de la mancomunidad. En el caso de este proyecto, el actor se sometió a una transformación física estilo superhéroe de Hollywood. Además de actuar y producir, también se ha aventurado en los terrenos de la dirección. Por allá de 2007 codirigió Estrellas en la Tierra (o Taare Zameen Par), sobre un niño disléxico e incomprendido que sale adelante gracias a la ayuda de su profesor de arte (interpretado, por supuesto, por Aamir Khan). También sorprenden sus cambios de registro: véase, para el caso, Talaash: la respuesta está dentro de ti (2012) donde interpreta a un policía muy atormentado. Sin embargo, su último proyecto como protagonista, Laal Singh Chaddha o Corre, Laal, corre (un refrito de Forrest Gump), resultó un fracaso estrepitoso de taquilla. Por esta y otras razones, se habla de un cambio radical en la industria fílmica del país, una cuyos números de producción cinematográfica suscitan la envidia aun del propio Hollywood. Cómo alimentar, entonces, las ansias de ilusiones de mil cuatrocientas millones de personas.

Una aclaración: al hablar a lo largo de este escrito del cine de India, me refiero de manera exclusiva al producido allá. Es decir, con técnicos, casas productoras, cineastas y actores originarios de ese país. No me refiero a las historias que transcurren ahí, pero en las cuales estuvo al mando gente originaria de otras naciones, muchas veces de Occidente y otras pocas del más lejano Oriente. Los ejemplos de lo último aludido van desde Quisiera ser millonario (bajo el ojo clínico del británico Danny Boyle) hasta Tigre blanco (dirigida por el iraní-estadounidense Ramin Bahrani). De desearlo, la lista se extendería demasiado larga: El hombre que sería rey (1975), Gandhi (1982), Indiana Jones y el templo de la perdición (1984), Viaje a Darjeeling (2007), El exótico hotel Marigold (2011), Una aventura extraordinaria (2012), El último virrey (2017) y Hotel Mumbai (2018).


Durante un gran lapso, después de encontrarme con Lagaan, no recuerdo haber visto ninguna otra película de aquel lejanísimo país. Es posible que sí haya visto alguna y ya no la recuerde. Creo que fue así hasta que, allá por el año de su producción, le eché un ojo a En la morada de Vaikuntha (2020). Desde incluso antes de esta segunda incursión en el cine de la India, conocía bien los estereotipos bollywoodenses: la duración más allá de lo tradicional, los números musicales de magníficas coreografías e incluso los desafíos constantes a las leyes más básicas de la física. Entonces, viendo En la morada de Vaikuntha, entendí que la industria cinematográfica de India no es un todo (igual podría decirse, claro, de la de Estados Unidos) y que muchos en el mundo occidental siempre hemos confundido la producción nacional por entero con la industria denominada como Bollywood. O sea, la aspiracional asentada en Bombay y cuyo idioma preponderante es el hindi.

En la morada…, por ejemplo, no pertenece a esta omnipresente industria, sino a la de Tollywood, nombre designado para la competencia del sur de India, con films hablados en idioma télugu. La trama del largometraje podría remontarse a El príncipe y el mendigo de Twain. Bantu (Allu Arjun), el personaje principal, fue intercambiado al nacer y ahora, a los veintitantos años, ignora que su padre biológico es un magnate con una casototota. A pesar de sus carencias económicas, cuenta con varios atributos a su favor: es capaz de madrearse a quien se le ponga enfrente con una bufanda mojada desafiando las leyes más básicas de la física y ostenta un copete que pondría verde de la envidia a Fernando Colunga. La película contiene todos los elementos del cine masala (una especie de licuadora de géneros) y, a pesar de haberse producido en Tollywood, cualquiera podría confundirla con un producto de su principal rival a vencer en las taquillas indias, ese gigante del norte. Incluso en Netflix no se le encuentra en su idioma nativo, sino doblada al hindi. De nuevo, abundan los bailes y las peleas coreografiadas, los chistes visuales y la música para mover el esqueleto. Ni se diga la revelación catártica de secretos. Todo a lo largo de casi tres horas de duración. Se mezclan la acción, la comedia física, la romántica, el melodrama y el musical. En éste y en otros muchos casos, queda más que demostrado que quienes están a la vanguardia en cuanto a la manufactura de números musicales hace rato que se hallan en subcontinente indio y no en Hollywood. De este lado del mundo, el género se volvió trasnochado y ha dejado de tener ni tantita así de trascendencia. Sobre todo, entre las audiencias más jóvenes. (Ninguno de mis estudiantes de universidad interesados en el séptimo arte corrió al cine a ver el refrito spielberguiano de Amor sin barreras, por ejemplo). Quien piense que acabo de cometer un despropósito con aquella afirmación, échele un ojo al video de la canción “OMG Daddy”. Por su tono aspiracional, su afán de evitar un ápice de sordidez y ni se diga de rehuirle a cualquier ayuntamiento carnal sin recato alguno, una película de la India como En la morada de Vaikuntha se convierte en la función de cine idónea para compartir con cualquier miembro de la familia, desde los más jóvenes hasta los más añosos. Como el viejo y añorado Hollywood de la época del código Hays.


No así en el siguiente caso, de vuelta en Bollywood y con un film hablado en hindi. No así porque a más de uno se le pondrán los pelos de punta. Porque también dentro del marco restrictivo de este tipo de cine, se empiezan a abordar temas considerados desafiantes frente al peso inevitable de tradiciones milenarias. Porque, desde de En la morada de Vaikuntha, India se convirtió en mi país de preferencia para explorar el cine de otras latitudes. Me refiero entonces a Historia de amor en Chandigarh (2021). Y que se me perdonen los espóilers porque forman parte esencial de lo que intento destacar. Ésta podría parecer la manida historia de “chico-conoce-chica”. Aunque haya un elemento poco común en las comedias románticas de este país o incluso del nuestro (¿o de cualquiera?). Por primera vez en el amartelado género de las rom-coms (por cómicas y por comerciales) de la India, el personaje femenino protagónico es una mujer trans. No así la actriz que la interpreta: Vaani Kapoor. De esta forma, en Historia de amor en Chandigarh, el galán de la pareja (Ayushmann Khurrana) es un levantador de pesas (con manbun incluido) que, junto con dos hermanos gemelos babosos que dan la nota chusca, está a cargo de un gimnasio. Maanvi (Kapoor), la nueva instructora de zumba, le llama poderosamente la atención. Empiezan a salir juntos y a enamorarse. Pronto, el secreto estilo Juego de lágrimas suscitará un escándalo mayúsculo en esta sociedad de Chandigarh, todavía aferrada a sus valores tradicionales. No se diga en las hermanas del galán. A pesar de lo anterior, se sabe desde el inicio que la pareja logrará vencer todos los obstáculos, desde los propios hasta los ajenos. Estamos ante una rom-com, después de todo.

Otro paréntesis: entre Bollywood y Tollywood no termina el complicado asunto de la cinematografía de la India. También hay un Kollywood (el del idioma tamil). Éste seguido de Pollywood (punyabí), Sandalwood (canarés), Mollywood (malabar) y hasta un Chhollywood que uno pensaría que corresponde al de las telenovelas de Televisa o de Azteca, pero no. Se trata de la industria fílmica de la India central. Y en época de transformación se habla de cintas que apelen a una audiencia general. De ahí que, por ejemplo, en Netflix aparezca la misma película india una y otra vez, aunque doblada a algunos de estos diferentes idiomas. Estamos, cuando lleguemos con RRR, ante el ahora denominado pan-indian film.


La lucha a favor de los derechos de las mujeres se enmarca en el mismo formato y los miedos a tocar temas como la división de clases, la pobreza extrema o la prostitución, se van dejando paulatinamente atrás. No todos en la India son señores forjados entre esteroides y gimnasios ni mujeres con pinta de supermodelos ni la población entera vive en mansiones de lujo con acabados alusivos al Taj Mahal, como ya lo demostró Tigre blanco. Ahí está también Gangubai Kathiawadi (2022), rodada todavía con resabios del cine masala, aunque también con la intención de contar la biografía de quien le da título a la película. Este es el periplo, contado en forma de epopeya, de una mujer que se convirtió en la líder indiscutible de la zona roja de Bombay durante la década de los 60. El comienzo no podría ser más chocante: una niña de catorce años está siendo preparada para prostituirse. Ante el rechazo al abyecto oficio, su madrota manda llamar a Gangubai Kathiawadi (Alia Bhatt). Gagu le cuenta que algo similar le sucedió a ella. Era de buena familia y quería ser actriz de Bollywood. Su novio la convenció de viajar a Bombay para después vendérsela a un burdel por mil rupias. Mientras transcurre el recuento de sus desdichas y de cómo logró sobreponerse a ellas, en el trasfondo de la zona roja de Bombay aparecen los afiches de muchas estrellas a las que no puedo reconocer. Incluso la referencia a Dev Anand, la estrella favorita de Gangu, se me escapa por completo. Será el Pedro Infante de allá, me digo. Al mismo tiempo, la protagonista es sometida a las peores bajezas. Su ascenso, sin embargo, dentro de los confines de la zona roja, será meteórico.

La primera canción no aparece hasta pasados los cincuenta minutos y una vez que comienza a perfilarse la historia de amor de Gangu con el sobrino de un sastre. Luego de triunfar ante Razabai (una persona no-binaria, por cierto) en las elecciones de la zona roja, irrumpe el número musical “Dholida” donde las sexoservidoras danzantes se embriagan con los ritmos del tamborilero. Gangubai, de sari blanco y diente de oro, al centro de la coreografía. Está de fiesta. Es feliz. Acaba de triunfar. Les dará una mejor vida a todas estas mujeres que la rodean. Y, sin embargo, al agonizar las notas de la canción, su cuerpo se vuelve cada vez más exangüe, como si los golpes de la vida se manifestaran y salieran a la luz detrás de la coraza de la mujer luchadora. La escena de mayor conmoción lagrimógena se da cuando Gangu hace una llamada a su madre luego de doce años de no tener contacto con ella. Más tarde, el momento apoteósico llega con un discurso de cinco minutos ante los líderes de la comunidad. Aquí Gangu reclama respeto para sus colegas en el sexoservicio, educación para sus hijos e hijas, así como la legalización del oficio más antiguo del mundo. Gangubai Kathiawadi fue de las mejores películas que vi en 2022, pero no logré encontrarla en ningunas de las listas de los críticos paleros de Hollywood.

Si este tipo de temas menos amables interesan a algunos de mis inexistentes lectores, tampoco resultan experiencias despreciables los ejemplos de Pad Man (2018) y de Felicitaciones por la boda (2022). Y, volviendo al portento de Gangubai Kathiawadi, si la actriz Alia Bhatt logra llevar sobre sus hombros con mucha dignidad la película entera, no será el mismo caso con el siguiente crédito en donde solamente se vuelve pieza ornamental para uno de los dos intrépidos protagonistas (esa novia que aparece unos cuantos minutos y, claro, en el número musical del cierre: “Sholay”). No es de extrañarse: para convertir RRR en una película verdaderamente pan-india, se requerirán nombres conocidos tanto de Tollywood como de Bollywood. En ambas producciones podremos encontrar entre el reparto al veterano Ajay Devgn, otra celebridad de la industria más poderosa.


Llego entonces a la cereza del pastel: esa dichosa cinta que tantas personas han visto alrededor del mundo gracias a su distribución global a través de Netflix. Las tres “R” de RRR (2022) significan Rise / Roar / Revolt. Una excusa tonta que surgió de un hashtag en Twitter que anunciaba el proyecto y además reunía las iniciales del director y de los dos actores principales. Es decir, S.S. Rajamouli, Ram Charan Teja y N.T. Rama Rao Jr. De nueva cuenta, como en Lagaan veinte años antes, los villanos de la historia son los bloody English. De nueva cuenta, habrá una inglesa de la aristocracia que le hará ojitos a uno de los dos héroes. Algo que seguramente desconcertará (y al mismo tiempo fascinará a la audiencia de Occidente), será la presentación de estos dos personajes principales. Si en la película precedente se idealizaba bastante la figura de Gangubai Kathiawadi, acá el punto de partida serán dos revolucionaros opositores al colonialismo inglés que nunca se conocieron. Ramajouli, a la usanza de Tarantino en Bastardos sin gloria, se imagina que sí. ¿Por qué no? Para sorprender a la audiencia, habrá que hacerle manita de puerco a la historia. De paso, para colmo de idealizaciones, los transforma no en héroes, sino en superhéroes. Por algo la gringada se ha puesto bien loquilla con RRR. Qué cosa tan más chida ésta.

No resulta tan sorprendente para las audiencias de la India, acostumbradas a este tipo de fuegos artificiales y quienes sí vieron La leyenda de Baahubali (El origen y La conclusión, 2015 y 2020), obras monumentales de Tollywood también firmadas por Rajamouli. Quien, como su más inseguro servidor, se haya chutado las cinco horas y media de Baahubali no se sorprenderá para nada ante el carácter inverosímilmente épico contenido en la filmografía de este director nacido en Manvi. Si se juntan ambas partes de BaahubaliEl origen y La conclusión, quizás nos encontremos ante uno de los flashbacks más extensos en la historia del cine porque dicha mirada retrospectiva hacia el origen familiar del joven héroe es de aproximadamente tres horas (otra película entera, pues).

RRR es principalmente una cinta de acción de alto presupuesto repleta de anacronismos y una de las experiencias cinematográficas más divertidas para mí durante 2022. En un inicio, los dos revolucionarios se convertirán en amigos y luego, en rivales. De momentos espectaculares están plagadas las tres horas de Rise Roar / Revolt. Sobre todo, cuando Rama Raju (Ram Charan Teja) se lanza a la caza de un revoltoso entre una turba y logra, a pesar de la multitud que lo rodea, capturarlo. O cuando Bheem (N. T. Rama Rao Jr.) asalta el bastión de los ingleses acompañado de una manada de animales salvajes. Eso sí: los animales generados por computadora (de los cuales se nos dice, desde una advertencia del inicio, que “ningún animal fue maltratado…”) son bastante cuestionables. Sobre todo, cuando Bheem lanza un leopardo enterito por los aires contra algún enemigo. No nos olvidemos de la pareja de ingleses malosos, los causantes de todo el lío por haber secuestrado a una niña de la aldea de Bheem. Estos villanos son interpretados por Ray Stevenson (Los tres mosqueterosThor) y Alison Doody (irreconocible luego de tantos años de haber participado en una de las cintas de Indiana Jones). Y, entre tanto, el increíble y sorprendente número musical de “Naatu Naatu”. Lo único que Hollywood se dignará a premiar del Tollywood de RRR será esta canción y párenle de contar. Esto quizás ante la fuerte campaña de Rajamouli en los Estados Unidos, pero además ante los reclamos constantes de la pobrecilla audiencia estadounidense que se lamenta de por qué las películas de su país no pueden parecerse un poco más a una cinta como RRR. Y no les falta razón. Si otros números musicales del cine indio sorprenden, el de “Naatu Naatu” es para alucinar.

No me extiendo aquí en por qué RRR se convirtió en un fenómeno global. Hay muchos video-ensayos en YouTube de centenares de millennials y de centennials gringos que intentan explicar el gran misterio del atractivo del más reciente film de Rajamouli para las audiencias que se encuentran más allá del subcontinente. Solo me resta decir que gracias a éstas y otras tantas películas de la India, me he entretenido bastante y he logrado superar ese primer choque cultural que representan para un espectador de Occidente. Por su accesibilidad en el catálogo de Netflix, pienso seguir explorando la filmografía de ese país. Sin embargo, mi mayor tarea pendiente consiste ahora en regresar a la fuente y explorar, sobre todo, la obra de uno de sus pilares: Satyajit Ray. Ésas, sin embargo y por ser “clásicas”, no se hallan en la multicitada plataforma.


Nota: la mayoría de las películas de la India mencionadas en este texto se pueden hallar en Netflix, con la excepción de la primera parte de La leyenda de Baahubali (HBO o, en su defecto, YouTube).