Porquerías que vi de chiquillo (XI)

House of the Long Shadows (1983) fue una de las películas que vi más veces seguidas cuando era un pubertín taciturno, algo triste y todavía aficionado a las cintas de misterio. Sin embargo, no se hallaba incluida en aquel compendio fílmico de Terror in the Aisles (1984) porque, para empezar, era británica y, en segundo lugar, porque era clasificación PG. Nada de gore ni desnudos. Apta para todo público, tal como lo fue aquel producto audiovisual de la casa Disney con Lynn-Holly Johnson, aquél de título Ojos en el bosque (1980). Es decir, horror casi inocuo y únicamente para chincuales. Para entonces (estoy hablando de los 11 o 12 años), yo ya había aprendido a piratear cintas de video del formato Beta al VHS. No para vender en el centro de la ciudad, obvio, sino para el consumo propio e ininterrumpido de imágenes. Incluso, diría, consumo patológico. Por compulsión, tenía que ver algunas películas una y otra vez. Sin parar. Tal vez fue en un Videocentro que se ubicaba sobre el Paseo de la Rosita de Torreón, Coahuila en donde me rentaron La casa de las sombras de Pete Walker. Qué mal que no fuera Alarido o Suspiria. Ignoraba por completo quiénes eran esas viejas glorias del cine de terror gótico, inglés y hammeriano, aunque quizás sí reconocí al malo de La guerra de las galaxias (no a su esbirro, Darth Vader, sino a Peter Cushing). Pero quizás lo que me enganchó a la historia fue que el protagonista se dijera escritor porque yo también quería convertirme en uno para entonces. Oh, ingenuidad de ingenuidades. Y ésta es una de las porquerías en donde abundan. De todo tipo: gritos destemplados, truenos, centellas, ahorcamientos, vino envenenado, hachazos y hasta un asesinato por vitriolo con todo y carnita chamuscada. La clasifican como una comedia de terror. Sin embargo, mi ingenuidad me impidió verle ni de lejos los tintes cómicos porque deliraba por las telarañas, los relámpagos, las mansiones tenebrosas y los homicidios más pintorescos. Y vaya que me tomaba todo eso muy en serio. El tiempo lo destruye todo. Incluso cierta inocencia. En esta entrada va un programa doble de imponentes mansiones: La casa de las sombras y Reflejos del miedo (1972). O al revés si me atrevo a seguir el orden cronológico de su producción:


Reflejos del miembro o A Reflection of Spear

Antes del ya multicitado film, el más visto por mí en las remembranzas de este texto, acudo a esa otra selección memorable del aquel Videocentro, una cinta que no se queda a la zaga en esto de los horripilantes lugares comunes de los historias góticas. Reflejos del miedo (A Reflection of Fear, 1972) arranca con un vuelo de gaviotas que quizás en aquella época tan lejana de la pubertad me habría remitido al entonces muy de moda delgado volumen de Juan Sebastián Ídem (un profe de español me lo había regalado como premio de consolación por haberme sacado el segundo lugar en un concurso de ortografía en la secundaria). Creo conservarlo en mi biblioteca. No lo sé con certidumbre porque no he releído la obra de Richard Bach desde entonces. Ni falta que me hace. Regresando a la trama de A Reflection of Fear, Marguerite (Sondra Locke), una adolescente de entre 16 y 17 años, se encuentra aislada del mundo en la casona familiar que comparte exclusivamente con otras mujeres: su madre, su abuela y una criada. De piel blanquísima y casi albina, cabellera rubia, complexión muy delgada, ropa aniñada y voz casi inaudible de tan finita, Marguerite no mantiene interacción social con casi nadie. Una barrera de protección se erige impenetrable entre su hogar y el resto del mundo. Se da a entender que la trama transcurre en el este de Canadá. Como ciudad cercana e importante se menciona la capital de la Isla del Príncipe Eduardo (Charlottetown) y en otras ocasiones se hacen referencias a las metrópolis de Toronto y Montreal. En este paradisíaco sitio junto al mar o a un lago, la protagonista vive rodeada de vegetación abundante, “flores que florecen” (diría en trastabillante español una canción de ABBA) e innumerables jaulas de donde emanan los cantos de los pájaros. La paz habitual de esta familia de mujeres se ve amenazada por dos presencias masculinas: una oculta, representada por Aaron, el muñeco o amigo imaginario que suele cobrar “vida” en la recámara de Marguerite, y, por otro lado, la anunciada. Es decir, Michael (Robert Shaw), el padre que vuelve tras demasiados años de ausencia y abandono.

Dentro del relato de Reflejos del miedo, poco sutiles resultarán las alusiones machaconas al pensamiento freudiano. Michael, cual Enrique VIII en El hombre de dos reinos (hasta el mismo rostro presenta), viene en busca del divorcio y quizás sí para reconectar con su hija, pero la madre y la abuela de nuestra heroína no están dispuestas a permitirle al macho abandonador que se case con su nueva novia (Sally Kellerman, la “Hot Lips” de M.A.S.H.). Y Marguerite, por su cuenta, no quiere bajo ninguna circunstancia dejar ir al padre, a quien, por cierto, recibe con un besote en la boca. Tras tan fogoso rencuentro entre Michael y su hija, Marguerite será comparada con una planta carnívora. Así lo menciona en algún momento Anne, la actual novia del Michael. A diferencia de como se verá con La casa de las sombras, la mansión de este relato por lo regular se fotografía generosamente iluminada con una excepción: la recámara de la protagonista. La madre y la abuela de la joven han rodeado su propiedad con un cinturón de castidad invisible a través del cual no debe filtrarse ningún elemento masculino. Menos si se habla de uno erguido. La chica ha crecido aislada, como el benjamín de los Grisbane (ya se leerá más adelante por qué), flanqueada de extensas hileras de muñecos antiguos así como obsesionada con las diferentes formas de reproducirse de los seres vivos del planeta. Un diálogo sincero sólo lo entabla con Aaron. Aunque, cada vez que ella lo maltrata verbalmente, él le replica con alguna maldad (¿verdadera o imaginaria?), cual niño berrinchudo: destruir sus flores, burlarse de su padre, incluso asesinar tiernamente a su abuela y a su madre. Esta última a palazo limpio. Así es: el homicido está incluido entre algunas de dichas linduras. Hay referencias a su cayado (de nuevo, no nos abandones, dear Sigmund). Lo extraño es que en ocasiones Aaron aparece como un muñeco flácido y en otras, como una figura de carne y hueso a la cual, de manera sospechosamente fortuita, nunca le vemos el rostro.

El giro de tuerca como para poner los pelos de punta aparece muy al final de esta cinta cuya fotografía (todo visto a través de un filtro nuboso) llega a convencerlo a uno de que se volvió miope. William A. Fraker se sube a la silla del director, años después de encargarse de la cinefotografía de Rosemary’s Baby. Tápense los oídos, “estimades” lectores, para este mega-espóiler: resulta que la protagonista —por más inverosímil que parezca siendo interpretada por la finita, rubia y delgadísima Locke— es un muchacho. Algunas lecciones del gender-bender de diferentes personalidades aprendieron de Psicosis los productores de esta bazofia. Al menos, con Reflejos del miedo, no habrá un largo discurso de un psiquiatra al final como en la película de "Hitch". La cinta llega a su fin mientras se escucha el eco del pasado en voz de una enfermera que afirma que el bebé de esta familia nació varón. Después vendrán otros films del mismo género con un giro similar, el del cambio de sexo: Vestida para matar o Juego de lágrimas. Al ver de nuevo a Locke, después de tantos años de no darle una repasada a esta cinta, pienso en su muerte en 2018 y cómo tal vez, si le hubiera tocado vivir en esta época, habría podido destacar más como actriz y directora. Esto, evidentemente, lejos de la sombra de un tal Clint Eastwood.


La casa de las momias o House of the Long (In the Tooth) Shadows

¿Por qué no continuar con digresiones si aquí no hay editor que limite los caracteres y uno puede liberarse escribiendo toda sarta de pendejadas? Hablando de múltiples y atemorizantes sombras, otro film en VHS o Beta que formó un programa doble involuntario con la tan pospuesta de los cuatro grandes del horror hammeriano fue House of the Dark Shadows (1970) (dependiendo del país de Hispanoamérica titulada ya sea Sombras en la obscuridad o Sombras tenebrosas). Sí, es la historia de la cual Tim Burton haría un refrito en 2012. Sin embargo, yo no tenía ningún conocimiento de la tele-serie Dark Shadows (1966-1971) centrada en Barnabás Collins, el verdadero vampiro canadiense, así que la vi como un historia aislada de chupasangres. Ahora sí, demasiado posponer esto, que las sombras no son o(b)scuras, sino largas y bastante añosas.

Al comenzar la siguiente historia con cargados tintes góticos, estalla la música ominosa con un fondo negro. En ese fondo irán apareciendo los créditos de la gran porquería, el plato fuerte del presente texto. Éste constituye el equivalente melódico del viento arrasador y los truenos estremecedores que esperan más adelante en el recorrido de la cinta por los carretes del videocaset. En La casa de las sombras, Kenneth Magee (Desi Arnaz Jr.) es un escritor estadounidense que llega a Inglaterra para realizar varias presentaciones de su libro. Por cierto, titulado La mentira y como portada un dibujo de la Estatua de la Libertad desnuda. ¿Serían profetas quienes idearon esta imagen, tanto que podría haber sido en extremo pertinente para la era Trump? Sam, el editor de Magee, siente nostalgia por novelas como Cumbres borrascosas y el gringo, con un cinismo tan exacerbado como inauténtico, le afirma que él sería capaz de escribir una novela así de pesimonónica y sentimental en solamente 24 horas. Los dos hombres hacen una apuesta de veinte mil dólares. Para ello, Magee debe tener la atmósfera adecuada y Sam lo conmina a ir a Gales a una mansión de nombre de imposible pronunciación (a juzgar por su forma de escribirse en galés: “Bllyddpaetwr”). Es decir, “Baldpate Manor”. Bien, al menos no se llamaba, como cierto pueblo de ese mismo país, Llanfair­pwllgwyngyll­gogery­chwyrn­drobwll­llan­tysilio­gogo­goch. Éste es un nombre verdadero. Cierto. No es ninguna broma. Atrévase a googlearlo, amable lector/a. De esta forma, comienza la jocosa aventura del héroe.

El recorrido por la campiña galesa poco a poco se transforma en un paisaje típico de cinta macabrona: noche, lluvia, centellas y relámpagos. Una pareja estereotípicamente inglesa se queja de lo horrible e incivilizada que es la gente en Gales, de que no tienen ni idea de cuándo pasará el tren por ellos, de que no se respetan los horarios en esos territorios de gente bárbara. Una anciana con pinta de adefesio que cojea y desaparece le trae sazón a la escena, seguida del estereotípico jefe de estación galesa que le indica al autor cómo llegar a la mansión advirtiéndole, por supuesto, que está abandonada y maldita. “Sí, muchas gracias, yo también vi la película”, le responde con toda su chabacanería de gringo. Una vez concluido el desplazamiento, recorrida parte de la casa, instalado el escritor en una habitación y listo para ponerse a escribir, inician las interrupciones. Primero, un par de ancianos que se identifican como veladores de la casa. En segundo lugar, tras un divertido zarandeo, la vieja coja de la estación que resulta ser —debajo de la peluca, la máscara y la capa de utilería— la despampanante rubia que llamó su atención en el restaurante donde se concibió la apuesta. “Bienvenida a La mansión de la medianoche. Es el título de mi nueva novela si es que termino de escribirla en algún momento”, anuncia Magee. Sé de un escritor lagunero que se llevaría muy bien con él. La mujer se identifica como Catherine DeCourcy (supuesta espía internacional estilo James Bond que le advierte que corre un gran peligro) y luego se hace llamar Mary Norton. Según ella, secretaria de su editor. Esta primera pista ayudará a vislumbrar los sorprendentes giros de tuerca del desenlace. Los veladores y ella, sin embargo, no encarnarán el único obstáculo para la escritura —prueba de que más le vale a un escritor convertirse en ermitaño para muy apenas poder emprender sus proyectos. Más personajes con la llave de la mansión se irán agregando a esta velada inusual: Peter Cushing con un falsísimo acento germano-escandinavo-neerlandés, Vincent Prince como el antiguo heredero de la casona (uno casi se orina de la risa cuando le calla la boca a Magee afirmando: “No me interrumpa durante mi soliloquio”) y hasta Christopher Lee alegando ser el próximo comprador de la propiedad, el señor Corrigan. Nada de colmillos en su caso, empero. Aunque quién sabe si en algún momento de la velada le crezcan. A partir de aquí empieza la andanada de secretos, cuyas revelaciones se producirán una tras otra como en un acto de magia y que a aquel espectador puberto e ingenuo que era yours truly lo dejaron sobrecogido, patidifuso y maravillado. Después de todo, mi experiencia con el género gótico se limitaba a unos cuantos relatos de Poe que escuché leer a mi hermana en la más tierna niñez.

Para la mitad de la película y gracias a los malhechos retratos de una galería, nos enteramos de que todas las momias, excepto Lee, forman parte de una misma familia aristocrática de rancio abolengo que han atestiguado cómo la gloria de antaño ha minado hasta tornarse decaimiento y telas de araña. Todo sacado de un relato del ya mencionado autor de Nueva Inglaterra, ese señor pesimonónico, atormentado y dipsómano al cual el grupo Carmín le rindió este bello homenaje en los años 80. Los veladores son en realidad el patriarca (Carradine) y su hija solterona. De Victoria (Sheila Keith), recordaba a la perfección la escena en que toca en el piano algo de Verdi (gracias a los subtítulos en español, me percaté de la existencia de un verbo extrañísimo: “languidecer”). Como en todo relato gótico que se precie de serlo, la familia Grisbane guarda un secreto terrible. Para colmo, de carne y hueso, confinado a una de las torres de la mansión y casi en estado licántropo. Por qué. Bien simple: Roderick, el benjamín de los Grisbane, “sedujo” a una villana (en el sentido más antiguo de la palabra), la embarazó y la asesinó. Para salvaguardar el honor del clan, al menor de la familia aristocrática se le juzgó intramuros y la sentencia consistió en encerrarlo durante cuatro décadas (¿de aquí habrán sacado el final de El secreto de sus ojos?) en una torre polvorienta, infestada de ratas y de juguetes viejos y agusanados. Esa medianoche el calendario marcaba el día de la liberación. La puerta abierta de la torre y una risa macabra rectificará lo anterior para pronosticar, más bien, el momento de la venganza de Roderick. O “Godeguick”, como diría Peter Cushing. (“¡Godeguik sigue vivo!”: este grito es uno de los momentos más hilarantes del film).

Mientras tanto, la apuesta de Magee con el editor, bien gracias. Así, uno a uno, todos los Grisbane irán cayendo. Cada miembro de la familia se topará con una forma diferente de ser ejecutado. Hasta los dos inocentes inglesitos de la estación se cuelan a la fiesta mortal y, tras haber ventilado sin ningún pudor sus desavenencias conyugales, terminan muy mal: ella deformada y difunta por el ácido en el agua y él, apenas cuando se echaba sus lágrimas de viudo-cocodrilo, emponzoñado con una bebida. El efecto resultó mucho más relajante de lo deseado, por cierto. Se sabe de antemano que los contados supervivientes se separarán. Habrá un pasadizo secreto y se producirá la anagnórisis con el retrato no revelado de la galería. Ay, Dios: el señor Corrigan (Lee) es en realidad “Godeguick”, el asesino maniático, y el primogénito (Price), el verdadero seductor de la aldeana y quien cometió el pecado original de los Grisbane. Esto da pie a que Lee se transforme en homicida vengador de ojos desorbitados y empuñe un hacha medieval. Habría estado de antología que le crecieran los colmillos. Una vez descontado el pobre Price, el pecador original, Lee irá tras la damisela rubia en peligro y le dará la oportunidad al escritor-protagonista-héroe para que salga del pasadizo y la salve. El asesino caerá por la escalera con tal mal tino que se clavará el arma en el pecho.

Esto no es todo. Oh, (segunda) sorpresa: todos los difuntos se levantan de sus lechos de muerte como en película de Romero y se presentan en el recibidor de la casa ante los ojos atónitos de Magee. La risa macabra, aunque sonaba igualita a la de Christopher Lee, era en realidad la de su editor que sólo buscaba distraerlo para que no escribiera la novela de los veinte mil dólares (¿habráse visto antes un libro tan cotizado?). Seamos sinceros: entre rentar la mansión, decorarla con telarañas y polvo falsos y contratar a tanto actor vetusto y desempleado, ¿no se le habría ido al ingenioso Sam gran parte del monto de la apuesta? Si esto no fuera suficiente, la cinta les otorga a sus espectadores otro dedo medio: el tercero. Nada de lo visto fue realidad. La imagen de una reunión amistosa “post-farsa” se disuelve para presentarnos a Magee terminando de escribir su novela. En esta mansión nunca hubo largas sombras. Todo lo visto fue sólo parte de la desbocada imaginación literaria de Kenneth Magee. El epílogo relatará cómo el escritor, tras recibir su cheque, se encuentra (de verdad) con la guapa rubia (Julie Peasgood, actriz a la que nunca más volví a ver hasta la mini-serie Years & Years). Nada más ficticio que retratar a alguien de esta profesión como rico y exitoso en el amor. Un último chistorete con Price como mesero cerrará el telón.

Ésta sería la única vez en que los cuatro grandes del horror hammeriano compartirían pantalla. Años antes —así es la magia del cine— Cushing habría muerto en la Estrella de la Muerte y algunos estudios tan osados como codiciosos revivirían décadas más tarde una versión digital de su rostro en Rogue One: Una historia de Star Wars. Ahí, sí, de veras volvería a inspirar miedo. Price, con quien casi compartía cumpleaños Cushing (hay diferencia de un día entre el 26 y 27 de mayo), dejaría este mundo en 1993. Con quien sí podía celebrar su cumpleaños Price era Lee y él les sobreviviría a ambos (y evidentemente a Carradine quien en La casa de las sombras daba sus últimos estertores: corre la historia en IMDB de que incluso en una escena se quedó profundamente dormido). De esta forma, Lee logró participar como Saruman en la trilogía fílmica de El señor de los anillos. Hubo otras reuniones memorables, aunque no de todos ellos. ¿Cómo olvidar a Cushing y a Lee juntos en aquella joya del horror setentero y peninsular de Eugenio Martín (mejor conocido como Gene Martin), la titulada Pánico en el transiberiano? Ésta la vi varios años después y, aunque usted no lo crea, en canal 22. Estar juntos en una sola cinta, eso sí, les valió a los cuatro grandes un premio conjunto en Sitges. ¿Y quién se acuerda ahora del pobre y entonces joven y lozano Desi Arnaz (hijo)? Fuera de interpretar a su propio padre en Los reyes del mambo… Mejor ni hablar.

Una última nota al pie: buceando el internet por la escritura de este texto me entero de que, allá por el primer tercio del siglo XXI, se realizaron varias versiones fílmicas de esta historia con un título homónimo al de la novela y la obra teatral de origen: Seven Keys to Baldpate. Uno piensa que llega a un territorio inexplorado y no es así, menos cuando se trata del período inicial del cine. En esta película muda, el inicio y el desenlace son muy parecidos a La casa de las sombras. Sin embargo, el desarrollo de la trama varía bastante incluyendo una compañía de ferrocarril, una caja fuerte, una fortuna para sobornar a un político corrupto, varios balazos y una posada bastante ruidosa (esto, por tratarse de cinta muda, tendré que imaginármelo).

Quién puede entender los recovecos de la memoria. No me costó ningún esfuerzo rencontrarme con estas dos películas. De hecho, seguía recordando con fidelidad algunas escenas de ambas y, sobre todo, el giro de tuerca de cada una (en la primera, lo del gender-bender y en la segunda, las bromas meta-cinematográficas de realidad e irrealidad). Esto, a pesar de no haberlas visto desde aquella época ya tan lejana. Algunas películas —y hasta algunas personas, debiera agregar— tuvieron que haberse quedado en aquel sitio tan distante que es el pasado y dentro de aquel oscuro marasmo que conforma el olvido.

 

Reflejos del miedo (A Reflection of Fear, 1972). Dirigida por William A. Fraker. Producida por Howard B. Jaffe. Protagonizada por Sondra Locke, Robert Shaw y Sally Kellerman.

La casa de las sombras (House of the Long Shadows, 1983). Dirigida por Peter Walker. Producida por Yoram Globus y Menahem Golan. Protagonizada por Vincent Prince, Christopher Lee, Peter Cushing y Desi Arnaz Jr.


A continuación, dejo los enlaces a ambas cintas. Se encuentran en estos sitios con imagen de muy mala calidad y sin subtítulos en español, pero ahí estarán hasta que los derechos de autor lo permitan:

https://www.youtube.com/watch?v=9b_Xxl5JdYg

https://www.dailymotion.com/video/x1x6uxh