Ya lo comenté en
esta otra entrada de hace algunos años. La primera vez que vi una escena de Twin Peaks fue en abril de 1990. En esa
escena aparecía el personaje de Audrey Horne bailando al son de una música
enervante (“enervante” en el sentido original de la palabra, claro). “¿No es de
ensueño?”, le pregunta a Donna Hayward y, sin importar quién la mire en la
cafetería de Norma Jennings, la hija del magnate del pueblo se pone a bailar en
cámara lenta. No imaginé entonces que unos meses después me volvería adicto a
la serie. Tanto que corearía aquello de “Through
the darkness of future’s past…” una y otra vez. Tanto que mi sensación de
aislamiento adolescente se magnificaría por no conocer a ninguna persona de mi
entorno que tuviera una mínima noción de quién era Laura Palmer ni mucho menos
de quién podría ser su asesino. A un escaso mes de mi vuelta al terruño y tras
varios años de vivir en otras latitudes, la promesa del baile de Audrey Horne
vuelve a cumplirse cuando suben la parte 16 a Netflix el lunes 28 de agosto de
2017. Veintisiete años me separan de aquel chavillo que no sabía ni lo que veía
en la televisión aquel abril de 1990. Y si veinte no son nada, según proclama
el tango, veintisiete tampoco. Va esta última entrega en la cual se mezclan el
éxtasis y el horror.
Parte
16:
La búsqueda del señor C parece querer llegar a su fin. La imagen del camino aluzado
por los faros de su camioneta se compone casi idéntica a la que nos presentó al
personaje maligno durante la parte 1. Ahora no va hacia su destino solo. Lo
acompaña el vástago engendrado con Audrey Horne. Y le será de mucha utilidad.
Se dirigen al lugar hacia donde apuntan las coordenadas. Al menos, las dos
series de números que sí coinciden, las de Ray y Jeffries. Richard ignora que
se convertirá, como en pasaje bíblico, en sacrificio para salvar la vida de su
maloso progenitor desconocido. A lo lejos, el tío Jerry observa el destello de
su muerte. Y eso muy apenas porque está tan drogado y perdido que no atina a
usar correctamente sus binoculares. “Adiós, hijo mío”, se despide el señor C
luego de que Richard quede pulverizado por la electricidad. Le tendieron una
trampa y ahora sí, con la certeza de qué coordenadas son las correctas, el
Cooper malo se dirige hacia su verdadero destino.
Mientras Hutch y Chantal vigilan su casa,
Dougie-Cooper se halla dormido en un hospital de Las Vegas. Igual al comienzo
de la temporada 2. Sólo que aquí lo acompaña su familia adoptiva y su jefe de
la aseguradora. Los mafiosos y sus conejitas se van a abastecer la casa de
Dougie de más regalos caros. Para buena suerte de Cooper, un contador polaco se
descuenta a la pareja de asesinos y la violencia desbocada (Hutch y Chantal
terminan con tantos agujeros de bala como Bonnie y Clyde) da pie a la paradoja
de que uno de los mafiosos se pregunte qué tipo de barrio es ése. En un momento
en que la familia y el jefe lo dejan solo, Cooper por fin despierta y es el
mismo de la serie original. Atrás dejó al Dougie catatónico. Gracias a su
conexión a larga distancia con el Black Lodge, intercambia con Gerard una
semilla dorada por el anillo verde. Cuando Janey-E, Sonny Jim y Bushnell
regresen a su habitación, se sorprenderán de hallar a un hombre muy diferente
en su actitud. Cooper manda a sus nuevos hijo y esposa por el carro, le pide a
Bushnell su revólver y a sus amigos mafiosos, tenerle listo un avión. Empieza a
escucharse la música de entrada del programa. Y al afirmar Cooper que él es el
FBI, todo es perfecto. Éste es el regreso tan prometido por el subtítulo de
esta tercera temporada de la serie. No se necesita ser un genio para adivinar
hacia dónde se dirige el agente Dale Cooper. Tanto posponer su despertar, tuvo
su recompensa.
“Falling” de Angelo Badalamenti se
interrumpe de repente con el texteo del señor C a Diane Evans. En cuanto la
infiltrada le envía a su cómplice las verdaderas coordenadas (las del brazo de
Ruth), se levanta de la barra para dirigirse al cuarto de los agentes del FBI.
Antes de que intente balacearlos, les cuenta la historia de cómo el Cooper malo
la besó, la violó y la llevó a la tienda de conveniencia. No quedará duda de
que esta Diane es una “tulpa”, una doble manufacturada. “¡No soy yo!”, exclama
sumida en la desesperación. Al mencionar ella la comisaría de Twin Peaks, me queda
claro de que la verdadera Diane Evans está ahí y es, en realidad, Naido, la
mujer asiática de las plastas en los ojos y los gemiditos. No por nada, una vez
quitando la “o” del final y leyendo el nombre al revés, se convierte en “Dian”.
De ahí la necesidad de protegerla. La impostora se enfrenta a las armas de
Tammy y Albert. Antes de que la alcancen, sin embargo, será teletransportada al
Black Lodge para convertirse en la otra semilla dorada. Ahí le lanzará un
último “fuck you” al manco Gerard.
En el casino de los Mitchum se da la
emotiva despedida entre Cooper y su familia adoptiva, junto con la promesa de
que regresará (ojalá no le tome un cuarto de siglo). Sonny Jim lo llama papá en
otra crisis identitaria, la enésima de la serie. “Entraré por esa puerta roja y
me quedaré en casa para siempre”, promete. Ya en la limosina, camino al
aeropuerto, Cooper trata de explicarles a los hermanos Mitchum y a las
conejitas lo sucedido. Lo único claro es que se dirigen a la comisaría de Twin
Peaks. Mientras tanto, el Roadhouse ya tiene presupuesto otra vez y ahora es
Eddie Vedder de Pearl Jam quien sube al escenario y canta bajo su verdadera
identidad: Edward Louis Severson. Pero esta decimosexta parte tan repleta de
estímulos no termina aún. Falta la cereza de mi pastel, como la que tragó esta
misma mujer para anudar el tallo en su boca y para que la madrota Blackie la
aceptara en el prostíbulo canadiense de Ben Horne. Audrey llega acompañada de
Charlie, después de perderse durante horas en una discusión cíclica. De la
nada, el maestro de ceremonias anuncia su baile, uno esperado por mí durante
más de un cuarto de siglo. Se oye la misma música de ensoñación alternada con
los dedos tronados. La luz se vuelve púrpura. Y al deleite de la nostalgia lo
frena un pleito entre borrachos. Peor aún: el trastocamiento del espacio.
Audrey aparece frente a un espejo en un sitio de extrema luminosidad blanca
(¿el White Lodge?). Una vez más, David Lynch siempre tiene la última palabra.
Parte
17:
El baile de Audrey me llenó de regocijo. Sin embargo, su interrupción augura
que Lynch continuará con su ataque a la nostalgia. No puedo esperar a que sea
el 4 de septiembre de 2017. Ese día suben la decimoséptima parte a Netflix.
El director del FBI Gordon Cole le hace
una confesión a Albert: cómo Garland Briggs descubrió la existencia de una
fuerza maligna bautizada como Jowday. O “Judy” para los cuates. Veinticinco
años atrás se urdió el plan para atrapar a la entidad caníbal, un plan entre
Cole, el mayor del ejército y Cooper. Según Cole, la intención del agente Cooper
era “matar dos pájaros de una pedrada”. El mensaje de su antiguo subalterno no
tarda en llegarle a Gordon Cole. Resurge la hora tantas veces repetida para
abrir portales: 2:53 o la hora del número de la perfección (2+5+3=10). En el
destino de los dos Coopers (la comisaría), Chad desea escapar, pero el borracho
remedador se lo impide. Naido siente cómo el señor C se acerca y con sus mugidos
deja pasmados a James y a Freddie. El Cooper malo acude al Palacio del Conejo,
no halla a Naido y el vórtice del cielo lo teletransporta a la guarida del
Gigante-Bombero. La cabeza flotante de Briggs lo espera dentro de la sala
teatral vista en la parte 8. Una imagen de la casa de los Palmer parece indicar
que ahí se encuentra la entidad maligna conocida como “Judy”. Sin embargo, el
señor C se materializa en el estacionamiento de la comisaría. Ahí está el
aparentemente lerdo de Andy para reconocerlo como el agente Dale Cooper. Le da
la bienvenida y lo lleva a saludar a Lucy y a Frank.
El oficial Andy tiene una premonición
asociada con su visita a la guarida del Gigante-Bombero. Chad escapa de su
celda y, antes de que pueda herir a Andy, el guante de Freddie deja fuera de
combate al traidor. Arriba, en la recepción, Lucy recibe una llamada del
verdadero Cooper. Por fin comprende el avance tecnológico de los celulares y le
salva la vida a Frank Truman, disparándole al señor C. Pero ya se sabe que este
vehículo del parásito Bob revive gracias a los rituales de los andrajosos
hombres del bosque. Cooper llega barrido con sus compinches de Las Vegas para
encontrarse a la comisaría entera atestiguando cómo los pordioseros sobrenaturales
le extraen el orbe oscuro al señor C. Nuestro héroe no puede enfrentarse al espíritu-parásito
que asesinó a Laura Palmer. Para eso está el guante de Freddie. En duelo
risible (más que nada, por los efectos especiales), Freddie se enfrenta al
violento balón de futbol con la efigie de Frank Silva. Una vez pulverizado por
el guante superpoderoso, Cooper le pone el anillo verde a su doble y el cuerpo
desaparece. Adiós al señor C. Truman le entrega a nuestro héroe la llave del
cuarto 315. También llegan Cole y los suyos. El tiempo se detiene. Cooper trata
en vano de explicar lo que ocurre. Naido se metamorfosea en Diane Evans, ahora
con cabellera color rojo intenso. Diane y Dale se besan. El reloj no logra
avanzar más allá de las 2:53. Y el lugar se oscurece. Como diría el Frank Booth
de Blue Velvet, “now is dark”. Ahora de verdad está oscuro.
Cooper, Diane y Gordon están en el cuarto
de calderas del hotel Great Northern y se dejan guiar por el zumbido que tanto
preocupó antes a Ben y a Beverly. La llave del 315 abre el camino a otra
dimensión. Sólo Dale la franquea. Al otro lado de la puerta mágica, el manco Gerard
recibe al agente Cooper con el poema ya bien conocido por los fanáticos (“Through the darkness of future’s past…”).
Ese mismo que yo me repetía cuando era adolescente, compuesto de versos cuyo
contenido tapizaron varias hojas de mis cuadernos de la prepa. El destello del
fuego-electricidad lo conduce hasta la cafetera Jeffries, cuyos poderes
fracturan el flujo del infinito y le permiten a Cooper intentar darle al
segundo pájaro con la misma piedra. Es decir, retroceder en el tiempo al 23 de
febrero de 1989 y salvar la vida de Laura Palmer. David Lynch vuelve a auto-citarse
(ahora en blanco y negro) con una escena de la película Fuego camina conmigo. El director inserta aquí la secuencia de la
última cita amorosa entre Laura Palmer y James Hurley. En medio de un paraje
boscoso, aparece Cooper quien, a lo lejos, espía a la pareja. Contrasta la alta
definición de la imagen digital de 2017 con lo filmado en 1992. Según sus
propias declaraciones, Lynch estaba convencido en aquella época de que Sheryl
Lee había dado una actuación fenomenal (digna de un Óscar) y quizás ahora, veinticinco
años después, busque ofrecérsela a un público nuevo. Al abandonar a James en la
esquina de Sparkwood y la calle 21 y al correr hacia el bosque, Dale Cooper le
impedirá a Laura reunirse con Leo, Jacques y Ronette. De esta manera, Laura
Palmer (Sheryl Lee veinticinco años mayor y con peluca de rubia platinada)
reconoce a ese hombre de traje como el que se le apareció en un sueño. Compuesto
por Angelo Baladamenti, el tema melódico de Laura oblige. Cooper le tiende la mano y le dice que se dirigen a casa.
El blanco y negro se vuelve de colores. Y en este instante Twin Peaks se transforma en serpiente mordiéndose la cola porque
Lynch nos retrocede al inicio de todo: a la casa de Josie, Pete y Catherine. Pete
Martell sale a pescar y ya no hay ningún cadáver envuelto en plástico junto a
la roca. Ni habrá el famosísimo “wrapped
in plaaaaaastic” de Jack Nance. Qué genialidad. Qué momento de perfección.
Salto al futuro de 2017. Sarah Palmer (¿la
encarnación de “Judy”?) toma uno de los retratos de Laura y lo golpea con una
botella vacía. Dale Cooper no ha ganado la partida contra este mal primigenio.
La aguja del disco rayado hace que Laura desaparezca y se escucha de nuevo el
grito que pegó dentro del Black Lodge en la parte 2. El bosque nocturno se
difumina para mostrar cortinas rojas. Por fin, en el Roadhouse, Julee Cruise
canta sobre el escenario “The World Spins”, esa canción que conozco muy bien
por haberla escuchado una y otra vez cuando estaba en la prepa y el estéreo del
coche solía reproducir sin cesar el casete de Floating into the Night. La foto acompañante de esta misma entrada
es la de ese casete, aún vivo aunque ahora intacto por ya no haber aparato
electrónico que lo reproduzca. Julee Cruise canta y yo soy inmensamente feliz.
Si tan sólo aquí hubiese concluido Twin
Peaks: el regreso.
Parte
18:
Mi felicidad es inversamente proporcional al enojo de Julee Cruise. Y la
entiendo. Es de entenderse que, siendo la voz participante de varias de las
bandas sonoras del universo lyncheano (Blue
Velvet, Twin Peaks y Fuego camina conmigo), se queje ante sus
escasos minutos de aparición. En cambio, los otros cantantes o grupos se
echaron sus rolas enteras. Pobre Julee. Y no sólo eso me hace caer de la nube.
Porque un momentito, por favor. ¿Qué significa esto? ¿Significa que David Lynch
acaba de borrar todo lo ocurrido desde la muerte de Laura Palmer? ¿El Twin
Peaks de mis añoranzas dejó de existir? Del éxtasis paso al horror. Esto no
puede ser y, avasallado por el miedo, pongo la última parte.
La parte 18 abre con el señor C en llamas
dentro del Black Lodge. La semilla dorada de Dougie, combinada con el pelo de
Cooper y la electricidad, produce otro Cooper, uno vuelto a nacer. Ese doble
cruza la puerta roja de la casa familiar de Las Vegas y cumple su promesa. Se
rencuentra con Janey-E y Sonny Jim. Volvemos al inicio. Es decir, al manco Gerard
preguntando a Cooper: “¿es futuro o es pasado?” Laura murmura en su oído y pega
otra vez el grito de la parte 2. Leland le pide encontrarla. Y del Black Lodge
Cooper sale por donde debió haberlo hecho con Annie Blackburn 25 años atrás.
Ahora es Diane quien lo recibe. Las pistas del Gigante-Bombero empiezan a
cobrar sentido. A 430 millas de andar por la carretera los destellos de
electricidad teletransportan a Cooper y a Diane hacia otra realidad. De nueva
cuenta, se observan halos de luz que iluminan una carretera nocturna. La pareja
llega a un motel. Mientras Dale va a la recepción, Diane se queda en el coche y
se observa a sí misma a la distancia, junto a una columna de la entrada del
motel. Entran a una habitación, se besan a oscuras, resuenan los primeros
versos de “My Prayer” de los Platters (recuérdese la parte 8) y hacen el amor.
Ella le pone las manos sobre la cara como para esculpirle un nuevo rostro y la
cámara sobre la faz de Laura Dern enfoca en primer plano mientras la actriz
fija la vista en el techo. Dale Cooper despierta en otra habitación y en otro
motel. Por la nota junto al teléfono se percata de que ya no es Cooper sino
Richard. La nota la firma Linda. “Richard y Linda”, había dicho el gigante en
la parte 1. Así como “dos pájaros y una piedra”. Nuestro héroe está en un
pueblo de Texas llamado Odessa. Se detiene en una cafetería: “Judy’s”
(referencia al ente maligno). Luego de descontarse a dos vaqueros abusones,
pregunta por la mesera que tiene el día libre. Pide su dirección. Cuando acude
a su casa, aparece de nuevo el poste 6, que ahora se ha mudado a esta localidad
del sur de Estados Unidos.
Una doble de Laura Palmer le abre la
puerta a Cooper. La rubia le había dicho en la parte 2: “estoy muerta y, sin
embargo, vivo”. Detrás de ella, el cadáver de un hombre. La mujer rubia dice
llamarse Carrie Page, aunque él insista en llamarla Laura. Cooper le promete
llevarla lejos, a Twin Peaks, a la casa de su madre. El agente del FBI sigue
intuiciones y pistas en esta línea del tiempo que corre de forma paralela a la
de la serie original. Ella accede para escaparse de los problemas acarreados
por el cadáver. Por lo menos, Lynch edita el viaje de vuelta hasta Twin Peaks o
esto podría haber durado 18 horas más. De nueva cuenta, Cooper maneja un carro
a través de una carreta oscura, con una mujer al lado. Después de largos
minutos llegan al pueblo y pasan por el Double R de Norma. Pero la doble de
Laura Palmer no reconoce nada. Se detienen frente a la casa de la familia Palmer.
Tampoco la reconoce. Cooper cree haber logrado su cometido, el de los dos
pájaros y la piedra: destruir a Bob, salvar la vida de Laura y llevarla de
regreso a casa. La todopoderosa Judy pudo habérselo impedido al final de la
parte 17. Pero ahora, cumpliendo el pedido de Leland de encontrar a Laura, sí
la dejará en su casa. Otra vez, la toma de la mano y la lleva hasta la puerta.
Pero nada es lo que parece. Les abre una desconocida de apellido (¡sorpresa del
Black Lodge!) Tremmond que afirma ser la propietaria de la casa y no conocer a
Sarah Palmer. Además, esta señora Tremmond le compró la casa a una señora
(¡segunda sorpresa!) Chalfont. Frances Bay apareció antes en este papel doble y
nunca quedó claro si era la señora Tremmond o la señora Chalfont. Da igual.
Nunca habrá una explicación lógica. La puerta se cierra. La pareja se aleja de
la casa sumida en la confusión. Cooper pregunta: “¿en qué año estamos?”. Sigue
sin entender qué salió mal. Carrie-Laura contempla la casa. El eco de su madre
en una vida paralela la llama por su verdadero nombre (“¡Laura!”). La rubia tiembla
y pega otro grito bestial. Surge el último destello de electricidad que
oscurece tanto la casa como el mundo entero. Éste es el final de Twin Peaks: el regreso.
Y yo maldigo a David Lynch. Por avivar mi
nostalgia para luego matarla. Por pintarme este dedo medio como fanático de la
serie. Por dejarme otra vez en suspenso, con más preguntas que respuestas. Porque
estoy seguro de que tendrán que pasar otros 25 años para enterarme de qué va a
pasar ahora con el agente Dale Cooper. ¿Por qué no pudo terminarse esto en la
parte 17?