Macabra cirugía de un Pigmalión


Estoy muy oxidado en lo referente a la escritura. Eso incluye el lado más doloroso para mí de dicha falta de productividad: no poder escribir ficción, admitir que no podré terminar mi novela este año. Y también abarca el lado no tan angustiante: el de la reseña de cine. Cada vez que retomo mi verdadera vocación, tras meses de gris ausencia, me siento tan culpable como inseguro. Así que a ver cómo sale este texto:

La semana pasada fui a ver la más reciente película de Pedro Almodóvar luego de algunas semanas de ayuno fílmico, semanas de incesante trabajo de preparación de clases y no menos de exámenes por revisar. Esto último no es relevante para lo que escribo. No seré yo de los que pierden la dignidad quejándose amargamente de cualquier capricho de la fortuna. Retomo el hilo. Desde hace ya varios años el clamor —éste sí queja a veces— de más de un cinéfilo es que Pedro Almodóvar se repite. Lo anterior, debo confesarlo, no me había incomodado. Después de todo, ver una película de Almodóvar había sido como retornar a un universo al cual a base de constantes visitas ya me resulta familiar e incluso confortable (créanlo o no todos aquéllos a quienes el mundo almodovariano les sigue poniendo los pelos de punta por su despliegue de colores, drogas, transexualismo, pasión y melodrama). Los quejumbrosos, me decía, argumentan nula originalidad. Yo me convencía llamándolo estilo. Y seguía regresando a aquel mundo multicolor sin inconformidades. Sin embargo, no sentí lo mismo con su más reciente crédito: La piel que habito (2011).
En primera instancia no me lo logro explicar. ¿No está acaso ahí, sobre la pantalla, una escena que replica la violación entre aberrante y graciosa de Kika (1993), aquella cinta que tanto hiciera revolotear las buenas conciencias gringas a causa de la citada secuencia? Y si de maternidades paralelas se trata ¿no hay por ahí una mujer de cierta edad que confiesa ser la verdadera madre de no sé qué personaje protagonista? ¿O la otra madre que se niega a admitir que su hijo ha muerto y lo continúa buscando pues siente que sigue vivo? Ni qué decir de aquel plano afuera de una clínica con el letrero gigante anunciando: “Maternidad”. Y en cuanto a la representación de la masculinidad extrema, ¿no se pasea por ahí un hombre disfrazado de tigre —el bruto macho cabrío— que ya de antemano sabemos que terminará en la tumba, al igual que el Paco de Volver (2006) o incluso su gemelo muy anterior el Antonio de Qué hecho yo para merecer esto (1984)? Claro, tampoco pueden faltar los jóvenes que se meten drogas para ponerse a tono (otro lugar común almodovariano). Eso sin contar lo que para algunos será el giro de tuerca de la trama. Digo para algunos porque para muchos otros, más enterados por notas del periódico o de revistas especializadas en cine, será solamente un elemento más ya visto en otros filmes del director manchego. Ese elemento que, para no delatar por completo la sorpresa, podríamos llamar “metamorfosis”.
La cinta da inicio mostrándonos a Vera Cruz (Elena Anaya) en una habitación, aislada del mundo; pero en el proceso de estirar su compacto cuerpo como si se preparara para la guerra. Sus custodios son la sirvienta Marilia (Marisa Paredes en rubia platinada) y el doctor Robert Ledgard (Antonio Banderas con pelo relamido), cirujano plástico de altos vuelos, propietario de esta lujosa finca a las afueras de Toledo. Ledgard experimenta la creación de una nueva piel resistente a quemaduras en el cuerpo de Vera. Cuando el hijo criminal de Marilia, Zeca (Roberto Álamo), irrumpa en la propiedad en ridículo disfraz de tigre y con ganas de hacer destrozos, el equilibrio entre los habitantes del lugar se quebrará para dar paso a sus deseos reprimidos. También será la excusa perfecta para el flashback. En tales secuencias nos enteraremos de la doble tragedia de Robert Ledgard: por un lado, la muerte de su esposa luego de un accidente automovilístico que la dejara deforme a causa de las quemaduras. Por el otro, la locura y el subsecuente deceso de su hija Norma (Blanca Suárez) luego de una violación interrumpida —espejo de aquélla entre el mismo Antonio Banderas y Eva Cobo en Matador (1986). Y, claro, se le muestra al espectador el meollo de la trama: la venganza de Ledgard contra Vicente (Jan Cornet), el joven modisto que supuestamente violó a Norma.
A más de uno —como ocurrió con Carmen Maura hace cinco años— le parecerá atractivo el gancho de la reunión de Almodóvar con quien fuera su actor fetiche en los años ochenta y principios de los noventa. Banderas se desempeña bien en su rol del doctor Ledgard. Sin embargo, también demuestra que, como histrión, no ha avanzado casi nada desde aquella última participación en una cinta del manchego —Átame (1990)— para luego probar suerte en Hollywood. En ese sentido, la reunión no tuvo resultados que puedan calificarse como extraordinarios.
Sin duda, la idea del cambio de piel, de la transformación hecha a un ser humano —cuya epidermis es resistente a las quemaduras tras un proceso cruel— resulta interesante. Más ejemplificado con las figurillas vendadas que Vera esculpe en su habitación. Ni se diga el complejo de Pigmalión que Ledgard se resiste en un principio a admitir, ése donde el creador se obsesiona con su creación. Sin embargo, se requiere quizás una conexión más profunda con los personajes (además de un excelente trabajo actoral) para dirigir lo descabellado hacia el camino de la verosimilitud. Aquí hay una distancia, una frialdad que, claro, es de esperarse en un thriller; pero que no permite la empatía también necesaria en un filme de venganza como éste. Al fin y al cabo, en su tono La piel que habito se parece más a La mala educación (2004).
Aunque ya sea bien conocido, no revelaré aquí el giro de tuerca que ocurre hacia la mitad de la cinta con la esperanza de que sí sorprenda a otros espectadores. Soy de la opinión que esta “metamorfosis” habría sido mucho más convincente con dos histriones cuyo parecido hiciera más verosímil que en realidad se trata de la misma persona. Quién sabe. Y, siguiendo con el asunto de la verosimilitud, sólo en una película de Quentin Tarantino (más en específico en el anime de Kill Bill) había visto que alguien fuera capaz de dispararle por debajo de una cama y sin mirar a otra persona (y además acertar en el corazón) . Empero, éste es el final lógico donde la venganza se consume y que conducirá a una lacrimógena e inconclusa reunión con la madre (ecos de Penélope Cruz y Carmen Maura en Volver, por cierto). A final de cuentas, esta tenebrosa lectura de Pigmalión no iba a tener un final tan feliz para el doctor Ledgard. Ya se sabía.
Al salir de la sala de cine quise analizar por qué el largometraje no había dejado mayor huella en mí. Es cierto que es imposible para cualquier cineasta complacer incluso a quienes lo seguimos desde hace décadas. En mi opinión Almodóvar llevaba ya varios excelentes créditos al hilo: desde Todo sobre mi madre (1999) hasta Volver. Incluso Los abrazos rotos (2009) —crédito menospreciado por algunos críticos— me agradó. No así La piel que habito. A pesar de todo, el largometraje presenta unos estándares de calidad impecables. Obvio, se trata de Pedro Almodóvar. Un trabajo así en un novato sorprendería y cosecharía elogios al por mayor. Pero, por desgracia, ya la leyenda “un film de Almodóvar” contiene una carga de expectativas bastante grande. En esta ocasión, sin embargo, creo que no las colmó.

La piel que habito (2011). Dirigida por Pedro Almodóvar. Producida por Agustín Almodóvar y Esther García. Protagonizada por Antonio Banderas, Elena Anaya, Marisa Paredes y Jan Cornet.

El avance: http://www.youtube.com/watch?v=zlZgGlwBgro