Algo que durante años ha querido ser una novela (V)


Me encuentro a punto de terminar el capítulo seis de mi novela, el penúltimo. Por primera vez en años veo posible la conclusión de un proyecto de escritura. Dejo en pocos días el terruño satisfecho de haber alcanzado las metas que me tracé al comienzo de junio. Sólo espero que el trabajo no me arrebate tanto tiempo como para no concluir el primer borrador de la novela antes de que este año se acabe. Para el último fragmento de los capítulos anteriores, ir a 1, 2, 3 y 4. Éste que presento a continuación corresponde al 5:

Lo primero con lo que me topé a mi regreso a Torreón en el año dos mil nueve fue con una hilera de parientes que nomás encontrarme me reprochaban haber regresado ante la tan deprimente situación de nuestro país. Epidemias, crisis económica y violencia eran bastantes motivos para poner tierra de por medio. Algo había cambiado en los últimos once años. Los temas de conversación, por ejemplo. Cómo era posible que hubiese regresado cuando muchos de ellos, durante años, me envidiaron al decirles mis padres o mi hermana que yo seguía viviendo en Montreal. Cómo me atrevía yo a volver cuando algunos, los más afortunados, ya estaban vendiendo sus propiedades y haciendo las maletas para irse a otra ciudad o incluso a los Estados Unidos, a San Antonio o a El Paso. No faltó el gracioso que trataba de espantarme con historias de influenza H1N1, de Zetas asesinos escondiéndose detrás de cada esquina o incluso de indigencia inminente por la falta de empleo. Y eso que yo había querido regresar en el dos mil seis para votar por Felipe Calderón.
El regreso hiperbolizó mi visibilidad en la familia. Sobre todo, durante la boda en que mi hermana cambió de apellido a Juliana de Humphrey. De pronto, me volví el blanco de opiniones, críticas, recomendaciones, consejos y habladurías no sólo en ésa sino en cada una de las reuniones familiares. Lo primero en saltar al estrado del viboreo, mi forma de hablar. Nomás me escuchaban el acento durante diez segundos y hacían algún comentario cizañoso sobre mis maneras “extranjerizantes” de expresarme. Como si ellos, en su más enraizado colonialismo, no escupieran cada vez que se les presentaba la oportunidad un término en inglés del cual muy apenas sabían el significado. De arriba para abajo me escrutaban para comentar sobre mi ropa, tan jipi-chic ella. Y eso que a mí, en Montreal, la moda siempre me había valido madres. Marie-Claude durante años se encargó de tal inciso en mi vida y luego de separarnos seguí poniéndome lo mismo que ella me había comprado. Ah y si devolvía la comida en algún restaurante de cadena importaba poco que estuviera fría, tuviera pelos o fuera simplemente incomible. No, se trataba más bien de que ya nada en Torreón se encontraba a mi altura tras vivir en el primer mundo. Tan creído yo. Había otros que me perseguían como novias enamoradas para saber cómo era Canadá y qué tan fácil resultaba emprender el proceso de inmigración. Esa gente que por haber uno vivido en el extranjero te ponían en una categoría diferente, como si sólo por eso fueras superior a ellos. No había medias tintas. Me hallaba entre patrioteros xenófobos y regionalistas que terminaban diciendo que yo ya no era mexicano y así, sin filtros, pasaba a verme rodeado de los malinchistas adoradores de lo extranjero que a cada rato afirmaban entre suspiros “ay, Montreal tan bonito” aunque ni lo conocieran ni lo ubicaran en el mapa.
Mis más cercanos —mis padres, mi hermana e incluso mi abuelo Osvaldo desde su lecho de moribundo— querían verme triunfar en la sociedad torreonense y ante la cuestión de a qué me podría dedicar en La Laguna pronto la respuesta surgió cuando uno de mis tíos de la rama materna dejó las riendas de la cadena de tiendas de autoservicio. Todos me animaron a tomarlas. Incluso Alberto, mi cuñado. Poco les importó que yo no tuviera ni la más mínima noción del funcionamiento de una empresa ni que en mi último empleo en Montreal me hubiera dedicado a limpiar escusados. Y cuando la gente me preguntaba por mi hija les terminaba diciendo que pronto su mamá y ella vendrían a visitarme a Torreón lo cual, por la distancia y por las sangrientas noticias salidas de México al extranjero, nunca ocurrió.
Yo —que por prepotencia y por atrabancado— había sido puesto en un avión a Canadá regresaba once años después con alfombra roja hacia la gerencia de la compañía. Ya ahí, como en los muchos círculos de poder en México —aunque el mío fuera rascuachemente lagunero— me esperaba ansiosa una corte de lameculos. Quienquiera que en este país haya estado en una situación similar te lo confirmará. Estamos tejidos con las pútridas agujas y los hilos macabros de la doble moral, de la hipocresía y de una reticente servidumbre. Ladinos. Cómo iba a saber si las finanzas iban a pique o no si todo recibimiento para mí era “pásele, licenciado”, “tiene usted toda la razón”, “qué excelente idea la suya”. Sentí que me lo merecía. Después de haber vivido tan mal en Canadá, ése era mi premio: ser alguien aquí. Fue el año en que viví entre nubes de algodón. No me importaba ya ni la inseguridad imperante ni la situación política pues tan pronto pisé esta tierra de nuevo ya no requería el cordón umbilical que el exceso de información representaba para recrear el país ausente. México dejó de ser un constructo porque ahí se hallaba de regreso ante mis ojos, concreto, al alcance de la mano y con toda su cochambre. Podía volver también a la indiferencia característica de mi clase social sin ningún problema. Pero al cabo, así como cuando era un adolescente que se estrelló contra el mundo, ahora lo hacía contra la realidad que yo me negaba a ver y que otros maquillaron para mí como una puta de bajos vuelos. Casi al año uno de mis primos, como en intriga palaciega, le reveló a la familia el desastre. Eso, por fin, mató a mi abuelo, don Osvaldo Trujillo Martínez. Por segunda vez en mi vida las culpas se me fueron acumulando y todas las miradas de condena cayeron sobre mí.
Había extraviado la malicia en Canadá. En ese país no es necesario desconfiar de nadie. La gente no se ve obligada a falsear datos ni a inventar embustes para obtener un beneficio ni para chingarse al otro. Tras más de una década de ausencia había olvidado la manera de comportarme y de sobrevivir en este país. Así, tan pronto me empujaron a sentarme en el trono, fui defenestrado. Y de un día para otro me convertí en el perdedor, el más grande
loser de la familia. No conforme con haberlos avergonzado cuando era un niñato ahora por poco arruinaba el negocio erigido gracias al esfuerzo de generaciones. Y con ello mataba al querido abuelito, a nuestro patriarca. Nadie salió en mi defensa alegando que la situación económica era deplorable por doquier ni que había sido malaconsejado por una sarta de lambiscones. Ni siquiera mi madre me perdonó haber hundido el barco. Había regresado a un lugar cuyos códigos ya no era capaz de leer. Después de vivir en Canadá, no pude adaptarme a un mundo de zalamería, triquiñuelas y sobornos. No soporté más sus muecas de desaprobación ni sus indirectas en las reuniones familiares. A los treinta años me fui de casa de mis padres y renté un departamentito en el centro de la ciudad, no muy lejos de aquí. Esta vez no fui tan inocente. Ya sabía lo que me esperaba a mi alrededor. Sabía que de inmediato la pinche gente de este rumbo me clasificaría como el fresa, el catrín, el pirruris, el caga-lana.
Mientras mi primo, con la colaboración de mi cuñado, estabilizaba la situación económica en la compañía me dediqué sin mucho éxito a buscar un trabajo. Trataba con toda mi buena voluntad de integrarme a las células de la sociedad siempre vistas por los míos como despreciables. Una y otra vez, perdía las partidas. Recuerdo que como un acto de inconformidad juvenil me ponía con orgullo una camiseta de Soriana, nuestra competencia. Cuando un vecino por fin me vio con ella vomitó su bilis rencorosa: tú no puedes ser naco ni aunque te apliques. Me ofendió sobremanera. Yo que hacía mi mayor esfuerzo por ser como ellos. Iba a las luchas en Gómez, desayunaba tacos de La Joya, comía en el mercado Villa, compraba mi ropa en Coppel e iba de vacaciones a Raymundo Beach. Yo que acariciaba como único objetivo encajar en alguna parte. Pronto me convencí de que el vecino ése estaba en lo correcto. No cometería el mismo error que en Canadá cuando quise complacer a Marie-Claude. Yo no podía negar mi cuna ni sentirme culpable por mi pasado. Era un Bórquez Trujillo después de todo. Hundido en el lodazal; pero lo era.
Me hallé de repente en una extraña crisis de mediana edad pero a los treinta: alejado de mi hija, con mis sueños pisoteados, siendo el paria no sólo de la familia sino también del resto de la sociedad. Me vi suspendido en un puente colgante entre dos territorios antitéticos e irreconciliables. Sobre todo, cercado por ellos, por los nacos. Pero aun entonces no imaginaba cuánto más se iba a deteriorar mi situación, ni mucho menos avizoraba qué tan profunda sería la caída. La mala fortuna apenas había sacado la cabeza de entre las tenebrosas aguas en donde buceaba, apenas había empezado a afilarse los puntiagudos colmillos antes de la última dentellada.