El whodunnit: ¿vivito y coleando? (I)


Como se ha podido comprobar en otras entradas de esta bitácora, siento una predilección malsana y casi infantil por el género detectivesco. Acordarme de las novelas policiacas que leí en la adolescencia (la mayoría firmadas por la pluma de Agatha Christie) me produce tanta satisfacción que no quiero dejar que se escape este maravilloso retazo de nostalgia. Por eso, cuando escucho hablar a Rian Johnson sobre una afición similar en la entrevista que le hicieron en el canal de YouTube de nombre Konbini y dentro de uno de los últimos videoclubs de París, no me siento tan solo. De alguna forma y aunque sea únicamente de forma momentánea, Johnson ha venido a darle respiración artificial al llamado en inglés whodunnit, un género que se resiste a morir a pesar de las predicciones, de los gustos de las nuevas generaciones y de los personajes que pueblan sus historias.
En el otro extremo de insuflarle nuevos bríos al mencionado género quizás se encuentre la figura de Kenneth Branagh. Vi muy a la fuerza sus versiones completamente innecesarias de Asesinato en el Expreso de Oriente (2017) y Muerte en el Nilo (2022). Ninguna de las dos me agradaron. Ni tantito. Incluso la segunda película me causó varios momentos de risa por su humor involuntario y no se diga a causa de unos efectos especiales de computadora más que cuestionables. Mejor ni hablemos de la dupla Gadot-Hammer. Qué duelo de actuación. De veras. La versión de 1978, aludida por Johnson en su entrevista con Konbini, fue filmada en locaciones de Egipto y el barco se veía real. Corrijo. No se veía: era real. No debería dedicarles más renglones a las versiones de la obra de Christie dirigidas por Branagh, un director cuyas pretensiones siempre me han parecido desproporcionadas con relación a su verdadero talento. En suma, un émulo mediocre de Laurence Olivier. Baste decir que este señor ya está por estrenar una tercera película en la que él volverá a vestirse con la piel de Hércules Poirot. Se trata, según leo en IMDb, de una adaptación de la novela Las manzanas o Hallowe’en Party (1969), aunque la pretensión consiste en trasladar la trama a Venecia (una ciudad como de videojuego, de seguro y juzgando por como le quedó el Egipto de Muerte en el Nilo). Esa de Cacería en Venecia no la veré ni con pago de por medio. No sé qué les esté ocurriendo a los herederos de Christie, pero sospecho que la toma de decisiones pasó de una generación a otra y, mientras con anterioridad se costudiaba con cierto recelo la venta de los derechos de la obra, ahora parecen dejarse convencer por el mejor postor. Quien sea, pues. En la actualidad, hasta John Malcovich puede hacerla de Poirot.
Desde mi punto de vista, resulta difícil declarar la muerte cerebral de un género que me ha detonado innumerables emociones a lo largo de mi vida. Aun antes de los últimos dos créditos de Rian Johnson, ha habido intentos loables por darle un segundo o hasta un tercer aire al whodunnit. Unos años después de leer la obra entera de Christie, devoré con incontenible hambre El nombre de la rosa (1980) de Eco. En aquella primera lectura comprendí lo que mis 14 o 15 años me permitieron. La versión cinematográfica de Annaud, rodada en 1986, palidece ante la grandeza del libro del célebre profesor de semiología. Era imposible encapsular en menos de dos horas la complejidad de una obra semejante. La versión del francés Annaud se centró en el factor misterio y lo demás (los debates teológicos, los peligros de la lectura, la custodia del conocimiento, el laberinto borgiano, el diálogo intertextual, la opera aperta) se desdibujó en el traslado de las páginas a la pantalla grande. Al fin y al cabo, se tratan de lenguajes diferentes: el literario y el cinematográfico. De todas maneras, me gustó lo que hizo el cineasta francés con la novela y, para bien o para mal, no puedo pensar en William de Baskerville sin ver el rostro de Sean Connery. ¿Y la teleserie de 2019 protagonizada por John Turturro? Hay aberraciones que es mejor dejar en el pasado.
Lo que sí no hay que olvidar es que hace apenas veintiún años Gosford Park cosechó su buena tanda de premiecillos hollywoodenses y se convirtió en una de las últimas grandes cintas bajo la batuta de Robert Altman. Como comenté en esta otra entrada del blog donde hablo más a fondo de dicha cinta, el proyecto tuvo su punto de partida como un homenaje a la obra de Christie. Tan solo al año siguiente, François Ozon hizo lo propio dentro del género con su versión musical de la obra de teatro del inglés Robert Thomas: 8 mujeres (2002). Hace unos meses Netflix sacó un producto derivado del filme de Ozon con actrices italianas (7 donne e un misterio), aunque sin la música pop francesa de los 60-70. Para quien no haya visto la del cineasta galo, podrá ser entretenida. Para quien sí la vio, se siente como un fracaso estrepitoso. Otro refrito enteramente fútil.
Para mí, la siguiente gran entrada de aquellos primeros años del siglo XXI es Hot Fuzz o Superpolicías (2007) de Edgar Wright. Llegué tarde a la celebrada trilogía Cornetto del británico Wright. Por supuesto, lo primero que vi de su autoría fue el trailer falso de Don’t en el Grindhouse (2007) de Tarantino y Rodríguez. Algo después me topé con el Toronto de Scott Pilgrim contra los ex de la chica de sus sueños (2010), un crédito demasiado tendiente al cómic para mi gusto. Una vez descubiertas El desesperar de los muertos (2004) y Una noche en el fin del mundo (2013), me parecieron bastante divertidas. No lo suficiente para darles otro llegue. Sin embargo, Hot Fuzz despierta en mí una fascinación casi retorcida. Puedo verla una y otra vez y volverme a reír como enano. Alguien seguramente alegará que es una buddy-cop movie. De todas maneras, yo la considero un whodunnit en clave cómica.
En Superpolicías Simon Pegg es Nicholas Angel, un agente de la policía londinense tan clavado con su labor que deja mal parados a sus colegas y estos se confabulan para que los jefes lo manden a un apacible pueblito inglés, uno no muy diferente al retratado por Christie en los casos de la señorita Jane Marple. El problema es que en el dichoso lugar hay un asesino despiadado que empieza a despacharse al otro mundo a personas incómodas para la tranquilidad del lugar. Nadie le cree a Nicholas. El único que parece querer ayudarlo es Danny (Nick Frost), el hijo obeso del inspector en jefe (Jim Broadbent). Danny, además de sumamente infantil e ingenuo, es un obseso con las buddy-cop movies, como Arma mortalPunto de quiebraDos policías rebeldes. La trama lleva a los espectadores hacia sospechas absurdas, giros imprevistos, uno que otro momento gore y una confrontación final de antología que no le pide nada a las películas por las que Danny siente una irreprimible obsesión. No digo más porque el periplo es alucinante y a mí me arranca un montón de risas aunque ya sepa hacia dónde va esa misma trama gracias a las diferentes visitas que le he hecho a la cinta.
Antes de llegar al siguiente crédito de importancia no está de más repasar de forma muy somera una novela que fue llevada al cine en 2017, aunque no llamó tanto la atención como las de Branagh quizás por tratarse de una obra mucho menos conocida de Christie: La casa torcida. Habrá pasado sin pena ni gloria, a lo mejor porque entre las adaptaciones más recientes resulta bastante fiel a la novela original. Los protagonistas no están comprometidos, como en la novela. Acá, en este afán progre de “modernizar” las historias de Christie, son amantes. El padre del protagonista, un policía retirado, desaparece por completo, y su personaje es sustituido por un amigo del padre. En fin. Nada esencial para la trama. En La casa torcida, Charles (Max Irons, el hijo de Jeremy) está locamente enamorado de Sophia (Stefanie Martini) cuyo abuelo acaba de ser envenenado. A toda la familia de Sophia le conviene que la asesina sea la joven viuda (la Christina Hendricks de Mad Men), pero si tomamos en cuenta las referencias de Josephine, la hermana menor de Sophia, y si algo sabe uno de la obra de Christie es lo siguiente: “el asesino es la persona que menos esperas”. Por ahí andan, en interpretaciones desbocadas, Glenn Close, Julian Sands, Terence Stamp y Gillian Anderson. La casa torcida, aunque no incluya la presencia de ninguno de los detectives más conocidos de la autora inglesa, cumple bastante bien con su cometido: entretener durante casi dos horas y, a los días de hacerlo, convertirse en víctima de nuestro más cruel olvido.

(Continuará... en esta segunda parte).