Porquerías que vi de chiquillo (X)

El tiempo no pasa en vano. Eso dicta el lugar común. Un film, que pudiera haber parecido genial en alguna faceta de la infancia, se visita de nuevo en la edad adulta y entonces sale a la luz una serie interminable de defectos. Muchas gracias, Netflix. Las joyas de entonces se transforman en las porquerías del ahora. En esta entrada me ocupo de un buen ejemplo de lo anterior. Bastante se hablará aquí de un dúo dinámico: Steven Spielberg y George Lucas. En otro tenor, me alegra por fin llegar a la décima “edición” de estos textos. Los cinco anteriores fueron los de Feliz cumpleaños para mí, El abismo negro, Krull, Juego sucio y La leyenda de Billie Jean. Va entonces el de Indiana Jones y el templo de la perdición:

Todo arranca en un club nocturno en Shanghái. Aquí nuestro héroe (es decir, usted, doctor Henry Walton Jones Jr.) se encuentra con unos mafiosos chinos que le encomendaron la misión de volarse algún tesoro nacional. Como usted es un hombre cínico y de escasos escrúpulos, nada diferente a un tal Han Solo, lleva consigo el codiciado objeto. Porque habría que ser sinceros, estimado doctor, a la usanza de lord Elgin, usted se dedica a saquear legados culturales. Más adelante, durante cierta cena memorable en el palacio Pankot, tendrá que defenderse porque acusaciones salidas de Honduras lo persiguen y usted sólo las minimiza con la siguiente frase: “La prensa exageró el incidente”. En el club nocturno tiene un cómplice oriundo de estas tierras. Los nativos resultan muy útiles para derribar las barreras entre una cultura y otra. Para colmo de lecturas anacrónicas, su cómplice se llama Wu Han. No se necesita estudiar demasiado para ser experto en escritura de guiones hollywoodenses ni para deducir que el pobre Wu Han no vivirá más allá de los cinco minutos de inicio e incluso sacrificará su vida para salvarlo a usted, nuestro héroe americano. En realidad, yo debería decir “gringo”. Porque “americanos” somos todos los de este continente. No termino ni el primer párrafo y ya me lanzo a realizar alusiones muy poco veladas al imperialismo yanqui. Nomás no aprendo. En el escenario del club nocturno se desarrolla un número musical sacado de las nostalgias del cine de los 30 y los 40 de ese mismo género. O sea, un platillo à la Busby Berkeley. Porque, seguramente, los clubes nocturnos en el Shanghái de la época estaban tan occidentalizados que pondrían un numerito de este talante. ¿Qué íbamos a saber nosotros, los chiquilines de los 80, de tamañas rarezas como la Ópera de Pekín? ¿A alguien se le habrá ocurrido el concepto de yellow-face, a la usanza de Mickey Rooney en la adaptación fílmica de Desayuno en Tiffany’s (1961), para de una vez aplicárselo a todas estas bailarinas que mueven el esqueleto al ritmo de “Anything Goes” de Cole Porter? Quizás tengan que pasar 36 pinches añitos para que se dé el milagro. Tal vez en 2020 el mundo sea un poco más racional. Soñar no cuesta más que una inmensa decepción.
El resto del arranque implica muerte por brocheta de shish kebab en llamas, envenenamiento, balazos y una corretiza en la cual la cantante del número musical va tras una piedra preciosa y usted, estimado Indy, detrás del antídoto que, convenientemente, el mafioso trajo a la reunión. La corretiza se adereza con gritos, bailes, ametralladoras, un gong alusivo a las cintas de Arthur J. Rank y más notas de “Anything Goes”. Gracias al cielo. Este eminente arqueólogo y profesor universitario se hizo acompañar de otro asiático de repuesto, aunque sea de la mitad de la estatura del pobre y ya olvidado Wu Han. El nombre, “Short Round”, se traduce en la versión a acceder en Netflix como “Rapaz”. Otrora fue “Tapón” en España. El chincual recoge al héroe y a la damisela del toldo en un coche de la época, exactamente a la entrada del club nocturno Obi Wan —sólo los pequeñines más observadores y obsesivos se darán cuenta de esta autocomplaciente referencia al universo lucasiano de Star Wars. La persecución chistosona se prolonga hasta llegar al aeródromo, sitio donde nuestros grandes aventureros serán recibidos por un Dan Ackroyd con un acento británico en extremo dudoso. Qué mala pata que la aeronave pertenezca a la compañía del mafioso chino y, en poco tiempo, los pilotos abandonarán a los tres pasajeros a su suerte. Y así, tras algunas secuencias con una bastante notable utilización del croma, nuestros héroes aterrizarán en la India. De veras: qué mal envejecen algunos (d)efectos especiales, señor Spielberg-o. Al menos, por no haberla dirigido él, a su camote el Luquitas no se le ha ocurrido meterle el bisturí digital a esta serie de películas como sí lo hizo con la primera trilogía de SW. Tras introducción tan emocionante (con la música emblemática de don John Williams incluida), se le encomienda a usted, doctor Jones, su verdadera misión, una rebosante de aventuras: rescatar una piedra sagrada de las manos de una secta asesina que sacrifica hombres y esclaviza niños. Los espectadores adivinarán que se hallan ante Indiana Jones y el templo de la perdición (Indiana Jones and the Temple of Doom, 1984), cinta dirigida por Steven Spielberg y basada en una idea de George Lucas.
Tengo que ser sincero: con la afición de linchar gente en las redes sociales y el miedo subsecuente a recibir acusaciones por mostrarse poco inclusivo o por ostentar nula corrección política, mucho de lo retratado aquí por la dupla Lucas-Spielberg sería hoy impensable. No sólo se trata de la incómoda representación de un par de culturas asiáticas, sino de algo mucho más evidente: la protagonista femenina. Cuando al menos en Karen Allen había cierta variación del cliché de “la princesita a rescatar” (la damsel in distress en el idioma de Shakespeare) durante la primera película (Los cazadores del arca perdida), cualquier avance se echa por la borda en este segundo episodio, el cual es una precuela. Aunque en 1984 todavía, creo, no se usara de forma tan común y corriente este vocablo. El personaje interpretado por Kate Capshaw, quien luego se convertiría en la segunda esposa de Spielberg, es una mujer frívola, ambiciosa, casi siempre cobarde y muy engreída. Nada más les faltó ponerle el nombre de Pandora para completar el cuadro. Pero no sean tan obvios, Stevie y Georgie, porque ella se llama Willie. Como solía decirse antes, cherchez la femme. No hay otra manera de expresarlo. La dupla se ensaña con el personaje interpretado por Capshaw. A esta mujer rubia, caprichuda y vanidosa se le rompen las uñas, se le escapan los diamantes y, por supuesto, al arribar a la India blande todo tipo de objeciones con la comida del lugar. Ni hablemos cuando tiene que montarse encima de un elefante. Supuestamente, al momento de preparar la película, el dúo dinámico sufría las consecuencias de una separación reciente —no entre ellos, claro, sino con sus respectivas mujeres. Y vaya que toda su hiel la proyectan en el personaje encarnado por Capshaw. Aunque lo paradójico del asunto es que de lo que acusan a este personaje (insensibilidad cultural), ellos lo cometen al por mayor. También se dará la oportunidad de que Indy se regodee con el fenómeno hoy conocido como mansplaining: “Ésos no son pájaros, preciosa. Son murciélagos gigantes”. Hasta el elefante machista la tumba en un estanque cochambroso. Nomás faltó que unos perros con lepra le mearan encima. Las mamás de hoy no se quejarían de la violencia, sino del sexismo.
Si se elige ignorar lo anterior, fijémonos por otro lado en Shorty-Rapaz (Ke Huy Quan), el hijo adoptivo de Indy. Y, sobre todo, en la forma como estos dos personajes afirman conocerse. Según comentan frente a una fogata, Indy recogió a este huérfano de las calles de Shanghái. ¿Es posible que nadie comentara entonces lo inapropiado de que un hombre de treinta y tantos se haga acompañar de un niño de diez al cual no lo vincula ningún lazo de sangre? Tal vez nadie lo dijo porque en los 80 los peques no éramos tan mal pensados ni tan cínicos. Al contrario. Si nos encantaba el Thriller de Michael Jackson. Y siendo ésta una precuela a Los cazadores del arca perdida (1981), ¿dónde quedó Short Round años después? ¿Encerrado en alguna escuela privada de Estados Unidos y privado de todo tipo de hazañas? Queda claro que este niño de origen asiático corrió con la gran suerte de toparse con un hombre estadounidense que lo salvara de la miseria y de terminar muerto en una cloaca de Shanghái. Loas y coronas de laurel para el colonialista salvador. Alabado sea, doctor Jones. Si ya la película le da más de un llegue brutal a la cultura china en el arranque, en la India todo se volverá imprecisiones, caricaturización e hipérboles. Esto, en aras de subrayar el exotismo del lugar. No se deciden, por ejemplo, si el nombre de uno de los dioses más importante del panteón hinduista se pronuncia “Siva” o “Shiva”. La gente de la aldea es ignorante, pobre y supersticiosa. Tiene además como opresor a un maharajá que resulta ser un chamaco apretado y mamón (ideal, por cierto, para que más adelante Shorty le propine algún chingadacillo fingido). Si el culero Indy aún no está muy convencido de intervenir, el meloso Spielberg se encargará de mandarle a un niño flacucho y agonizante. Si usted, doctor Jones, no se conmueve con los hombres y las mujeres famélicos de esta aldea oprimida, ¿cómo no se va a conmover cuando la madre se lleve en brazos el cuerpo exangüe de su hijo? Qué se le va a hacer. Así es Stevie y su predilección por la lágrima fácil.
También en redes sociales se abusa actualmente de la expresión “apropiación cultural” para apuntar el índice hacia otros y quienes son sus usuarios más radicales quizás no entienden que, de no existir el intercambio entre culturas, poco enriquecimiento habría en la historia de este planeta. Esto es pura especulación mía, pero algunas guerras se habrían evitado. Aunque varias culturas ya se habrían extinguido. Tal vez todas. Quién sabe. Tampoco entienden que de poco nos vale tumbar estatuas por tratarse de un acto epidérmico que no va a la raíz del problema: ese inacabable rechazo a la otredad. Purga de conciencias propias, golpes de pecho tan sonoros como para impresionar al más incauto. Nueva beatitud. Qué más da. Sin embargo, algunas de estas personas tan biempensantes como radicales bien podrían echarles un vistazo a las representaciones de las culturas asiáticas en esta cinta, propiedad del dúo dinámico e hiper-taquillera en su momento. Si HBO-Max siente la necesidad de incluir una advertencia antes de Lo que el viento se llevó (1939), ¿por qué Netflix no hace lo mismo con esta película? ¿Acaso una de aventuras no aporta el mismo peso que un dramón cuyo trasfondo histórico es la Guerra de Secesión? ¿Dónde quedaron los papás y las mamás biempensantes para que pongan el alarido en el cielo?
Así que quitémonos las caretas, montémonos en nuestro pedestal de superioridad moral y sigamos con la extensa lista. Ya se notó que la mayoría de los villanos son chinos o indios y todos de actitud muy “muajajajajá”, como corresponde al género trasnochado y maniqueísta de los seriales que esta dupla veía de chicos. Aunque especularé todavía más: dudo que hoy estos cineastas se permitieran tales representaciones y no precisamente por conciencia cultural, sino por puro interés. Quizás en la actualidad (pre-COVID-19, aclaro) irían corriendo a consultar con las comunidades fílmicas de China e India para que la cinta entrara a distribución en dos de los mercados más grandes y, por lo tanto, más jugosos del mundo (¡Ka-Ching!). Ahora se comprende por qué el gobierno de la India no les permitió filmar en su territorio y tuvieron que irse a Sri Lanka. El colmo de la incomprensión hacia otra cultura se produce a lo largo del desfile de comidas exóticas y durante la cena en el palacio del maharajá. Entre más vomitivo sea esto, la aventura para los chiquilines se tornará más graciosa y memorable. Debo confesar que el ardid sí funcionó en mí en aquella época porque lo de los sesos helados de mono es algo que nunca se me ha podido borrar de la mente. Pero me adelanto. Antes de correrle a la gorra, debemos acceder a la fortaleza escondida, ¿no, Kurosawa-san?
Nuestros héroes son recibidos en la entrada del palacio Pankot por el primer ministro del maharajá, Chattar Lal —interpretado por Roshan Seth, actor que dos años antes había salido en Gandhi. El primer ministro se presenta inmediatamente como alguien civilizado sólo por haber estudiado en Oxford. Antes de la cena, no pueden faltar el numerito fugaz de Bollywood, muy en el fondo, y la presentación del estirado oficial británico en la piel del señor Grady (Philip Stone) de El resplandor. El capitán Blumburtt muy apenas abre la boca para hablar y su apellido se halla bastante cercano a una combinación entre las palabras bum (británica) y butt (norteamericana). Si es intencional, qué buen chistorete. De veras. En escatología no paramos. Willie, de inmediato pensando en matrimonio y riquezas como la hermana gringa de la Susanita de Mafalda, se entera de que el maharajá es soltero. Aunque se llevará un chasco cuando vea que en realidad es un niño de unos diez años. Qué bonitas son las gracejadas del dúo dinámico cuando salen de la boca de un huerquillo chino: “Quizás le gusten las mujeres mayores”, replica Shorty. Resuenan las carcajadas de los escuincles mexicanos y ochenteros dentro de la sala de cine. Ahora sí marcha el desfile de platillos de la cena, uno más asqueroso que el anterior para culminar con el postre, los apetitosos sesos helados de mono. Rapaz-Tapón ya está lo suficientemente americanizado para también espantarse como Willie. Hasta su gorra de los Gigantes de Nueva York trae puesta. Estos datos sorprenden por partida doble. Para referencias a la vieja cultura deportiva de los EUA, no hay lugar a equivocación y se evoca, incluso, a un equipo de béisbol ya extinto. Por otro lado, ¿no que en China se comen hasta a los perros? Y, gracias al coronavirus, todo el planeta se enteró del consumo de unos animales llamados pangolines. Sin embargo, quizás el tiempo que ha vivido con Indy en los Estados Unidos haya servido para borrarle la memoria y olvidarse de qué se come en culturas tan distantes y extrañas. Toda la insensibilidad cultural anterior se excusa con el pretexto de que Lucas y Spielberg realizan alusiones a un cine de aventuras de la época en la cual ellos crecieron, ésa de matinés, seriales y, por supuesto, mínima preocupación por ofender a alguien allende las fronteras de su país. Algo del tufillo patriotero post-Segunda-Guerra-Mundial les habrá lavado el coco y la exaltación exagerada de las virtudes de su propio país les parecerá normal. Tal vez sí. Aunque, supongo, no tanto para convertirse en compadres de alguien como Donald Trump. Su imagen pública irá por delante, de seguro.
Tras la cena habrá que preparar a los pequeños espectadores para el momento cachondo de la noche. Esto cuando Indy decida hacerle una visita nocturna a la mujer que tanto dice despreciar, pero con la que, como el buen chingón que es, no despreciaría un rapidín. El diálogo es básico a más no poder y en algo recuerda, si intercambio la cronología, a los muy amorosos y poéticos coloquios entre Anakin Skywalker y Padmé Amidala en SW: El ataque de los clones (2002). Así de desbordada se percibe la química entre las parejas de George Lucas. Héroe y damisela comparten expresiones como “costumbres de apareamiento”, “ritos amorosos”, “prácticas sexuales primitivas” y, sin interludio, arden en deseos de darle el siga al beso apachonado. Música extradiegética-williamsónica interviniendo en el momento preciso, como de costumbre en las películas del señor Spielberg-o. A los segundos ambos protagonistas se ponen sus orgullosos moños. Y, si eso no es suficiente, el encuentro sexual (al fin y al cabo, esta cinta se clasificó originalmente como PG y no debe haber más tetas que las de las esculturas tradicionales del hinduismo) se ve interrumpido por un matón con turbante. De ésos que tanto les gustaban a los gringos y todavía más luego del 9/11. Mientras Willie está a un paso de exigirle a Indy que le haga el amor, él pone en práctica todos sus conocimientos de arqueólogo estrella y descubre un pasadizo secreto. Boobie… (no de ésas, por favor, ya dijimos que esto es clasificación PG). Ejem, perdón… Booby traps y alimañas al por mayor. Por fin, después de más gracejadas con los bichos patones, el trío se cuela al recinto sagrado de la secta hindu-satánica. Aquí se da una de las escenas-cumbre y otra de ésas que impresionó irremediablemente mi joven cerebro de ocho años: cuando le sacan el corazón a una víctima de sacrificio y, a pesar de eso, el hombre famélico sigue con vida para luego ser sumergido en lava. Éste no es el colmo de la suspensión de la incredulidad, sino cuando Willie gime “me quebré una uña” y uno se da cuenta, sin ni siquiera pausar la reproducción de la cinta, de que en esa mano Kate Capshaw no tiene ninguna uña rota. También resulta algo sospechoso que los sacrificios se le ofrezcan a una diosa de rostro cadavérico que semeja escupir fuego. Ojalá su efigie no haya sido inspirada por las caras de las ex parejas de Spielberg y Lucas. Los personajes hablan de Kali, pero basta un gugleo rápido para verificar que esa diosa del panteón hinduista nunca ha sido representada de esta manera. Da igual. Más suspensión de la incredulidad, manitos. Nada importa.  Menos la forma tan rápida de extraerle el corazón a la víctima del sacrificio. Esta subcultura idólatra de la India habría sido la envidia de los aztecas. Ni instrumentos afilados de jade requieren. Emergen los poderes sobrenaturales. Ojalá no aparezca un ovni de las entrañas del templo. ¿Acaso habrán sido los aztecas la inspiración de la dupla Spielberg-Lucas para esta escalofriante escena? A lo mejor, como los biempensantes de las redes, nomás ando buscando aristas para también poder gritar en Twitter, como ellos, “¡apropiación cultural!”. Me recuerdo lo siguiente: ni soy azteca ni tampoco parece muy beneficiosa la adopción de una práctica como la del sacrificio de humanos. En fin. Aunque no chorree la sangre como en una cinta gore, digamos que el hecho de sacarle el corazón a otra persona no resulta muy adecuado para un público infantil y harto sensible. En ese aspecto y después de redactar esta otra entrada del blog, creo que mis objeciones caen un tanto en el terreno de la hipocresía. ¿Qué clasificación le darían actualmente los censores a este film de haberse estrenado en la actualidad? Ya se sabe. En un principio, para su estreno en cines, le dieron la clasificación PG (Parental Guidance o “para niños en compañía de sus padres”). Había que retacar de chamacos las salas de cine. Tras muchas quejas de padres y madres por la violencia en películas supuestamente infantiles como la de esta entrada y Gremlins, Spielberg “sugirió” crear una clasificación intermedia entre PG y R. Así nació la clasificación PG-13 (sólo para mayores de 13 años). Otro punto más para el billetudo director de E.T. (1982). La primera en blandir la nueva clasificación, también de 1984, fue Red Dawn o Jóvenes defensores, otra gringada producto de la duradera paranoia en los Estados Unidos ante la amenaza roja del comunismo. Posteriormente, IJ y el templo de la perdición correría la misma fortuna. Quizás los niños de los años 80 sí éramos más resistentes a las imágenes chocantes. Si quedan dudas, habría que preguntarles a los de Stranger Things, serie refrito, entre muchas otras referencias, de Los Goonies (1985), film en el cual también aparecía Ke Huy Quan. I digress, as usual. Vuelvo a concentrarme en el efectivo efectismo del señor Spielberg-o.
Ilógico resulta negar la efectividad de la loca escena del terrorífico sacrificio: los cánticos espeluznantes, el actor indio (Amrish Puri, especialista en villanos bollywoodenses) con un tocado de cuernos, los guardias maquillados como calaveras, la macabra estatua de la diosa Kali, los gritos destemplados de la escuálida víctima, su corazón palpitante en llamas y hasta el maléfico hermano gemelo del pequeño maharajá. Para efectismos engañabobos, no se puede ir más lejos. Ante la conclusión de la ceremonia, Indy se lleva la piedra sagrada para devolvérsela a los oprimidos de la aldea, pero al oír chillidos a lo lejos descubre lo acontecido en el subterráneo del templo: el líder de la secta esclavizó a un montón de escuincles para que allá abajo, en una especie de mina, encuentren las piedras faltantes. Mientras tanto, dos barbudos de turbante sorprenden a Willie y a Rapaz. De una jaula pasan al arqueólogo y al niño hacia la presencia del maharajito en trance diabólico. Quizás sí haya tribus que practiquen el vudú en la India, aunque habría que informarles a los creadores de este churro que dicha práctica es más propia de un lugar como Haití o de religiones animistas como las africanas. Pero está bien. Se les perdona. No me dejo llevar por ideas preconcebidas y echo a volar mi imaginación pueril. Tal vez alguna tribu oriunda de África que recorría las rutas de la seda importó estas creencias a la India. Todo es posible a través de la magia del cine. Algo tan emocionante y recargado sin duda surtió efecto en mi niñez, pero en la edad madura del Netflix pierdo la paciencia demasiado pronto. Aquí viene como alud soporífero la parte más aburrida y predecible: los ñaca-ñacas de los turbantes les recetan unos latigazos a los dos héroes (al grandote y al chiquito). Ni me inmuto por ver al doctor Jones recibiendo una sopa de su propio chocolate. Ni cuando lo obligan a beber una poción para volverlo de los malos. Tampoco el apuro de Willie, la damsel in distress a punto de ser sacrificada. Ya sabemos que éste, como el de la visita nocturna, se convertirá en un acto fallido. Qué casualidad que a ella no le sacan el corazón antes de bajarla hacia el pozo de lava (y nada de chichis al aire, amiguetes, esto es clasificación PG, confórmense con las peludas de Harrison Ford). Sabemos, asimismo, que el trance del doitor Indy no durará mucho. De por medio habrá una paternal cachetada vudú del arqueólogo a Shorty, vudú porque en cuanto caiga al suelo el escuincle ya tendrá sendos lagrimones corriéndole por las mejillas. Inmediateces aparte y por la acción del fuego, el único profe del planeta con cuerpo atlético saldrá de su maligna vigilia y volverá a ser el mismo de siempre —insértense ecos de la choteada melodía de Williams durante su despertar. Que me den un brebaje de ésos para ver todo al revés y proclamar por lo alto que IJ y el templo de la perdición es la indiscutible obra maestra del cine de aventuras. Para escapar de la mina, aguanto muy apenitas el enfrentamiento entre un grandulón con turbante e Indy, mismo que se replica en la falsísima pelea de chiquillos entre Rapaz y el maharajá. Por fin los buenos emprenden la huida, no sin antes llevarse las piedras sagradas y liberar a los niños esclavos.
Si escasean las orillas por dónde atreverse a abordar el fondo, vayamos luego a la pregunta de qué tan bien envejeció la forma de la película. En las siguientes secuencias resaltan de nuevo los (de)fectos especiales, ésos que tan por entero se marchitaron en apenas 36 pinches añitos. Después de un paseo en carros mineros que hubiera sido la delicia de la compañía Disney para incluirlo en alguno de sus parques de atracciones (se tuvieron que conformar si acaso con un espectáculo de stunts en el Hollywood Studios), parecería que los sustos y las emociones ya se han agotado. Después de tantos karatazo, voltereta, piquetes a un muñeco vudú, gritos, patadas, descarrilamientos de carros mineros y hasta una sorpresiva inundación, poco debería permanecer en la lista. Pero los creadores no se cansan de darles vuelta a los sesos nada helados de los enanos espectadores de los 80. Y esto porque otra escena harto efectista se prepara en el puente colgante. Aquí lo del croma se volverá una locura desenfrenada. Y a lo anterior se agregarán algunos maniquíes, así como esos cocodrilos de allá abajo que devoran a sus víctimas en menos de un segundo y sin derramar ni una gota de sangre. Como si los huesos y la carne de los esbirros con turbante se hubieran evaporado para dejar atrás unos harapos roji-negros y húmedos entre las fauces de las bestias. Al menos, no habrá más conejos que salten de la chistera de la jocosísima dupla Spielberg-Lucas. Todo es felicidad en la conclusión. Los niños esclavos y la piedra sagrada regresan felices a la aldea de la mano de Indy y sus amigos. No falta el remate en el que, ante una Willie algo furiosilla (¿fierecilla indómita?), el ojete doctor Jones la domestica con su látigo y, cuando está a punto de plantarle un beso ensalivado para que se calle la boca, ambos reciben un baño del elefante comandado por Rapaz. ¡Cuántas carcajadas del público infantil en éxtasis no se habrán producido en aquel memorable verano de 1984! Gracias por tantas emociones, doctor Jones. Gracias por tanta magia, señores Spielberg y Lucas.


Indiana Jones y el templo de la perdición (Indiana Jones and the Temple of Doom, 1984). Dirigida por Steven Spielberg. Escrita por George Lucas et al. Protagonizada por Harrison Ford, Kate Capshaw y Ke Huy Quan.

Nota al pie: Por albergar un buen recuerdo de IJ y la última cruzada (1989) no quise ni mencionarla ni mucho menos revisitarla en Netflix. Sin embargo, luego de redactar este texto, me entró la curiosidad y vi por primera vez el cuarto episodio titulado IJ y el reino de la calavera de cristal (2008). Al lado de esta última, IJ y el templo de la perdición es de verdad una obra maestra. Qué miedo pensar que ya se encuentra en planes una quinta entrega de esta franquicia de aventuras.