El tiempo no pasa en vano. Eso dicta el lugar
común. Un film, que pudiera haber parecido genial en alguna faceta de la
infancia, se visita de nuevo en la edad adulta y entonces sale a la luz una
serie interminable de defectos. Muchas gracias, Netflix. Las joyas de entonces
se transforman en las porquerías del ahora. En esta entrada me ocupo de un buen
ejemplo de lo anterior. Bastante se hablará aquí de un dúo dinámico: Steven
Spielberg y George Lucas. En otro tenor, me alegra por fin llegar a la décima
“edición” de estos textos. Los cinco anteriores fueron los de Feliz cumpleaños para mí, El abismo negro, Krull, Juego sucio
y La leyenda de Billie Jean. Va entonces el de Indiana Jones y el
templo de la perdición:
Todo arranca en un club nocturno en Shanghái. Aquí nuestro
héroe (es decir, usted, doctor Henry Walton Jones Jr.) se encuentra con unos
mafiosos chinos que le encomendaron la misión de volarse algún tesoro nacional.
Como usted es un hombre cínico y de escasos escrúpulos, nada diferente a un tal
Han Solo, lleva consigo el codiciado objeto. Porque habría que ser sinceros,
estimado doctor, a la usanza de lord Elgin, usted se dedica a saquear legados
culturales. Más adelante, durante cierta cena memorable en el palacio Pankot,
tendrá que defenderse porque acusaciones salidas de Honduras lo persiguen y
usted sólo las minimiza con la siguiente frase: “La prensa exageró el
incidente”. En el club nocturno tiene un cómplice oriundo de estas tierras. Los
nativos resultan muy útiles para derribar las barreras entre una cultura y
otra. Para colmo de lecturas anacrónicas, su cómplice se llama Wu Han. No se
necesita estudiar demasiado para ser experto en escritura de guiones
hollywoodenses ni para deducir que el pobre Wu Han no vivirá más allá de los
cinco minutos de inicio e incluso sacrificará su vida para salvarlo a usted,
nuestro héroe americano. En realidad, yo debería decir “gringo”. Porque “americanos”
somos todos los de este continente. No termino ni el primer párrafo y ya me
lanzo a realizar alusiones muy poco veladas al imperialismo yanqui. Nomás no
aprendo. En el escenario del club nocturno se desarrolla un número musical
sacado de las nostalgias del cine de los 30 y los 40 de ese mismo género. O sea,
un platillo à la Busby Berkeley. Porque, seguramente, los clubes
nocturnos en el Shanghái de la época estaban tan occidentalizados que pondrían
un numerito de este talante. ¿Qué íbamos a saber nosotros, los chiquilines de
los 80, de tamañas rarezas como la Ópera de Pekín? ¿A alguien se le habrá
ocurrido el concepto de yellow-face, a la usanza de Mickey Rooney en la
adaptación fílmica de Desayuno en Tiffany’s (1961), para de una vez
aplicárselo a todas estas bailarinas que mueven el esqueleto al ritmo de
“Anything Goes” de Cole Porter? Quizás tengan que pasar 36 pinches añitos para
que se dé el milagro. Tal vez en 2020 el mundo sea un poco más racional. Soñar
no cuesta más que una inmensa decepción.
El resto del arranque implica muerte por brocheta de shish
kebab en llamas, envenenamiento, balazos y una corretiza en la cual la
cantante del número musical va tras una piedra preciosa y usted, estimado Indy,
detrás del antídoto que, convenientemente, el mafioso trajo a la reunión. La
corretiza se adereza con gritos, bailes, ametralladoras, un gong alusivo a las
cintas de Arthur J. Rank y más notas de “Anything Goes”. Gracias al cielo. Este
eminente arqueólogo y profesor universitario se hizo acompañar de otro asiático
de repuesto, aunque sea de la mitad de la estatura del pobre y ya olvidado Wu
Han. El nombre, “Short Round”, se traduce en la versión a acceder en Netflix
como “Rapaz”. Otrora fue “Tapón” en España. El chincual recoge al héroe y a la
damisela del toldo en un coche de la época, exactamente a la entrada del club
nocturno Obi Wan —sólo los pequeñines más observadores y obsesivos se darán
cuenta de esta autocomplaciente referencia al universo lucasiano de Star
Wars. La persecución chistosona se prolonga hasta llegar al aeródromo,
sitio donde nuestros grandes aventureros serán recibidos por un Dan Ackroyd con
un acento británico en extremo dudoso. Qué mala pata que la aeronave pertenezca
a la compañía del mafioso chino y, en poco tiempo, los pilotos abandonarán a
los tres pasajeros a su suerte. Y así, tras algunas secuencias con una bastante
notable utilización del croma, nuestros héroes aterrizarán en la India. De
veras: qué mal envejecen algunos (d)efectos especiales, señor Spielberg-o. Al
menos, por no haberla dirigido él, a su camote el Luquitas no se le ha ocurrido
meterle el bisturí digital a esta serie de películas como sí lo hizo con la
primera trilogía de SW. Tras introducción tan emocionante (con la música
emblemática de don John Williams incluida), se le encomienda a usted, doctor
Jones, su verdadera misión, una rebosante de aventuras: rescatar una piedra
sagrada de las manos de una secta asesina que sacrifica hombres y esclaviza
niños. Los espectadores adivinarán que se hallan ante Indiana Jones y el
templo de la perdición (Indiana Jones and the Temple of Doom, 1984),
cinta dirigida por Steven Spielberg y basada en una idea de George Lucas.
Tengo que ser sincero: con la afición de linchar gente en
las redes sociales y el miedo subsecuente a recibir acusaciones por mostrarse
poco inclusivo o por ostentar nula corrección política, mucho de lo retratado
aquí por la dupla Lucas-Spielberg sería hoy impensable. No sólo se trata de la incómoda
representación de un par de culturas asiáticas, sino de algo mucho más
evidente: la protagonista femenina. Cuando al menos en Karen Allen había cierta
variación del cliché de “la princesita a rescatar” (la damsel in distress
en el idioma de Shakespeare) durante la primera película (Los cazadores del
arca perdida), cualquier avance se echa por la borda en este segundo episodio,
el cual es una precuela. Aunque en 1984 todavía, creo, no se usara de forma tan
común y corriente este vocablo. El personaje interpretado por Kate Capshaw,
quien luego se convertiría en la segunda esposa de Spielberg, es una mujer
frívola, ambiciosa, casi siempre cobarde y muy engreída. Nada más les faltó
ponerle el nombre de Pandora para completar el cuadro. Pero no sean tan obvios,
Stevie y Georgie, porque ella se llama Willie. Como solía decirse antes, cherchez
la femme. No hay otra manera de expresarlo. La dupla se ensaña con el
personaje interpretado por Capshaw. A esta mujer rubia, caprichuda y vanidosa se
le rompen las uñas, se le escapan los diamantes y, por supuesto, al arribar a
la India blande todo tipo de objeciones con la comida del lugar. Ni hablemos
cuando tiene que montarse encima de un elefante. Supuestamente, al momento de
preparar la película, el dúo dinámico sufría las consecuencias de una
separación reciente —no entre ellos, claro, sino con sus respectivas mujeres. Y
vaya que toda su hiel la proyectan en el personaje encarnado por Capshaw. Aunque
lo paradójico del asunto es que de lo que acusan a este personaje
(insensibilidad cultural), ellos lo cometen al por mayor. También se dará la
oportunidad de que Indy se regodee con el fenómeno hoy conocido como mansplaining:
“Ésos no son pájaros, preciosa. Son murciélagos gigantes”. Hasta el elefante machista
la tumba en un estanque cochambroso. Nomás faltó que unos perros con lepra le
mearan encima. Las mamás de hoy no se quejarían de la violencia, sino del
sexismo.
Si se elige ignorar lo anterior, fijémonos por otro lado en Shorty-Rapaz
(Ke Huy Quan), el hijo adoptivo de Indy. Y, sobre todo, en la forma como estos
dos personajes afirman conocerse. Según comentan frente a una fogata, Indy
recogió a este huérfano de las calles de Shanghái. ¿Es posible que nadie
comentara entonces lo inapropiado de que un hombre de treinta y tantos se haga
acompañar de un niño de diez al cual no lo vincula ningún lazo de sangre? Tal
vez nadie lo dijo porque en los 80 los peques no éramos tan mal pensados ni tan
cínicos. Al contrario. Si nos encantaba el Thriller de Michael Jackson. Y
siendo ésta una precuela a Los cazadores del arca perdida (1981), ¿dónde
quedó Short Round años después? ¿Encerrado en alguna escuela privada de Estados
Unidos y privado de todo tipo de hazañas? Queda claro que este niño de origen
asiático corrió con la gran suerte de toparse con un hombre estadounidense que
lo salvara de la miseria y de terminar muerto en una cloaca de Shanghái. Loas y
coronas de laurel para el colonialista salvador. Alabado sea, doctor Jones. Si ya
la película le da más de un llegue brutal a la cultura china en el arranque, en
la India todo se volverá imprecisiones, caricaturización e hipérboles. Esto, en
aras de subrayar el exotismo del lugar. No se deciden, por ejemplo, si el
nombre de uno de los dioses más importante del panteón hinduista se pronuncia
“Siva” o “Shiva”. La gente de la aldea es ignorante, pobre y supersticiosa.
Tiene además como opresor a un maharajá que resulta ser un chamaco apretado y
mamón (ideal, por cierto, para que más adelante Shorty le propine algún
chingadacillo fingido). Si el culero Indy aún no está muy convencido de
intervenir, el meloso Spielberg se encargará de mandarle a un niño flacucho y
agonizante. Si usted, doctor Jones, no se conmueve con los hombres y las
mujeres famélicos de esta aldea oprimida, ¿cómo no se va a conmover cuando la
madre se lleve en brazos el cuerpo exangüe de su hijo? Qué se le va a hacer.
Así es Stevie y su predilección por la lágrima fácil.
También en redes sociales se abusa actualmente de la
expresión “apropiación cultural” para apuntar el índice hacia otros y quienes
son sus usuarios más radicales quizás no entienden que, de no existir el
intercambio entre culturas, poco enriquecimiento habría en la historia de este
planeta. Esto es pura especulación mía, pero algunas guerras se habrían
evitado. Aunque varias culturas ya se habrían extinguido. Tal vez todas. Quién
sabe. Tampoco entienden que de poco nos vale tumbar estatuas por tratarse de un
acto epidérmico que no va a la raíz del problema: ese inacabable rechazo a la
otredad. Purga de conciencias propias, golpes de pecho tan sonoros como para
impresionar al más incauto. Nueva beatitud. Qué más da. Sin embargo, algunas de
estas personas tan biempensantes como radicales bien podrían echarles un
vistazo a las representaciones de las culturas asiáticas en esta cinta, propiedad
del dúo dinámico e hiper-taquillera en su momento. Si HBO-Max siente la
necesidad de incluir una advertencia antes de Lo que el viento se llevó
(1939), ¿por qué Netflix no hace lo mismo con esta película? ¿Acaso una de
aventuras no aporta el mismo peso que un dramón cuyo trasfondo histórico es la
Guerra de Secesión? ¿Dónde quedaron los papás y las mamás biempensantes para
que pongan el alarido en el cielo?
Así que quitémonos las caretas, montémonos en nuestro
pedestal de superioridad moral y sigamos con la extensa lista. Ya se notó que la
mayoría de los villanos son chinos o indios y todos de actitud muy “muajajajajá”,
como corresponde al género trasnochado y maniqueísta de los seriales que esta
dupla veía de chicos. Aunque especularé todavía más: dudo que hoy estos
cineastas se permitieran tales representaciones y no precisamente por
conciencia cultural, sino por puro interés. Quizás en la actualidad (pre-COVID-19,
aclaro) irían corriendo a consultar con las comunidades fílmicas de China e India
para que la cinta entrara a distribución en dos de los mercados más grandes y,
por lo tanto, más jugosos del mundo (¡Ka-Ching!). Ahora se comprende por qué el
gobierno de la India no les permitió filmar en su territorio y tuvieron que
irse a Sri Lanka. El colmo de la incomprensión hacia otra cultura se produce a
lo largo del desfile de comidas exóticas y durante la cena en el palacio del
maharajá. Entre más vomitivo sea esto, la aventura para los chiquilines se tornará
más graciosa y memorable. Debo confesar que el ardid sí funcionó en mí en
aquella época porque lo de los sesos helados de mono es algo que nunca se me ha
podido borrar de la mente. Pero me adelanto. Antes de correrle a la gorra,
debemos acceder a la fortaleza escondida, ¿no, Kurosawa-san?
Nuestros héroes son recibidos en la entrada del palacio
Pankot por el primer ministro del maharajá, Chattar Lal —interpretado por Roshan
Seth, actor que dos años antes había salido en Gandhi. El primer
ministro se presenta inmediatamente como alguien civilizado sólo por haber
estudiado en Oxford. Antes de la cena, no pueden faltar el numerito fugaz de
Bollywood, muy en el fondo, y la presentación del estirado oficial británico en
la piel del señor Grady (Philip Stone) de El resplandor. El capitán
Blumburtt muy apenas abre la boca para hablar y su apellido se halla bastante
cercano a una combinación entre las palabras bum (británica) y butt
(norteamericana). Si es intencional, qué buen chistorete. De veras. En
escatología no paramos. Willie, de inmediato pensando en matrimonio y riquezas
como la hermana gringa de la Susanita de Mafalda, se entera de que el
maharajá es soltero. Aunque se llevará un chasco cuando vea que en realidad es
un niño de unos diez años. Qué bonitas son las gracejadas del dúo dinámico
cuando salen de la boca de un huerquillo chino: “Quizás le gusten las mujeres
mayores”, replica Shorty. Resuenan las carcajadas de los escuincles mexicanos y
ochenteros dentro de la sala de cine. Ahora sí marcha el desfile de platillos de
la cena, uno más asqueroso que el anterior para culminar con el postre, los
apetitosos sesos helados de mono. Rapaz-Tapón ya está lo suficientemente
americanizado para también espantarse como Willie. Hasta su gorra de los Gigantes
de Nueva York trae puesta. Estos datos sorprenden por partida doble. Para
referencias a la vieja cultura deportiva de los EUA, no hay lugar a equivocación
y se evoca, incluso, a un equipo de béisbol ya extinto. Por otro lado, ¿no que
en China se comen hasta a los perros? Y, gracias al coronavirus, todo el planeta
se enteró del consumo de unos animales llamados pangolines. Sin embargo, quizás
el tiempo que ha vivido con Indy en los Estados Unidos haya servido para borrarle
la memoria y olvidarse de qué se come en culturas tan distantes y extrañas. Toda
la insensibilidad cultural anterior se excusa con el pretexto de que Lucas y Spielberg
realizan alusiones a un cine de aventuras de la época en la cual ellos
crecieron, ésa de matinés, seriales y, por supuesto, mínima preocupación por
ofender a alguien allende las fronteras de su país. Algo del tufillo patriotero
post-Segunda-Guerra-Mundial les habrá lavado el coco y la exaltación exagerada
de las virtudes de su propio país les parecerá normal. Tal vez sí. Aunque,
supongo, no tanto para convertirse en compadres de alguien como Donald Trump.
Su imagen pública irá por delante, de seguro.
Tras la cena habrá que preparar a los pequeños espectadores
para el momento cachondo de la noche. Esto cuando Indy decida hacerle una
visita nocturna a la mujer que tanto dice despreciar, pero con la que, como el
buen chingón que es, no despreciaría un rapidín. El diálogo es básico a más no
poder y en algo recuerda, si intercambio la cronología, a los muy amorosos y
poéticos coloquios entre Anakin Skywalker y Padmé Amidala en SW: El
ataque de los clones (2002). Así de desbordada se percibe la química entre
las parejas de George Lucas. Héroe y damisela comparten expresiones como “costumbres
de apareamiento”, “ritos amorosos”, “prácticas sexuales primitivas” y, sin
interludio, arden en deseos de darle el siga al beso apachonado. Música extradiegética-williamsónica
interviniendo en el momento preciso, como de costumbre en las películas del
señor Spielberg-o. A los segundos ambos protagonistas se ponen sus orgullosos moños.
Y, si eso no es suficiente, el encuentro sexual (al fin y al cabo, esta cinta
se clasificó originalmente como PG y no debe haber más tetas que las de las
esculturas tradicionales del hinduismo) se ve interrumpido por un matón con
turbante. De ésos que tanto les gustaban a los gringos y todavía más luego del
9/11. Mientras Willie está a un paso de exigirle a Indy que le haga el amor, él
pone en práctica todos sus conocimientos de arqueólogo estrella y descubre un
pasadizo secreto. Boobie… (no de ésas, por favor, ya dijimos que esto es
clasificación PG). Ejem, perdón… Booby traps y alimañas al por mayor. Por
fin, después de más gracejadas con los bichos patones, el trío se cuela al
recinto sagrado de la secta hindu-satánica. Aquí se da una de las escenas-cumbre
y otra de ésas que impresionó irremediablemente mi joven cerebro de ocho años:
cuando le sacan el corazón a una víctima de sacrificio y, a pesar de eso, el
hombre famélico sigue con vida para luego ser sumergido en lava. Éste no es el
colmo de la suspensión de la incredulidad, sino cuando Willie gime “me quebré
una uña” y uno se da cuenta, sin ni siquiera pausar la reproducción de la cinta,
de que en esa mano Kate Capshaw no tiene ninguna uña rota. También resulta algo
sospechoso que los sacrificios se le ofrezcan a una diosa de rostro cadavérico
que semeja escupir fuego. Ojalá su efigie no haya sido inspirada por las caras
de las ex parejas de Spielberg y Lucas. Los personajes hablan de Kali, pero
basta un gugleo rápido para verificar que esa diosa del panteón hinduista nunca
ha sido representada de esta manera. Da igual. Más suspensión de la
incredulidad, manitos. Nada importa. Menos
la forma tan rápida de extraerle el corazón a la víctima del sacrificio. Esta
subcultura idólatra de la India habría sido la envidia de los aztecas. Ni
instrumentos afilados de jade requieren. Emergen los poderes sobrenaturales.
Ojalá no aparezca un ovni de las entrañas del templo. ¿Acaso habrán sido los
aztecas la inspiración de la dupla Spielberg-Lucas para esta escalofriante escena?
A lo mejor, como los biempensantes de las redes, nomás ando buscando aristas
para también poder gritar en Twitter, como ellos, “¡apropiación cultural!”. Me
recuerdo lo siguiente: ni soy azteca ni tampoco parece muy beneficiosa la
adopción de una práctica como la del sacrificio de humanos. En fin. Aunque no chorree
la sangre como en una cinta gore, digamos que el hecho de sacarle el
corazón a otra persona no resulta muy adecuado para un público infantil y harto
sensible. En ese aspecto y después de redactar esta otra entrada del blog, creo
que mis objeciones caen un tanto en el terreno de la hipocresía. ¿Qué
clasificación le darían actualmente los censores a este film de haberse
estrenado en la actualidad? Ya se sabe. En un principio, para su estreno en
cines, le dieron la clasificación PG (Parental Guidance o “para niños en
compañía de sus padres”). Había que retacar de chamacos las salas de cine. Tras
muchas quejas de padres y madres por la violencia en películas supuestamente
infantiles como la de esta entrada y Gremlins, Spielberg “sugirió” crear
una clasificación intermedia entre PG y R. Así nació la clasificación PG-13
(sólo para mayores de 13 años). Otro punto más para el billetudo director de E.T.
(1982). La primera en blandir la nueva clasificación, también de 1984, fue Red
Dawn o Jóvenes defensores, otra gringada producto de la duradera
paranoia en los Estados Unidos ante la amenaza roja del comunismo. Posteriormente,
IJ y el templo de la perdición correría la misma fortuna. Quizás los niños
de los años 80 sí éramos más resistentes a las imágenes chocantes. Si quedan
dudas, habría que preguntarles a los de Stranger Things, serie refrito,
entre muchas otras referencias, de Los Goonies (1985), film en el cual
también aparecía Ke Huy Quan. I digress, as usual. Vuelvo a concentrarme
en el efectivo efectismo del señor Spielberg-o.
Ilógico resulta negar la efectividad de la loca escena del terrorífico
sacrificio: los cánticos espeluznantes, el actor indio (Amrish Puri, especialista
en villanos bollywoodenses) con un tocado de cuernos, los guardias maquillados
como calaveras, la macabra estatua de la diosa Kali, los gritos destemplados de
la escuálida víctima, su corazón palpitante en llamas y hasta el maléfico
hermano gemelo del pequeño maharajá. Para efectismos engañabobos, no se puede
ir más lejos. Ante la conclusión de la ceremonia, Indy se lleva la piedra
sagrada para devolvérsela a los oprimidos de la aldea, pero al oír chillidos a
lo lejos descubre lo acontecido en el subterráneo del templo: el líder de la
secta esclavizó a un montón de escuincles para que allá abajo, en una especie
de mina, encuentren las piedras faltantes. Mientras tanto, dos barbudos de
turbante sorprenden a Willie y a Rapaz. De una jaula pasan al arqueólogo y al
niño hacia la presencia del maharajito en trance diabólico. Quizás sí haya
tribus que practiquen el vudú en la India, aunque habría que informarles a los creadores
de este churro que dicha práctica es más propia de un lugar como Haití o de religiones
animistas como las africanas. Pero está bien. Se les perdona. No me dejo llevar
por ideas preconcebidas y echo a volar mi imaginación pueril. Tal vez alguna
tribu oriunda de África que recorría las rutas de la seda importó estas creencias
a la India. Todo es posible a través de la magia del cine. Algo tan emocionante
y recargado sin duda surtió efecto en mi niñez, pero en la edad madura del
Netflix pierdo la paciencia demasiado pronto. Aquí viene como alud soporífero la
parte más aburrida y predecible: los ñaca-ñacas de los turbantes les recetan
unos latigazos a los dos héroes (al grandote y al chiquito). Ni me inmuto por
ver al doctor Jones recibiendo una sopa de su propio chocolate. Ni cuando lo
obligan a beber una poción para volverlo de los malos. Tampoco el apuro de
Willie, la damsel in distress a punto de ser sacrificada. Ya sabemos que
éste, como el de la visita nocturna, se convertirá en un acto fallido. Qué
casualidad que a ella no le sacan el corazón antes de bajarla hacia el pozo de
lava (y nada de chichis al aire, amiguetes, esto es clasificación PG,
confórmense con las peludas de Harrison Ford). Sabemos, asimismo, que el trance
del doitor Indy no durará mucho. De por medio habrá una paternal cachetada vudú
del arqueólogo a Shorty, vudú porque en cuanto caiga al suelo el escuincle ya
tendrá sendos lagrimones corriéndole por las mejillas. Inmediateces aparte y
por la acción del fuego, el único profe del planeta con cuerpo atlético saldrá
de su maligna vigilia y volverá a ser el mismo de siempre —insértense ecos de
la choteada melodía de Williams durante su despertar. Que me den un brebaje de
ésos para ver todo al revés y proclamar por lo alto que IJ y el templo de la
perdición es la indiscutible obra maestra del cine de aventuras. Para
escapar de la mina, aguanto muy apenitas el enfrentamiento entre un grandulón con
turbante e Indy, mismo que se replica en la falsísima pelea de chiquillos entre
Rapaz y el maharajá. Por fin los buenos emprenden la huida, no sin antes
llevarse las piedras sagradas y liberar a los niños esclavos.
Si escasean las orillas por dónde atreverse a abordar el
fondo, vayamos luego a la pregunta de qué tan bien envejeció la forma de la
película. En las siguientes secuencias resaltan de nuevo los (de)fectos especiales,
ésos que tan por entero se marchitaron en apenas 36 pinches añitos. Después de
un paseo en carros mineros que hubiera sido la delicia de la compañía Disney
para incluirlo en alguno de sus parques de atracciones (se tuvieron que conformar
si acaso con un espectáculo de stunts en el Hollywood Studios),
parecería que los sustos y las emociones ya se han agotado. Después de tantos
karatazo, voltereta, piquetes a un muñeco vudú, gritos, patadas, descarrilamientos
de carros mineros y hasta una sorpresiva inundación, poco debería permanecer en
la lista. Pero los creadores no se cansan de darles vuelta a los sesos nada
helados de los enanos espectadores de los 80. Y esto porque otra escena harto
efectista se prepara en el puente colgante. Aquí lo del croma se volverá una
locura desenfrenada. Y a lo anterior se agregarán algunos maniquíes, así como esos
cocodrilos de allá abajo que devoran a sus víctimas en menos de un segundo y
sin derramar ni una gota de sangre. Como si los huesos y la carne de los
esbirros con turbante se hubieran evaporado para dejar atrás unos harapos
roji-negros y húmedos entre las fauces de las bestias. Al menos, no habrá más
conejos que salten de la chistera de la jocosísima dupla Spielberg-Lucas. Todo
es felicidad en la conclusión. Los niños esclavos y la piedra sagrada regresan
felices a la aldea de la mano de Indy y sus amigos. No falta el remate en el
que, ante una Willie algo furiosilla (¿fierecilla indómita?), el ojete doctor
Jones la domestica con su látigo y, cuando está a punto de plantarle un beso
ensalivado para que se calle la boca, ambos reciben un baño del elefante
comandado por Rapaz. ¡Cuántas carcajadas del público infantil en éxtasis no se
habrán producido en aquel memorable verano de 1984! Gracias por tantas
emociones, doctor Jones. Gracias por tanta magia, señores Spielberg y Lucas.
El avance “clásico”: https://www.youtube.com/watch?v=NGsWgHNxK9c
—Indiana Jones y el templo de la perdición (Indiana
Jones and the Temple of Doom, 1984). Dirigida por Steven Spielberg. Escrita
por George Lucas et al. Protagonizada por Harrison Ford, Kate Capshaw y
Ke Huy Quan.
Nota al pie: Por albergar un buen recuerdo de IJ
y la última cruzada (1989) no quise ni mencionarla ni mucho menos
revisitarla en Netflix. Sin embargo, luego de redactar este texto, me entró la
curiosidad y vi por primera vez el cuarto episodio titulado IJ y el
reino de la calavera de cristal (2008). Al lado de esta última, IJ y el
templo de la perdición es de verdad una obra maestra. Qué miedo pensar que
ya se encuentra en planes una quinta entrega de esta franquicia de aventuras.