De colección: volver a leer

Conservo dos colecciones de libros de una juventud cada vez más lejana. Ninguna está completa. Nunca lo estarán, pero eso ya no me importa. La primera empezó a conjuntarse durante la pubertad con los libros de Agatha Christie publicados por la editorial barcelonesa Molino (Selecciones de Biblioteca Oro). A esa edad le pedía insistentemente a mi padre que me llevara a la librería Renacimiento de don Javier Lazalde cada dos o tres semanas. La librería se ubicaba sobre la Avenida Morelos, casi para llegar a la Plaza de Armas de Torreón. Todavía conservo muchos de esos libros (el último que releí fue La casa torcida y únicamente para escribir otra entrada de este mismo blog). Un par se perdieron por andárselos prestando a compañeros de la secundaria o la prepa Pereyra que me veían leer sin parar. Seguía siendo muy ingenuo entonces: si a mí prestaban algo, lo devolvía lo más pronto posible y ya. Pensaba que todo el mundo había sido educado (¿condicionado?) como yo. Qué puberto tan pendejo.

Esta entrada, sin embargo, se trata de la segunda colección también incompleta. Aquella comenzó a conformarse cuando tenía un poco más de años: entre los 17 y los 18. Ya estaba en la universidad, estudiaba derecho y seguía leyendo como enajenado. En esa época RBA Editores sacó una colección titulada Narrativa Actual. Un volumen salía cada semana y lo vendían en varias revisterías. Recuerdo haber comprado mis ejemplares en la revistería Sandy de don Pablo que se ubicaba afuera de la Soriana Revolución (la que hoy se apellida Fundadores). Era la más cercana a la casa en la que mi familia y yo vivíamos. El primer volumen era El nombre de la rosa de Umberto Eco. Natural para mí pasar de Christie a Eco gracias a una cierta predilección malsana por las historias detectivescas. Años antes había intentado leer la novela policiaca del profesor italiano de semiótica en una traducción al inglés. Entendí a medias y sólo porque había visto la adaptación cinematográfica de Jean-Jacques Annaud con Sean Connery. Cuando RBA sacó como primer número El nombre de la rosa, pude entenderla bastante bien. Al menos, lo que mis 17 o 18 años me permitían.

Hasta la fecha conservo 75 volúmenes de dicha colección. Durante mucho tiempo, tuve 72. Los tres faltantes entre el 1 y el 75 eran El agente confidencial de Graham Greene (autor que volverá a aparecer más adelante) con el número 36, En la penumbra de Juan Benet (con el 67) y El vicecónsul / El arrebato de Lol V. Stein de Marguerite Duras (con el 72). Ya que durante la pandemia parecía sobrar el tiempo, realicé la hazaña de encontrarlos en Mercado Libre y no dudé en realizar la compra. Aun así, no pienso tratar de conseguir del 76 en adelante. Es más, ni siquiera sé a qué número asciende la cantidad total de volúmenes de la colección. Gracias a esta, disfruté como loco El amor en los tiempos del cólera, La insoportable levedad del ser, Wilt, A sangre fría, El beso de la mujer araña, Lolita, Bomarzo, La ciudad y los perros, Gringo viejo, Sobre héroes y tumbas, El tambor de hojalata, Como agua para chocolate, El amante de la China del Norte, Garras de astracán, El jinete polaco, La historia interminable, entre varios otros. Y, por supuesto, aprendí mucho más de lo que habría imaginado con Las edades de Lulú. Para colmo, es una edición bonita y perdurable. Hasta la fecha, se conserva bastante bien.

Luego de la pandemia y de otras vicisitudes, le perdí el gusto a la lectura. Así. De plano. A causa de la para mí tan angustiante pérdida y de mis cursos, tanto presenciales como en línea, sí leía y releía, pero más que nada por obligación. Algo cambió a finales del año pasado. Otra vez por una obligación autoimpuesta y para preparar una sesión de cuento del Café Literario, releí El poder y la gloria de Greene (número 59 de la colección). Me dio la sensación de haber completado un rompecabezas de algunas piezas desbalagadas durante mucho tiempo. Recordaba que el relato se centraba en un sacerdote fugitivo y alcóholico. Nada más. Es decir, casi nada permanecía en mi memoria de los otros personajes o de los detalles de la trama. Por supuesto, en la primera lectura de la adolescencia, no entendí en lo absoluto el contexto de la novela. ¿Católicos perseguidos en México? En aquella mi realidad pacata, provinciana, ranchera y pequeño burguesa me parecía inconcebible, así que ni siquiera se registró en mi cerebro ni tampoco despertó mi curiosidad para hacer algo de investigación en la biblioteca de la uni. La sensación de armar el rompecabezas, de entenderlo con la madurez de mis casi cincuenta años me dejó una satisfacción que se multiplicaría con el siguiente acto.

El punto de inflexión se presentó durante una temporada de enfermedades que no querían irse (primero, las vías respiratorias y de forma seguida, una intoxicación estomacal fulminante). Una noche en que no me sentía tan jodido vi en la plataforma de Amazon Prime un film de título Saltburn. Durante algunos días fue tendencia en las redes sociales. Mientras veía la cinta y, a diferencia de muchas otras personas con el colmillo cinematográfico menos afilado, no me dejaba escandalizar por las puerilidades provocativas de la directora (un muchacho trepador atáscandose de flujo menstrual o, más tarde, fajándose la tumba de un recién difunto “amigo”, por ejemplo) me dije: “Esta película tiene una premisa similar a Retorno a Brideshead. En lugar de estar perdiendo mi valioso tiempo viendo estas niñerías, debería estar releyendo Retorno a Brideshead”. Algunas semanas después, eso hice. Y fui muy feliz.

Retorno a Brideshead de Evelyn Waugh es el número 20 de la multimentada colección. De la primera lectura de dicha novela, en mi memoria solamente permanecían desdibujados algunos elementos: dos compañeros en una universidad británica, un oso de peluche de nombre Aloysius y una casa señorial, la del título. Volver a leer la obra de Waugh fue como leerla por primera vez. A los 18, elucubro, habría sido harto difícil para mí identificarme con Charles Ryder, el personaje de mediana edad que regresa de forma providencial a la mansión, la misma que le detona tantos recuerdos sobre la familia Flyte. Hoy, rebasando incluso por una década la edad de Ryder cuando regresa a Brideshead al inicio del libro, puedo entender ese mismo sentimiento: el de retornar al lugar al que uno jamás pensó que volvería. No solo me retrotraje, capacidad mágica de la ficción, a los años 20 y 30, el periodo de entreguerras en que se ubica la trama de la novela, sino que además a los 80, momento en que se llevó a cabo la serie de Granada TV con Jeremy Irons y Anthony Andrews. Cada vez que terminaba de leer algunos capítulos, acudía a YouTube para ver los episodios correspondientes de la serie y pude constatar la fidelidad de la adaptación. Quedan así en evidencia mi entusiasmo y mis ganas de que ese momento de claridad y de júbilo no terminara nunca. Ya lo sé. Es un cliché, pero las palabras no me alcanzan para describir el sentimiento durante esos días.

El tercer acto podría ser el del desastre, el de la desazón de comprobar una vez más que nunca volveré a leer con el frenesí con el que leía durante la juventud. Ahora paso al número 2 de la colección: El perfume. En los ya no tan recientes días de vacaciones de Semana Santa, además de despachar otros pendientes, me di a la tarea de volver a leer la novela de Süskind. Aún no la termino. Ni siquiera voy a la mitad porque tal vez me engañe. ¿Quién dice, fuera de quienes nos dedicamos a esto, que vale la pena leer? No me hace mejor persona. Al contrario, me ha convertido en un soberbio. Sí, ha mejorado mi vocabulario desde hace décadas, pero nunca de la manera simplista y automática que muchos hemos descrito en nuestras clases ante alumnos cuya mirada no se despega jamás de sus teléfonos celulares. Ahora bien, ¿quién dice que la cantidad de libros debería superar a la calidad? Actualmente no leo ni analizo como lo hacía en la adolescencia. Es lógico. Analizar, desmenuzar y otras actividades similares que parecen servirme únicamente para recitar sinónimos se han vuelto con la madurez acciones hechas en automático y con una profundidad de la que me precio, pero que nunca cristalizo en algún sesudo ensayo académico sobre literatura. Y no. No tiene caso, como lo hice en años anteriores en esta misma bitácora, realizar un inventario de lecturas y romper mi récord de libros de cada año. Esas no dejan de ser actitudes inmaduras de quien parece querer acumular mayor cantidad en lugar de mayor calidad y, por otra parte, a nadie le importa cuántos libros uno haya leído por año en un país donde los lectores son una especie en extinción. ¿Cuánto más necesitamos consumir, así sean libros, para colmar nuestros vacíos emocionales? Tampoco debería aferrarme a esta nostalgia engañosa que termina siendo una trampa sin salida: la de querer recrear una sensación ida hace mucho tiempo ya. Empecé este texto en febrero o marzo y lo termino, sin intención alguna, pocos días después de la conmemoración del 23 de abril. No soy de efemérides. Los días mundiales de No-sé-qué me vienen valiendo madres. No soy un medio de comunicación convencional para enunciar un lugar común tras otro como perico y dejar satisfechos a receptores fáciles de complacer. Creo que será hasta que termine el semestre en la uni cuando pueda terminar de leer El perfume. Después tal vez relea Wilt en el verano. Necesito reírme un poco.