De la discriminación a la empatía


Pocas veces me he ocupado de la filmografía quebequense a pesar de vivir aquí. Sobre todo, porque también en muy contadas ocasiones traspasa fronteras. No sólo por la falta de distribución. Sino porque resulta a veces muy local, indescifrable para el resto del mundo. Incluso, el resto del mundo francófono. Sin embargo, en el caso de C.R.A.Z.Y.(2005) de Jean-Marc Vallée la película sí traspasó fronteras, se presentó en varios festivales y gozó de una distribuición extensa. Va entonces aquí la reseña sobre la cinta -a colación por el estreno de The Young Victoria- que se publicó hace algunos años en Acequias:

Claude Jutra fue uno de los más destacados cineastas de la provincia francófona de Québec en Canadá. El realizador y actor —conocido sobre todo por dirigir Mi tío Antonio (1971)— decide morir en las aguas del río San Lorenzo al rechazar un futuro en que sus capacidades mentales iban a estar minadas. No soportó vivir con Alzheimer y se suicidó en noviembre de 1986. Quedan de él, además de su recuerdo, la obra cinematográfica, un pequeño parque conmemorativo con su nombre sobre la calle Prince-Arthur de Montreal y los premios Jutra, el equivalente en Québec del Óscar desde hace ocho años.
A principios de 2006 dos títulos destacan —cada uno con catorce nominaciones— para los Jutra: Maurice Richard de Charles Binamé, cinta biográfica estrenada en otoño pasado sobre uno de los grandes héroes del deporte canadiense, el jugador de hockey con el sobrenombre de “The Rocket”; y C.R.A.Z.Y. de Jean-Marc Vallée, película con un estreno un poco más lejano y representante frente al Óscar en la categoría de mejor filme en lengua extranjera sin obtener, dicho sea de paso, la citada mención. Mientras la primera abre y termina en perfecto círculo con el motín de 1955 en Montreal, la segunda comienza precisamente cinco años después con la noche de Navidad en la que su curioso héroe nace. Para ambas son los años de la llamada Revolución Tranquila, la misma época en que Claude Jutra surge y se establece como precursor del cine moderno dentro y fuera de los confines de Québec.
Mi tío Antonio —exhibida en México hace más de tres décadas durante la II Muestra Internacional de Cine— se centraba en Benoît, un muchacho huérfano que miraba el universo —durante las festividades navideñas— desde las ventanas de la única tienda de un pueblo minero de Québec. Su historia era de crecimiento frente a realidades como la muerte, el sexo, el matrimonio, la hipocresía, la miseria y el dolor. En fin, un bildungsroman en imágenes. Si algo comparten las cintas de Claude Jutra y Jean-Marc Vallée es este elemento: la maduración del personaje central. Aunque se trate de otra época —los cuarenta contra los sesenta y setenta— y otro espacio —lo rural contra lo urbano— ambas blanden el conocimiento propio como arma persuasiva. Sin embargo, el obstáculo con el que se tendrá que enfrentar Zachary Beaulieu, el eje de C.R.A.Z.Y., es la discriminación.
Por desgracia la discriminación es una constante en todos los pueblos. La necesidad de asociación del género humano, la formación de fraternidades y las imposiciones de un grupo mayoritario a una minoría de los conceptos de lo aceptable y lo normal culminan casi siempre en el acto de suprimir aquello que distinga y haga diferente a cada individuo. La convicción de pertenecer a un grupo selecto y a veces, lamentablemente, considerado superior conduce a actitudes excluyentes con respecto a aquellos que se encuentran en la periferia. Lo desconocido siempre da miedo. Es, al fin y al cabo, un sentimiento natural, casi instintivo. Se vuelve más fácil explicar la alteridad a través del estereotipo o el prejuicio antes de filtrarla con la razón, mucho menos con la empatía. Desde la infancia el ser humano aprende cómo discriminar, desde entonces se forman colectividades que son como escudos contra la insignificancia propia ante el cosmos, desde los primeros años la sociedad perpetúa distinciones por motivos diversos ya sean la raza, el sexo, la clase social, el origen, la religión, las tendencias sexuales o la poca adaptabilidad a cierto modelo de belleza impuesto por un mundo consumista. No importa, la exclusión se da sin falta y la más devastadora de ellas es quizás la que se da hacia el interior.
A final de cuentas, es mucho más sencillo alinearse, camuflarse, no distinguirse entre la maleza, formar una unidad en la que sea imposible destacar; todo eso es preferible a nadar contracorriente. No es difícil observar resignación e indolencia frente a estos pactos tácitos desde la escuela primaria hasta la universidad. Ahí se despliegan la misma ropa, los mismos gestos, las mismas actitudes. La individualidad cuesta demasiado y hay que ocultarla. Para quien vive, por lo tanto, en una sociedad que posee un cierto tipo de discriminación enraizada hasta el tuétano, el sentimiento de autoflagelación y auto-negación se convierte en odio. Odio hacia el interior y hacia el exterior. El camino conducente al oasis de la tranquilidad es largo y tortuoso. Es ése el camino gemelo que no exento de humor debe recorrer el protagonista de C.R.A.Z.Y. (2005). Al final de la travesía, los seres humanos se dan cuenta de la verdad que antes eran incapaces de admitir. No hay quien no haya sido víctima de la discriminación sea por su apariencia o por su ideología. No hay tampoco quien no haya sido victimario aún con el pensamiento. En diferentes momentos se puede ser, frente a ella, víctima o victimario. Los roles son intercambiables. Igual le pasará a Zachary Beaulieu.
C.R.A.Z.Y. transcurre a lo largo de los sesenta, se detiene gran parte en los setenta y culmina en los ochenta siguiendo el argumento escrito por el director Jean-Marc Vallée en colaboración con François Bulay. Con el lente de la cámara, seguimos el crecimiento de Zachary Beaulieu (Marc-André Grondin), el cuarto en una familia clase-mediera, tradicional y católica de cinco hijos varones dentro de los suburbios del norte de Montreal. Nacido bajo el signo de la Nochebuena de 1960, Zac debe cargar con esa fecha a cuestas de tal modo que termina detestando la celebración de su cumpleaños por dos razones: tener el nacimiento del niño Jesús opacando el suyo y nunca recibir los regalos que desea —entre ellos, una carriola de bebé. Explicables son entonces sus ensoñaciones durante la misa de gallo en las cuales la congregación entera canta “Sympathy for the Devil” de los Rolling Stones y él asciende a las alturas. Por lo menos, las del templo. Un golpe en la cabeza de recién nacido lo distingue de los demás hermanos pues de dicha calamidad se nutre la creencia del supuesto poder para curar enfermedades ajenas, creencia preservada sobre todo por Laurianne (Danielle Proulx), su madre. Tal vez por eso, la relación entre Zac y su padre, Gervais (Michel Côté), es tan cercana. Para él, el progenitor es prácticamente un héroe. Y ni siquiera la obsesión de Gervais por los discos de Patsy Cline o el hecho de que imite a Charles Aznavour cada Navidad con la misma canción lo alejan del hijo. Al fin y al cabo, ambos aman la música.
El idilio no está exento de asperezas. A Gervais le preocupa que su niño sea “muy sensible”, que deseé una carriola como regalo de Navidad en lugar de artículos para jugar hockey, que sus hermanos mayores le digan maricón. Sobre todo, Raymond (Pierre-Luc Brillant), el delincuente de la familia y su peor enemigo. La declaración bélica se da poco después del nacimiento del quinto hijo, Yvan. Cuando Gervais descubre a Zac vestido de mujer y siendo demasiado maternal con su hermano menor, se acaban los mimos para el consentido. Desde ese gélido instante, una vez declarada la guerra, da inicio el proceso de auto-negación en el que Zac buscará complacer a Gervais y se instituye también el silencio compartido de la familia para disimular lo que en la infancia era evidente. Por miedo al rechazo de los suyos, especialmente el de su padre, Zac va transformando su personalidad dando sólo cabida a conductas aceptables para el entorno. Por accidente, cuando es todavía un niño, Zac rompe un disco de colección de Patsy Cline que pertenecía a Gervais, el tesoro más preciado para un hombre lleno de prejuicios machistas aunque amoroso con sus vástagos. Ya durante la adolescencia el fantasma del disco y de ver a su pequeño hijo travestido se fundirán en un solo recuerdo. A mediados de los setenta, Zac se convierte en un adolescente como cualquier otro: fuma, sueña, se pelea con sus hermanos, enamora a su mejor amiga, escucha música a todo volumen. Sin embargo, en su inconsciente, no ha podido cambiar. No importa cuántas veces le ruegue a Dios hacerlo. No importa que le pida a una entidad divina desdibujada que su don de curación sea efectivo por primera vez en una “enfermedad” propia. Su padre y sus hermanos mayores le recuerdan a menudo el rol que está destinado a cumplir. No soportan, por ejemplo, que admire e imite al andrógino David Bowie del glam. Al menos, la madre está, incondicional, de su lado.
Más adelante en el filme, quien es víctima de ese acoso se convertirá en victimario y lo hará sólo para ajustarse a los lineamientos de su comunidad suburbana. Sin embargo, conforme pasen los años, la insatisfacción del protagonista irá haciendo mella en él hasta no poder evadir más el asunto de sus dudas emocionales y ése será el primer paso hacia la aceptación, al menos, la propia. Cerca del final, Zac se encontrará a sí mismo en la lejanía que le propone un viaje a Tierra Santa y se topará azarosamente con algo más, el objeto que restituirá la relación rota con su padre; una relación que, aunque no perfecta —como nos lo indica el narrador durante el desenlace— sí tenderá un puente de acercamiento hacia la compasión mutua. Quizás en el rango ideal del onirismo cinematográfico, la discriminación desaparezca y dé paso a la empatía.
El tono de la película ni siquiera roza el escándalo o los radicalismos políticos. Esta tragicomedia familiar se desarrolla a través de un punto de vista equilibrado entre la liberación y lo tradicional aunque la perspectiva, por supuesto, será la otorgada por uno de sus miembros. A pesar de eso, Vallée no deja la templanza a un lado. Con dificultad ofenderá, entonces, al público y de ahí deba tal vez su éxito a grandes masas en la provincia quebequense. La dupla entre padre e hijo se halla también en un punto medio. Michel Côté representa con admirable aptitud al hombre del Québec de antaño, el Québec de las familias numerosas, los miles de campanarios y el conservadurismo. Marc-André Grondin, a pesar de su juventud, lleva con ligereza sobre los hombros el peso entero de la trama. Un notable ejemplo es la escena en que, como cualquier adolescente frente al sueño de ser una estrella de rock, emula a David Bowie cantando “Space Oddity”. Es tanto el éxito de la actuación de Grondin en C.R.A.Z.Y. que se habla incluso de que Québec tiene en este joven actor a un Gael García Bernal. Redondeadas están las dos actuaciones de padre e hijo con la de Danielle Proulx, en piel de madre sí; pero además en piel de fuerza catalizadora que mantiene unidas las piezas de una familia a punto de romperse. Como destacables podrían también describirse la dirección de arte recreando una época de transiciones y la banda sonora donde aparecen desde Pink Floyd hasta Pérez Prado.
Es cierto que una camada de filmes sobre la diversidad sexual ha estado presente en cartelera comercial y en más de una premiación. Basta mencionar en orden de resonancia Secreto en la montaña, Capote, Transamerica, Desayuno en Plutón y C.R.A.Z.Y. —esta última dentro del aún limitado circuito quebequense (limitado, claro, para los productos fílmicos de la propia provincia). Sin embargo, la temática tiene poco de novedosa en el cine. Ahí está como antecedente más próximo en el tiempo la nada despreciable My Summer of Love (2004). Tal vez lo sorpresivo es que algunos de estos largometrajes se hayan integrado a la hegemonía del Óscar. Quizás para quienes van al cine exclusivamente para entretenerse y mascar palomitas tal distribución sorprenda y hasta escandalice, pero hay múltiples cintas precursoras que pueden ser citadas por quienes el séptimo arte es algo más que una afición. Y si antes un trofeo tan cuestionado como el Óscar se dedicó a ignorar trabajos con temáticas espinosas, no debería extrañar que ahora intente a través de cualquier medio lavar su imagen ante una crítica más punzante. Al fin y al cabo, a nadie le gusta que lo comparen con el poco incluyente Bush.
Siendo la discriminación ubicua —incluso en las sociedades que tienen como lema el multiculturalismo y la tolerancia— las reacciones frente a tales largometrajes serán variadas, tal vez hasta coloridas y con seguridad hablarán más de la posición de los espectadores frente al tema que la de los propios cineastas. C.R.A.Z.Y. (2005), empero, no hunde la cabeza hasta el fondo en el mal llamado “estilo de vida gay” pues se trata más bien de una historia de maduración. Maduración en general y sin etiquetas. Lo importante para Vallée, fuera de un liberalismo descarnado e irracional por parte del protagonista, parece ser el lazo afectivo con la unidad familiar y, en específico, con la figura paterna. Ya con el premio al mejor filme canadiense en el festival de Toronto bajo el brazo, se le augura entonces a la película de Jean-Marc Vallée buena suerte a la hora que se otorguen los premios Jutra, símbolos del arte cinematográfico en ese vasto e inmenso norte.

C.R.A.Z.Y. (2005). Dirigida por Jean-Marc Vallée. Producida por Pierre Even y Jean-Marc Vallée. Protagonizada por Marc-André Grondin, Michel Côté y Danielle Proulx.

El avance doblado al español: http://www.youtube.com/watch?v=EwBk-hEgzkc