Joyas que vi de chiquillo (VII)


Como ya lo he mencionado varias veces en esta bitácora, uno de mis primeros intereses agudos en el universo de la narrativa fue el relato policiaco. Para cuando tenía trece años consumía como bestia desatada y hambrienta todas las novelas de Agatha Christie y todas las películas de detectives que estuvieran a mi alcance. Sin embargo, pronto la parodia y la sátira eclipsarían aquel primer interés. De imaginarse el lector mi deleite inconmensurable cuando hallé, siendo todavía un pubertillo, la siguiente joya. La séptima en esta compilación que solamente me atañe a mí. La anterior fue Heathers. La actual se titula Crimen por muerte.


Invitación a un asesinato
Tan pronto arrancan los créditos de esta cinta, una misteriosa mano enguantada abre un baúl envuelto en telarañas para desplegar caricaturas en miniatura de nuestros futuros sospechosos (todas estas ilustraciones son autoría de Charlie Addams, el creador de la célebre familia televisiva sesentera del mismo apellido). Además de una música que tras múltiples vistas puedo tararear de memoria, el único movimiento proviene de ojos desconfiados que van de izquierda a derecha reflejando así la sospecha y atizando el suspenso, recurso manido del tipo de cintas a parodiar y actualmente utilizado hasta la saciedad en ciertas teleseries turcas. Una vez concluidos los créditos de entrada, la cámara pasará de la caricatura a la realidad a través de un ventanal. El misterio de mansión inicia, obvio, en una de ellas y con la invitación a una cena seguida de asesinato (otro recurso sacado de la obra de la señora Christie y, en específico, de la novela de 1950 Se anuncia un ídem). Aquí el citado anuncio no se despliega en una gaceta local sino dentro de un sobre que recibe de su patrón el mayordomo ciego Bensonmum —interpretado por Alec Guiness un poco antes de que para mi generación se convirtiera irremediablemente en Obi Wan Kenobi). La ceguera del hombre y el hecho de que su jefe le pida pegar los timbres en una esquina de los sobres invita al primer gag entre los muchos que se producirán a lo largo de esta película.
Crimen por muerte (Murder by Death, 1976) de Robert Moore es una brillante parodia en la que el guionista pretende burlarse de los detectives de, entre otros, Agatha Christie y Dashiell Hammett. Además de un espurio Charlie Chan. Así, la señorita Marple se convierte en la señorita Marbles (o la señorita Canicas); Hércules Poirot, en Milo Perrier y Chan (sabueso asiático tan popular en el cine gringo de los años 30), en Sidney Wang. En un mundo donde la corrección política todavía no imperaba, bien pueden agregarse a la mezcla el mayordomo ciego y la cocinera sordomuda (la diminuta Nancy Walker). Y a la cabeza del reparto se halla el anfitrión Lionel Twain, en la piel de Truman Capote —amaneramiento, ceceo y remilgos incluidos, así como chafísima capacidad histriónica. La genialidad no provino tanto del director (cuyos créditos posteriores, por cierto, no destacarían gran cosa) sino de quien escribiera esta parodia: Neil Simon.

Reunión de sabuesos
Entre la niebla se pierden Dick Charleston (David Niven) —el doble de William Powell en La cena de los acusados (1934)— copa de cóctel sempiternamente en la mano, su perro Myron y la sofisticada y rica mujer (Maggie Smith [para mí, eterna señorita Jean Brodie]). Peter Sellers (en una interpretación que no le pide nada a la del japonés de Mickey Rooney en Desayuno en Tiffany’s y que actualmente sería imposible de imitar por su falta de corrección política) se metamorfosea en Sidney Wang. Wang y su hijo (otro japonés, éste adoptado) avanzan dentro de su coche entre la misma niebla que acaba de enceguecer al matrimonio Charleston. Wang habla el inglés sin pronombres ni preposiciones y, ante cada eventualidad, escupe un símil de sabiduría milenaria. La apariencia de Milo Perrier (James Coco) no deja dudas con respecto a quién alude su personaje: el pelo engominado negro, el bigote retorcido, la obesidad y la glotonería apuntan a uno de los dos detectives más famosos de Agatha Christie: Hércules Poirot. Aquí no lo acompaña su Watson de costumbre, el capitán Arthur Hastings, sino un chofer (el James Cromwell de Babe y la serie The Young Pope) con un acento tan pronunciado como el suyo y que no le pide nada al de Pepe le Pew (más sobre este tipo de acento en la nota al pie). Sam Diamond (Peter Falk tomándose un descanso de la serie Columbo e invocando al espíritu de Humphrey Bogart en El halcón maltés) fuma, maltrata a su amante y secretaria (Eileen Brennan) y finge ser el sabueso callejero, rudo, machista y atormentado del género negro.
Referencias sin cese de versiones cinematográficas populares, como las adaptaciones de las novelas de Hammett (el citado halcón maltés o La cena de los acusados), constituyen la materia prima de Neil Simon quien se familiarizó con el género policiaco durante la adolescencia. Diez negritos (novela de desenlace tan inverosímil como los de La muerte de Roger Ackroyd o Asesinato en el Expreso de Oriente) inaugura el “misterio de mansión”, visto hasta la saciedad y repetido en muchas de las novelas de la misma Christie. Un recurso (el de la mansión) nada disímil al empleado por el estadounidense Robert Altman cuando lo abordara tan acertadamente en Gosford Park (película de la que deriva, gracias a compartir al escritor Julian Fellows, la exitosa teleserie británica Downton Abbey [en la que, por cierto, también aparece la gran Maggie Smith]).
De esta forma los lugares comunes del género se le presentan al espectador de forma caricaturesca. Mientras los invitados se enfrentan a la niebla o a un puente vetusto, en la mansión alguien corta la línea de teléfono y afloja los tornillos de una bisagra para que la puerta rechine macabramente cuando alguno de los convocados la traspase. Tan pronto los detectives más inteligentes del mundo se acerquen a la puerta, como recibimiento habrá gárgolas que caen desde el techo, el grito escalofriante de la difunta Fay Wray por timbre, ojos y hasta lenguas que se mueven desde el interior de cuadros perforados, así como recámaras llenas de telarañas de azúcar. No es hasta que bajen a la sala para medirse en méritos detectivescos que llega la última invitada a esta reunión de los mejores sabuesos ficticios del mundo: la señorita Jessica Marbles (Elsa Lanchester, a años luz de haber sido tanto Mary Shelley como La novia de Frankenstein en la secuela clásica de James Whale), la no tan dulce solterona proveniente de un pueblito inglés. La miss Canicas también es un doppelgänger de otro personaje de la Christie: Miss Juana (“Juana” para las traducciones en España de la obra de doña Agatha, las editadas por Molino) o Jane Marple, la dulce viejecita solterona que resuelve precisamente el enigma de Se anuncia un asesinato. Uno pensaría que la Marbles (acompañada de su “enfermera” dice la mala traducción cuando en realidad debería tratarse de su “nodriza”) se escandalizaría ante los modos tan pelados, gringos y noirs de Sam Diamond y, de repente y como otro chistorete más, se abrazan y resultan viejos amigos de francachelas.

La cena
No falta un gemido proveniente de una máscara de la muerte que hace las veces de gong para llamar a la cena. Unos amplios comedor y mesa los esperan. Con vino emponzoñado para Wang y una espada voladora para Charleston se confirma que el anfitrión busca eliminar a cada uno de sus invitados. Qué falta de cortesía. Servir una comida inexistente (ya que no hay manera de que el mayordomo y la cocinera se comuniquen) los hace intuir que quizás el señor Twain quiere matarlos de hambre. Así lo chilla Milo Perrier ya con las tripas tronándole tan sonoramente como los relámpagos artificiales de la máquina para llover de la mansión. Las luces se apagan y, aunque la ocasión se presta para más gags donde algunos aprovecharán para tentar las nalgas de Maggie Smith, lo principal es que va a darse la entrada triunfal (y bastante psicodélica) de Lionel Twain, hombre indescriptible en su excentricidad. Pronto el juego queda claro. Alguien va a ser asesinado a la medianoche y Twain le promete a quien descubra la identidad del asesino la recompensa de un millón de dólares. La intención de este hombre es desprestigiarlos y demostrar que él es en realidad el más grande detective del mundo. Para colmo, advierte el anfitrión, tanto la víctima como el asesino se hallan sentados en la misma mesa. Tras la salida tan cómica como trepidante de Twain, se tienden más trampas distractoras para los invitados: el mayordomo —cuyos cadáver y ropa aparecen y desaparecen— está muerto en la cocina, el comedor se llena y se vacía de invitados de forma misteriosa y en un parpadeo, un alce-vaca hablador y quejumbroso regala pistas, se oyen disparos a lo lejos y la cocinera desaparece para luego convertirse en androide descuartizado. Todo esto para que cuando repiquen las campanadas de la medianoche sea Twain, sonrisa en los labios, la víctima del crimen anunciado.

Motivos y más motivos
De vuelta en la sala y una vez conocida la víctima, se establecen las posibles causas del homicidio. Charleston sugiere la teoría del suicidio. Esto, explica, a través de alguna maravilla de la electrónica inventada por Twain para infligir doce puñaladas con un cuchillo de carnicero. Wang le tumba la teoría y saca a la luz las deudas que el fingido y remilgado aristócrata tiene con el difunto. Pronto el dedo acusador irá cambiando de dueño. Para disipar la sospecha contra él, Charleston acusa a la señorita Marbles de llevar a cabo una venganza por haber sido plantada por la víctima frente al altar décadas antes. Perrier devela el secreto de Wang: hijo adoptado de Twain y, al comprobar su origen oriental, prontamente abandonado. El chino aprovecha la oportunidad para recordarle al belga la muerte de su perrita french poodle, ocurrida en una caza y a manos del occiso. Finalmente, cuando el motivo de Diamond sea ventilado, se pondrá en duda la sexualidad tanto del detective callejero como del amanerado anfitrión. Así, todos los invitados se retiran a sus habitaciones desconfiando uno del otro.

Matar es fácil
En una novela (homónima de esta sección) doña Agatha se salta todas las trancas. Entre sus páginas no aparece ninguno de sus detectives preferidos (ni Poirot ni Marple ni siquiera la pareja conformada por Tommy y Tuppence), pero sí recurre a todas las formas imaginables para cometer un asesinato: envenenamiento, caída desde las alturas, accidente de tráfico e incluso una infección mal cuidada cuyo origen se puede rastrear hasta la oreja apestosa de un gato de nombre Wonky-fu. Y todo porque un señor dejó a una señorita plantada en el altar tal como sucediera con Twain y la Marbles. Algo similar sucedía, aunque dentro de un género algo distinto, en la cinta slasher ochentera de nombre Feliz cumpleaños para mí y algo no tan distante les sucede a nuestros invitados cuando se retiran a sus recámaras para pernoctar en la tenebrosa mansión. En cada recámara no sólo se encierra una decoración muy diferente sino también un peligro que los cinco geniales detectives deberán sortear para poder sobrevivir: para los Charleston, un alacrán en la cama; para Perrier y su chofer, una habitación que se encoge; para Wang y su hijo adoptivo, una serpiente venenosa; para Diamond y su secretaria, una bomba y para la señorita Marbles y su nodriza, una fuga de gas que será aprovechada para transformarse en un chiste de pedos de viejitos.


La solución
La culera mano enguantada va tachando los nombres de los detectives y sus acompañantes en una lista, pero ellos acudirán de dos en dos al despacho de este asesino juguetón y enigmático para vanagloriarse de cómo escaparon del ineludible peligro y para reclamar la recompensa del millón de dólares. En el más profundo abismo del absurdo, cada sabueso presentará a su vez una solución diferente descartando así la del anterior. Alec Guiness revive para encarnar al homicida vestido de negro y de identidad cambiante: para Wang será el mayordomo Bensonmum que milagrosamente ha recobrado la vista; para la señorita Marbles, el abogado de la familia; para Charleston, su contador; para Perrier, Irene Twain, la hija fea y masculina del anfitrión y para Diamond (en realidad, un impostor), el detective verdadero que buscaba tenderles una trampa a sus competidores. La penúltima sorpresa resulta una máscara estilo Misión imposible bajo la cual se oculta el rostro del renacido Truman Capote, también lector despechado que les reclama con encono a los sabuesos (ahora escritores del género policiaco) todas las trampas, trucos e ilusiones que acostumbran sacarse por debajo de la manga y a unas páginas de la conclusión para despistar a sus fanáticos. Como si el propio Neil Simon, a través de su personaje, les reclamara sus chapuzas a Hammett, Christie y otros autores del género. Y así, ante la estupefacción general, los invitados son expulsados de la propiedad de vuelta a la niebla y a la nueva vergüenza de no haber resuelto este homicidio. Y, esto último, si es que lo hubo. Sin embargo, para los espectadores, la cinta nos tendrá preparada una última sorpresa y una risa macabra que nos devolverá a la imagen del baúl entelarañado del inicio (mientras corren los créditos finales) y de la mano enguantada que lo cierra por siempre jamás.

Nota al pie
Antes hice referencia al muy reconocible bigote de Milo Perrier (doble de Hércules Poirot) y a ciertos acentos falsos. Hace unos meses se estrenó en salas comerciales de casi todo el mundo el refrito completamente inútil de Asesinato en el Expreso de Oriente (2017). Inútil no sólo porque se han hecho varias versiones de la novela para el cine y la televisión (la más célebre es la de Sidney Lumet en 1974 [un texto al respecto se encuentra aquí]) sino también porque, fuera de los muchos efectos hechos por computadora y un mostacho de exageración a la triple potencia (a los bigotes de este Poirot le salen literalmente otros bigotes), nada aporta ni a las generaciones que vimos la versión de los setenta ni mucho menos a las nuevas. En Crimen por muerte Milo Perrier y su chofer presentan al hablar un acento francés mucho más auténtico y trabajado que el que sale de la boca de Kenneth Branagh en su deleznable Expreso de Oriente. Esa irritable necesidad de actualizar las novelas de Agatha Christie —con secuencias de acción, personajes de razas y orígenes diversos, así como desafíos a las leyes de la física cuando de repente una docena de personas quepan sin ningún problema en un compartimento pequeño de vagón de tren— resulta irritable y únicamente entendible desde el punto de vista de la mercadotecnia. Para colmo, el director y actor británico amenaza desde el final de esta entrega con continuar la fábrica de salchichas cinematográficas volviendo a filmar Muerte en el Nilo, adaptación que ya protagonizaran en otro momento Peter Ustinov como Poirot y el mismo David Niven como su otro Watson, el coronel Race. Mil veces prefiero volver a ver Crimen por muerte. Al menos, el humor ahí sí es voluntario.


Crimen por muerte (Murder by Death, 1976). Dirigida por Robert Moore. Producida por Ray Stark. Escrita por Neil Simon. Protagonizada por Peter Sellers, Alec Guiness, James Coco, Elsa Lanchester, Peter Falk y Truman Capote.