El primer correo

Dos años de silencio de esta bitácora. Tal vez en otra entrada explicaré las variadas razones. Pero suena mucho más ilógico no el abandono sino retomarla. Sin embargo, la lógica no ha jugado un papel preponderante los últimos años de mi vida. Aquí va una de las razones del silencio antes mencionado: desde mayo de 2016 me di a la tarea de escribir un texto. Tomé un personaje de un cuento ya viejo ("A merced de los demás") y, en principio, pensaba escribir otro. De ahí salió lo que terminaría siendo el primer capítulo de una novela. Actualmente y alrededor de 200 páginas después, voy en el séptimo y quiero creer que solamente me faltan tres. En el ínter el capítulo uno, titulado "El primer correo", se publicó en la revista Estepa del Nazas en su número 62 de marzo de 2017. Reproduzco a continuación la versión más reciente de dicho capítulo:

Alberto Vázquez, servidor. Ésta es la frase que nunca ha salido de mi boca durante las presentaciones. Aunque luego mi actitud frente a la gente confirmara lo no dicho. Por ejemplo, al ser el homónimo de un cantante mexicano cuya mayor fama se dio hace varias décadas y al permitirles a los demás hacer la broma del parentesco o incluso del hijo no reconocido. Ahí afloraba mi temperamento pasivo y servil. Pero en un país extranjero, como en el que me hallo ahora, eso no es ningún problema. Aquí nadie hace en el mundo al otro Alberto Vázquez. Mi rol de servidor siempre fue una combinación letal de culpa y cobardía. Nunca confrontar, nunca contradecir al otro. Y así vivir en santa paz. Hasta que entré a trabajar a cierta institución. Y hasta que me topé con ella. Con Francesca Fiori.
            Tras varios años de conocerla y en cuanto a su comportamiento, sólo podría pintarla como una cruza entre la señorita Jean Brodie y Norma Desmond. Es cierto. Mi afición al cine siempre me traiciona. Como la señorita Brodie Francesca decía anteponer en su lista de prioridades la preocupación por el éxito de sus alumnos. Enseñar era su apostolado. Incluso se atrevía a darles su número de celular a esas criaturas inquietas para estar disponible los fines de semana. No fueran a caer en desgracia en esos dos días en que escapaban de su vista. Pero quien haya visto el filme protagonizado por la gran actriz británica Maggie Smith sabe que la señorita Brodie también era una ilusa. No estaba precisamente capacitada para guiar mentes jóvenes. Después de todo, era una admiradora de Mussolini y de Franco. Ni hablar del tono melodramático y la enfermedad mental de la Desmond. Esa comparación quedará mucho más clara después.
            Pero me anticipo. No debo describir todavía mi primer contacto con Francesca Fiori. Más bien, debería explicar antes cómo llegué a esta institución llamada cégep hace seis años. Nunca logro explicarme cuando en México me preguntan en qué sector del universo educativo canadiense trabajo. En Canadá y más particularmente en Quebec les gusta hacer las cosas a su manera. Si en el resto de este país, por ejemplo, hay un día de orgullo nacional —el primero de julio— Quebec en su insondable problema de identidad no puede quedarse a la zaga e inventa el suyo adelantándose una semana para darle madruguete a la federación dizque opresora: el 24 de junio, el día de San Juan Bautista. De igual forma, a partir de un periodo en su historia bautizado paradójicamente como la Revolución Tranquila (finales de los 60), en Quebec se estableció el cégep —por sus siglas, collège d’enseignemet général et professionnel— para ofrecerles a los jóvenes educación superior gratuita, diplomas técnicos o preparación especializada antes de ingresar a la universidad. En la isla de Montreal hay varios de ellos. En contados con los dedos de la palma de la mano la enseñanza se imparte en inglés. En los demás, en francés. Y en igual proporción algunos alumnos se lo toman en serio y de verdad se gradúan listos para emprender sus estudios universitarios. Otros, los más, lo ven como una prolongación obligatoria de la secundaria. Y se comportan como si estuvieran aún ahí.  Al fin y al cabo la gran mayoría de nuestros “clientes” tiene entre 17 y 19 años. En resumen nunca me decido por las dos alternativas. No trabajo en una prepa. Tampoco en una universidad. Y la palabra cégep en México, como el nombre de Alberto Vázquez aquí, no le dice nada a nadie.
            —Voy al colegio por la noche.
            Hasta hoy tengo que explicarles a mis alumnos que “colegio” en español se refiere a una institución privada y que los grados no incluyen los de la educación superior. Además les digo que “colegio” no es un cognado de “college”. Eso me da la oportunidad para hablar un poco de los cognados falsos, como éste o como “librería” y “library”. Termino diciendo que el vocablo “college” no tiene de verdad ningún equivalente en el idioma español y que es mejor usar la palabra “escuela” (mucho más general) o “universidad” (aunque en realidad no estén todavía en una).
            Después de algún tiempo de batallar para conseguir dos o tres cursos de español por semestre repartiendo hojas de vida aquí y allá, me llamaron a entrevista para una de estas bienintencionadas instituciones, una anglófona. Hasta hoy se encuentra ubicada en un suburbio de la isla de Montreal de nombre Ville Saint-Laurent. Tomé sin dudarlo el largo camino desde el centro para ser entrevistado por ellos. Puesto que una profesora de español estaba a punto de jubilarse, la oferta consistía en varios grupos por la mañana. Al final contrataron a otra persona. De hecho, a alguien cuya lengua materna ni siquiera era el castellano. Pero les resulté lo suficientemente valioso para concederme las migajas: dos cursos de Educación Continua por la tarde-noche con horario de seis y media a nueve y media. Me dieron la noticia durante el verano y por correo electrónico. Yo ya estaba de vacaciones en mi país, explicando a más de uno por qué el gobierno de Stephen Harper les había impuesto visa a los visitantes provenientes de México. Por el resentimiento de no haberme elegido y, para colmo, de no haberme elegido en favor de una maestra anglófona, estuve a punto de rechazar la propuesta. Sin embargo, no me atreví.
            Cuando pensaba en el término “Educación Continua” de inmediato me remitía a estudiantes ya adultos —a veces, bastante maduros— cuya intención al aprender el idioma tenía objetivos turísticos. Desean comunicarse sin pasar por un traductor cuando van a las playas de México, Cuba o República Dominicana. Fue una decepción muy grande cuando en agosto, de vuelta en Montreal, me encontré a los adolescentes subnormales del cégep que no tenían el cerebro tan bien amueblado como para seguir los cursos de su programa durante el día. Aquélla era una fauna diversa no tanto por los orígenes de cada una de sus familias sino porque las conductas manifestadas iban desde el sonambulismo hasta la hiperactividad más grosera. Frente al prospecto dudoso de completar o no el gasto no había más salida que aguantar y tragar mierda con una sonrisa en los labios. Tragar mierda se convirtió a partir de aquel día en mi actividad favorita dentro del cégep.
            Durante alguna mañana visité el Departamento de Lenguas Modernas para ser presentado ante el resto de los profesores, mis colegas. No, tampoco ahí dije “Alberto Vázquez, servidor”. Tal vez porque la expresión no se traduce bien al inglés. Pero ni siquiera me atreví a romper con la costumbre cuando se dio la ocasión de utilizarla con los de español. Me di cuenta de que yo era el más joven departamento. Y de que además contaba con menos estudios: casi todos estaban sobre-calificados porque habían terminado el doctorado. Eso no parecía importar. Entonces me topé con gente muy amable. Se me repitió, con cada presentación y con cada cara nueva, que el ambiente de trabajo en el departamento era magnífico, que la gente se llevaba muy bien entre sí y que la colaboración cordial entre los diferentes miembros constituía un hecho incuestionable. Me alegré. En ese momento venía tanto de una escuela particular donde la desorganización campeaba a sus anchas como de una universidad donde las puñaladas traperas abundaban. Finalmente un colega de español —mexicano también— me presentó a la profesora de italiano.
—Dorothy Zavattini, encantada.
            Sin pedir explicaciones me advirtieron que la profesora de italiano de planta tenía un permiso médico ese semestre. Dorothy era la sustituta. El dato pronto se difuminó en mi conciencia, nunca me pregunté a qué enfermedad se debía la ausencia de la otra maestra y continué con mis cursos de la noche tanto en ese cégep como en las dos otras instituciones, la de la desorganización y la de las puñaladas. Me trasladaba de un lugar a otro aprendiendo sin querer qué estación de metro seguía o cuál de todos los autobuses debía tomar para llegar a tiempo a mis clases. Algunos días iba apenas a trabajar durante la hora pico de la tarde cuando ya el mundo entero finalizaba su jornada laboral y regresaba con los rostros cansados a sus hogares. Así pasó ese primer año escolar en que por fin pude ahorrar un poco de dinero. El siguiente —hay que recordar que un docente mide el tiempo según la duración de los años escolares, de agosto a mayo y no como la gente normal de enero a diciembre— volvieron a ofrecerme los dos grupos de la noche. También un escritorio. No una oficina. El presupuesto del Ministerio de Educación de Quebec sólo alcanzaba para un escritorio en una oficina compartida con otros profesores. La coordinadora de esa época, la docente de alemán, me dio la llave y me comentó que la de italiano ya había vuelto de su ausencia para retomar sus funciones. Que su escritorio era el que estaba al lado del mío y, al fondo de la oficina, el de mi paisano.
            En mi candidez no noté ningún malestar en su cara cuando me dio la noticia. Tampoco detecté en el lugar los síntomas de una obsesión sin límite. La pared contra la cual estaba colocado el escritorio de Francesca Fiori se hallaba tapizada de recortes: un mapa colorido de Italia, programas de mano, panfletos anunciando ciclos de cine, imágenes de diversos platillos oriundos del país y, una tras otra, fotografías de las principales obras de arte italianas: ruinas romanas, pinturas renacentistas, esculturas clásicas y cualquier otro epítome de esta cultura tan rica en aportaciones a la humanidad. Supongo que en aquel instante me encogí de hombros y me habré dispuesto a colocar uno que otro manual de español sobre mi nuevo escritorio. En ningún momento pensé que el recargado despliegue sobre aquella pared anunciaba una defensa velada pero salvaje del territorio propio. O un trastorno mental. Todo quedó mucho más claro cuando recibí el correo electrónico de Francesca. Ése sí fue mi primer contacto con ella. Y mi respuesta diría en letras mayúsculas: ALBERTO VÁZQUEZ, SERVIDOR.
* * *
            Algunos días después de que una de mis alumnas hiciera el segundo examen parcial en la oficina y se sentara junto al escritorio al lado del mío, recibí este correo electrónico:

            Querido colega:
           No nos conocemos personalmente pero soy su compañera de oficina, Francesca Fiori. Necesito explicarle que soy una persona en extremo respetuosa del espacio de los demás y, de la misma forma, espero que mis colegas —siendo profesionales— respeten mi espacio. En específico, mi escritorio. Por desgracia, usted no respetó dicho espacio personal y le suplico de la forma más encarecida que en el futuro lo haga.
            Respetuosamente,
            Francesca Fiori
            Departamento de Lenguas Modernas (Italiano)

            Había respeto hasta en la despedida. Tuve que leerlo un par de veces para adivinar a qué chingados se refería. Y esta acción, la de leer más de una vez un e-mail de Francesca Fiori en el futuro se convertiría en un hábito no siempre bienvenido. En numerosas ocasiones se requerían los conocimientos más avezados, cercanos tanto a la paleontología como a la arqueología, para descifrar el palimpsesto por debajo de sus palabras. O aun técnicas de espionaje para penetrar el código secreto, esa ponzoña oculta dentro de un manjar empalagoso repleto de adjetivos y palabras olorosas a su perfume barato. Ya terminada la segunda lectura deduje que una bestezuela acababa de mearse frente a mí para establecer la frontera entre nosotros, para que me quedaran bien claros los límites de su territorio. No me detuve ahí. Me preguntaba qué clase de persona sería aquélla que con tan sólo observar los cambios milimétricos de su “espacio personal”, como lo denominaba, se percataba de la invasión por parte de un ente vivo. Y si se daba cuenta de que con mi venia algunas nada discretas posaderas habían descansado sobre su silla giratoria significaba que el resto del departamento estaba consciente de esta manía de marcar los límites del territorio por parte de la muy respetable profesora de italiano. Sólo había una conclusión posible: Francesca Fiori estaba loca.
            Apliqué el adjetivo de la forma más superficial posible. Esa misma que tantos estudiosos del idioma han condenado. Sobre todo, luego de la llegada de la liberación femenina. Claro, me decía mi ángel de corrección política, de tratarse de un hombre, jamás habrías llegado a una conclusión tan misógina. De inmediato me imaginé lo imponente que debía ser Francesca Fiori para mandarle a un colega desconocido un correo con tal tono. La imaginé alta, bella, de larga cabellera negra y sedosa, de extremidades proporcionadas, piernas torneadas, labios de carmín y unos ojos cuyo brillo de desprecio liquidaba de un tiro a cualquier hombrecillo gris e insignificante como yo. Esa mujer tenía que ser una especie de femme fatale. O al menos la gemela de Mónica Bellucci. No había de otra. Tragando saliva pulsé sobre el botón de respuesta e hice lo que cualquier blandengue haría en mi lugar. Preferible agachar la cabeza y asumir la etiqueta del “nuevo”, el inexperto, el imbécil que no sabe cómo se mueven las aguas en la institución. Preferible eso a echarse tamaño alacrán al bolsillo. Incitar al rencor de una colega podía significar, a la larga, perder por completo una muy valiosa fuente de trabajo. Ante la página electrónica en blanco estuve tentado a escribir una sola línea: vete a la chingada, maldita loca. Sin embargo, esto fue lo que me salió:

            Estimada Francesca:
            Le ofrezco una disculpa. No volverá a suceder.
            Que tenga un buen día,
            Alberto



            Una respuesta lo más sucinta posible. No pasaría mucho tiempo antes de que Francesca y yo nos viéramos las caras. Y no. No fue la femme fatale de mi imaginación. Aunque la etiqueta de loca sí se vería confirmada cada día más.