Espacios van y vienen. Tanto impresos como virtuales. Empecé a colaborar con una revista cultural en Internet hace poco más de un año. Ante la falta de actualizaciones y la completa inactividad de su sitio he decidido retomar para mi bitácora aquellas reseñas de cine. No son muchas. Si acaso, un puñado. Comienzo con la primera, sobre un bodriazo del señor "Babas" Luhrmann:
Gatsby y
Hollywood: el dinero y la desmemoria
Aunque
haya gran contraste en lo financiero, Hollywood en el fondo no se comporta muy diferente
a los emporios mexicanos de la televisión. Así como éstos sacan de la bóveda
sus “clásicos” y los “reinventan” una y otra vez, los realizadores y
productores hollywoodenses albergan la maña de reciclar historias. A veces ni
tan viejas. Para ellos la conducta se traduce en un beneficio: apelan a la
curiosidad de quienes vieron la original y, al mismo tiempo, les presentan a
las generaciones más jóvenes una versión actualizada del relato. Sin
embargo, también le apuestan a la
desmemoria. A la ignorancia. Incluso a la atrofia del paladar cinematográfico.
Por eso Hollywood le inyecta recursos a los remakes.
Pretenden que la mayoría de los espectadores no conserve intacta su capacidad
de recordar. A causa de lo anterior actualmente una y otra vez me entero por
notas periodísticas de estos productos reciclados, de la resucitación de
historias vistas en los setenta y los ochenta: Furia de titanes, Carrie,
The Evil Dead, Red Dawn, Robocop, Viaje a las estrellas, Superman, la secuela de aquélla, la
precuela de la otra. Cuento de nunca acabar. La lista acapararía todo el
espacio disponible. Y finalmente llega Baz Lurhmann con El gran Gatsby (The Great
Gatsby, 2013), película de apertura del sexagésimo sexto festival de
Cannes.
No
tengo empacho en afirmar que una de las experiencias cinematográficas más
deleznables y nauseabundas que he tenido en mi vida se llamó Moulin Rouge (2001). Durante la
presentación de muy pocos largometrajes he sentido el impulso ineludible de
salir corriendo de la sala. En el mencionado me pasó. Aun así y luego de más de
una década, decidí darle otra oportunidad al cine del realizador australiano y
fui la semana pasada a ver su versión fílmica de la novela de F. Scott
Fitzgerald. La experiencia —aunque sin duda más tolerable que Moulin Rouge—no resultó menos dolorosa.
Hay en mí una reacción visceral a este tipo de cine. Parto desde lo más molesto:
el detonante para la narrativa. En su novela el autor estadounidense no
necesita darle al narrador (Nick Carraway) ninguna excusa para escribir. Lo
hace simple y sencillamente por haber entablado una amistad con Jay Gatsby y
por conocerlo bien durante el periodo del que se ocupa el relato. Luhrmann y su
guionista Craig Pearce han decidido que esto no es suficiente. Su audiencia
come-palomitas requiere algo más. Fuera de lo vivido al lado de Gatsby,
Carraway necesita otro motivo —de preferencia, estrujante— para contarnos esta
historia: el alcoholismo. El Nick Carraway de la versión fílmica ha deambulado
tanto de una loca fiesta de los veinte a otra que cuando da inicio la trama se
encuentra recluido en un sanatorio para curar su dipsomanía. Nada de electroshocks.
No. Su médico es visionario, humanista, moderno y de lo más comprensivo. A
pesar de hallarse en los años veinte, él y su esposa se comportan como
huéspedes ejemplares, como consejeros venidos de Oceánica. Incluso hospedan a
Nick en una casita a las orillas de un apacible lago nevado. El médico le
aconseja “¡escriba!” y el paciente lo hace. No sólo en su máquina. En cuaderno.
En títulos superpuestos. El acto de la escritura se nos impone por si no lo
comprendemos. Y Carraway narra. En colores chillones, fuegos artificiales y
tercera dimensión. Vaya que hay fuegos artificiales en el cine de Luhrmann.
Quién sabe si haya algo más que eso. No lo creo.
Si
a alguien le encanta el artificio, la espectacularidad ausente de neuronas, el
vestuario luminoso y las joyas deslumbrantes no debería perderse ni solo un
largometraje de este director. Pedirle un agregado (crítica social, distancia
irónica, desarrollo de personajes) es imposible. Y cómo no si al fin y al cabo El gran Gatsby de Luhrmann no es más que
un comercial de dos horas y media para la tienda de diamantes Tiffany y
Compañía. Que cualquiera entre a su sitio de internet y le mostrarán el
catálogo entero de la colección “Gatsby”. A otro inciso: el relato es de suyo familiar.
Nick Carraway (Tobey Maguire) vive al lado de la mansión del misterioso
millonario Gatsby (Leonardo DiCaprio), lugar donde se organizan las fiestas más
delirantes de Long Island y los alrededores de Nueva York. Nick es el primo de
Daisy Buchanan (Carey Mulligan). Ella está casada con Tom (Joel Edgerton),
tosco, racista e infiel. Pero eso sí: de muy buenas familias. Años antes Daisy se
enamoró de Gatsby. La diferencia de clases los separó. El nuevo rico la quiere
recuperar rodeándose de lujos. También anda por ahí una golfista de nombre
Jordan Baker (Elizabeth Debicki). Además de la amante de Tom, Myrtle (Isla
Fisher). Ésta casada a su vez con un mecánico de apellido Wilson (Jason Clarke).
Los dos habitantes del valle de cenizas, bajo la mirada todopoderosa del doctor
T. J. Eckleburg. No pierdo más el tiempo en la trama. Muchos la conocemos. No
sólo por la novela sino además por las versiones fílmicas anteriores: una muda
ya perdida de 1926, otra con Alan Ladd en 1949 y —más reconocible para los de
mi generación— la de 1974, con guión de Francis Ford Coppola y protagonizada
por Robert Redford y Mia Farrow. Y no, no es éste un problema entre
generaciones. No le guardo ninguna lealtad fanática ni a la novela ni a la
cinta del 74. Sí, la vi de niño y antes de volverla a ver de adulto muy apenas
recordaba la escena de la muerte en la alberca hacia el final. Sólo eso. Y sí. La
versión dirigida por Jay Clayton es un producto óptimo, fiel al libro. Un ente bien
peinado. Aunque ninguna obra maestra. Termina configurándose, según yo, como la
visión setentera de los veinte. Nada más. La de Luhrmann sería la versión en
drogas.
Mi
mayor problema para aceptar con benignidad su versión de El gran Gatsby es que no se hizo para un espectador como yo. No
formo parte de la audiencia para las películas del australiano. Basta mirar la
clasificación en cada uno de sus créditos para saber a quiénes va dirigida su
obra. Y simplemente creo que todavía no tengo déficit de atención. No acepto
esos cortes frenéticos, esa cámara que no se está quieta en ninguna parte.
Tampoco soy un adolescente. Ya no. Es más, ni siquiera me gustó Romeo + Julieta (1996) y entonces sí era
un adolescente. En fin. Sí, lo admito. Tal vez lo mío de veras sea un problema
entre generaciones. Como adolescente no, pero sí como pueril podría describir
esta estética suya del zoom-in y de zoom-out trepidantes. Estética de cámara
lenta por completo gratuita (nótese la forma como Tom le da una bofetada a
Myrtle). Sólo apta para un videoclip musical. Los ejemplos de su puerilidad son
incontables. Cuando Nick va por primera vez a una fiesta en la mansión de
Gatsby y escucha lo que rumoran los invitados sobre el millonario, el coro de
habladurías se transforma en pasarela. Hasta la actriz que interpreta a Jordan
está mejor para modelo que para golfista. Nada ni nadie porta permiso para ser
gris aquí: el viejo-lechuza de la biblioteca con peinado de diseñador y
movimientos robóticos, el personaje de Wolfsheim en vez de presentarse como
judío es interpretado por una añeja estrella de Bollywood: Amitabh Bachchan
(recuérdese la escena de la mierda en Slumdog
Millionaire). Nos damos cuenta de las influencias del director. Y sobre
todo de que su subversión se queda en la piel. Nunca va hasta los huesos. Estos
castings en apariencia políticamente
correctos no siguen una lógica más que la del escándalo: acordémonos del
Mercucio negro y travestido de Romeo +
Julieta o del Toulouse-Lautrec interpretado por John Leguizamo en Moulin Rouge. Sí, qué subversivo que un
hindú interprete el rol de un judío. Sin embargo, los papeles principales no se
tocan. Jamás. Ésos sí son interpretados por los ganchos de taquilla para la
gente joven, la susceptible de comprar boletos una y otra y otra vez como
enajenados. Imaginemos cuánta de esa gente iría al cine si a Gatsby lo interpretara
un actor chino o a Daisy una actriz hispana.
En
medio del rave para acéfalos al cual
ha sido invitado Carraway, entra Gatsby a escena. De incógnito. Se le presenta
al narrador ofreciéndole una copa de champán mientras en perfecta sincronía
estallan detrás de él los fuegos artificiales. Personaje nulificado. El
director nos grita: “¡Aquí estoy!”. Nomás faltó que a DiCaprio le brillaran los
ojitos. Cómo no confiar en un hombre así. Antes lo hemos reconocido: rechoncha
mano blande un anillo e intenta atrapar el haz de luz verde del otro lado de la
bahía. Si DiCaprio había logrado notables progresos como actor desde su lejano
debut adolescente colaborando con cineastas como Boyle, Scorsese, Nolan o
Tarantino; en manos de Luhrmann parece hacer una regresión a sus días de Romeo + Julieta. Entiendo que Jay Gatsby esté nervioso cuando
se rencuentra con Daisy en casa de Nick. De eso a trazar una caricatura dentro
de una secuencia de slapstick y
convertir al protagonista en punto menos que un imberbe quinceañero, hay una
gran distancia. Vicio recurrente más detestado por mí en la obra de Luhrmann:
el de la caricaturización, la gracejada babosa una vez más con dedicatoria para
los chiquilines. Y ni qué decir del resto del reparto. Nunca le había visto
nada malo a Mulligan desde que empieza a ser conocida por Enseñanza de vida (2009). Siempre hay una primera vez. Su Daisy,
mucho más lánguida que la de Mia Farrow. Y esto ya es mucho decir. Voz más
blanda no hay.
Me
atrevo a dar otro ejemplo de ridiculez: la secuencia en que Gatsby habla un
poco de su pasado con Nick en el auto y le muestra una condecoración de guerra.
¿Qué necesidad había de convertirla en una escena de persecución de carros
cuando no hay nadie a quien perseguir? Ah, claro. Entiendo. Para que luzca la
tercera dimensión. La velocidad, el frenesí. Ambos se transforman en armas para
que los niñatos con déficit de atención no se nos duerman en la sala de cine.
En fin. Todo en El gran Gatsby se
vuelve pose, superficie, artificio, payasada. Ésta es la grandilocuencia más
babosa cuya inspiración viene del viejo Hollywood. Del peor viejo Hollywood.
Nadie ofrece una copa sin que estallen fuegos artificiales, nadie es
atropellado sin que vuele delicadamente y en cámara lenta por los aires, nadie
cae fulminado por una bala sobre las aguas de la alberca sin sonoro
espectáculo. Hasta para el artificio hay que meterle algo de coco. Digo, ahí
están Chan-wook Park o Danny Boyle. En mi opinión Luhrmann es la antítesis del rey
Midas. Todo lo que toca lo convierte en mierda. Brillante, frenética,
aterciopelada, colorida, hiper-romántica, barroca, payasa y adolescente. Sí.
Pero mierda igual.
Por
todo lo anterior afirmo que el cine de Lurhmann no está hecho para mí. Como no
están hechos los de Spielberg, Eastwood o —por estar en el otro extremo— el del
mexicano Reygadas. Es como si estos señores me hablaran en chino. Y por eso,
nunca más otra película del australiano para mí. Nunca más. Y estoy seguro de que
en treinta años otro realizador “visionario” auspiciado por Hollywood nos
recetará una nueva versión de El gran
Gatsby. Al fin y al cabo en esa tierra de ensueños el dinero siempre estará
casado con la desmemoria.
—El gran Gatsby (The Great
Gatsby, 2013). Dirigida
por Baz Luhrmann. Producida por Lucy Fisher, Catherine Knapman, Catherine
Martin, Douglas Wick y el director. Protagonizada por Leonardo DiCaprio, Carey
Mulligan, Tobey Maguire y Joel Edgerton.