Basta de Titanic

Era de esperarse. Con la llegada de la tercera dimensión se mira hacia atrás. La intención es obvia. Sacar más y más dinero con ese truco al que ahora se ha recurrido tanto. Qué ingenioso es Hollywood. Así será hasta que se agote. ¿Cómo no iba el señor Cameron a subirse a ese bote? El estreno de Titanic en tercera dimensión me da pie para desempolvar esto:

Un millón por minuto, pero nada más
El nuevo año abrió con la producción cinematográfica más costosa del noventa y siete y de todos los tiempos –hasta la fecha, claro. En cuestión de meses, otro mamotreto comercial podrá presumir de lo mismo. Como si el señor James Cameron y sus productores se hubieran convertido en indigentes tras invertir doscientos millones de dólares en la recreación del famoso hundimiento de principios de siglo, el primer día de enero los mexicanos en multitud salieron de sus hogares y acudieron amontonándose –ya ni en aquella “unión de medios” llamada Teletón— a las salas de cine para que míster Jim saldara sus deudas y, de paso, agradecerle a este nuevo geniecillo de la cámara (a lo arreador de vacas, a lo Steven Spielberg, por supuesto) la filmación de su mastodonte en tierras nacionales. Luego de despiadada publicidad, bombardeos informativos, anuncios del estreno y escasos comentarios imparciales sobre la película Titanic (1997); el sólo mencionar su título constituye una agridulce redundancia.
El reciente filme –y con probabilidad el único acierto en su carrera— del insulta-extras –no le llega al nombre de director, menos de cineasta— James Cameron (Terminator, Aliens, El secreto de abismo, Terminator II, Mentiras verdaderas) muestra, además de la catástrofe marina de 1912, el romance entre una hermosa joven de alta sociedad y un trotamundos que viaja en tercera clase. La cautivante Kate Winslet de Sensatez y sentimientos es Rose DeWitt Bukater. El siempre púber Leonardo DiCaprio de Romeo y Julieta es Jack Dawson. Un sinfín de vicisitudes rodeará el inmaduro amorío de estos adolescentes: convencionalismos, promesas, miradas condenadoras y la inesperada –para los pasajeros, obvio— colisión del barco con un témpano gracias a que, dicho sea de paso, los amantes distrajeron a la tripulación con sus escarceos. Junto a la pareja se hallan Cal Hockley (Billy Zane), el cornudo novio; Ruth DeWitt Bukater (Frances Fisher), la madre manipuladora; Lovejoy (David Warner), el mayordomo metiche; Fabrizio (Danny Nucci), el inmigrante italiano de acento fingido; así como nombres respaldados por documentos históricos: la insumergible Molly Brown (Kathy Bates), el capitán Smith (Bernard Hill), Bruce Ismay (Jonathan Hyde) y Thomas Andrews (Víctor Garber). El pretexto para revivir este idilio es la búsqueda de una joya perdida, responsabilidad de un pirata moderno encarnado por Bill Paxton, actor de la Fox (en alianza con Paramount para distribuir el largometraje) desde Tornado, aquella bazofia taquillera.
Sin duda y como se mencionó en una reseña anterior, Titanic es la nueva reina de todas las películas de desastres –tal puesto no es precisamente elogioso. Pero no es ni la primera ni la última palabra sobre la catástrofe ya que existen el Titanic (1943) en versión alemana, otro filme homónimo con Barbara Stanwyck en 1953, A night to remember (1958), la muy similar La aventura del Poseidón (1972), las versiones para la TV S.O.S Titanic (1979) o Titanic (1996) y hasta La recamarera del Titanic (1997) de Bigas Luna. Claro, ninguna se acerca en espectacularidad al engendro de James Cameron. Desde el punto de vista formal, este cuasi-trasatlántico es perfecto. Impresionan el pánico de los pasajeros, las secuencias sobre y bajo el agua, el inclinamiento de las cubiertas, los efectos que hicieron posible ese deleite visual. La desgracia del Titanic, bajo la intimidante autoridad de James Cameron y durante tres horas con veinte minutos, es, en suma, una exquisitez. El fondo, por otro lado, no alcanza los niveles de perfección de la forma. La anécdota entre la muchacha rica y el artista pobre es demasiado simple, sin recovecos y, en momentos, aburrida. A Leonardo DiCaprio se le ve fuera de lugar. Le queda muy grande el disfraz de espíritu libre y soñador, de gitano anglosajón que ha recorrido el globo sin porvenir definido. En cambio, Kate Winslet, sobre cuyos hombros recae el argumento, regala a los espectadores otro desempeño impecable, a veces afectado por las incoherencias en la conducta de Rose. ¿Por qué, por ejemplo, nunca se le explica al público lo que detona el intento de suicidio de la protagonista? De notarse son también un cruel David Warner, una bocona Kathy Bates (doña Diarrea Bucal aquí y en Miseria), un solemne Víctor Garber y un par de destellos –la huida por las calderas, cuerpos flotantes, ambientación detallada— que sorprenden. Antes de recuperar lo que gastó, Titanic ya obtuvo, por lo menos, ocho nominaciones para los Globos de Oro (entre ellas mejor película, director y actores principales), garantía de que no será ignorada en la repartición –no premiación— del Óscar. Este espectacular barco reventador de taquillas es de los buenos, pero nada más. Provocará vivas y hurras en los insulsos adoradores de Hollywood, vírgenes de las pupilas. Pero hasta ahí. Agregará el nombre de Cameron a la lista de idiotizadores de gente al lado de Spielberg, Lucas y Zemeckis. Pero nada más. Aumentará el salario de míster Jim y ahora tendrá que poner en su mansión alarmas contra retorcidos violadores, como míster Steven. Pero hasta ahí. A quienes gastan un millón de dólares por minuto sólo se les puede exigir toneladas de entretenimiento y un gramo de calidad artística. La mínima proporción habla por sí sola.

-Titanic (1997). Dirigida por James Cameron. Producida por Jon Landau y James Cameron. Actúan: Kate Winslet, Leonardo DiCaprio, Billy Zane, Frances Fisher, David Warner y Kathy Bates.