Trabajos escolares (VIII)


Luego de tomar seis seminarios de maestría en un año escolar, regresé a Calgary en otoño del 99 con la idea de escribir mi tesis. Sin embargo, me recibieron con la buena noticia de que, por no tener una licenciatura en letras, debía echarme dos cursos suplementarios. El anuncio vino tras un año de estudios porque a una personita muy distraída se le olvidó mencionármelo cuando por primera vez llegué a la U de Calgary. Ni modo. Así que tomé un curso de "Teoría literaria" (gracias al cielo, sólo como oyente) y otro de "El marco en las artes visuales". Los dos los impartía Rachel Schmidt y el segundo junto con el profesor Anthony Hall pues en algunas sesiones compartíamos el aula con los estudiantes del posgrado en francés. Muy mañosamente y ya pensando en la tesis, escribí mi ensayo final sobre Pedro Páramo. Unas cuantas modificaciones convirtieron este texto en el cuarto capítulo de la tesis. Ahora sí es el último. Sin más, va el ensayo:

El pato, la liebre y el comal: el lector ante Pedro Páramo
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo” (149). Como muchos otros ensayos éste comienza –y no sólo comienza sino que retornará a ella constantemente— con la primera línea de la famosa novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo.
Salta a la vista que esta novela ha sido víctima de innumerables ensayos, interpretaciones, críticas y estudios. El fenómeno no es nada nuevo pues data de 1955, año de publicación de la novela, y además, “Rulfo es un narrador que ocupa un lugar protagónico en las discusiones celebradas en nuestro país hacia el final de los años cuarenta y durante los primeros de la década siguiente” (Martínez Carrizales 19).
Es obvio, entonces, que la literatura primaria que legó Juan Rulfo al mundo literario es numéricamente (y sólo numéricamente) insignificante en comparación con la literatura secundaria que ha surgido a partir de sus obras. Dentro de la crítica –Rulfo, Pedro Páramo, El llano en llamas— son temas cuya recurrencia es ya casi insondable.
Una voz cercana al jalisciense se erige en contra de aquel argumento del “todo está dicho” sobre la obra del autor que nos compete. Es la voz de Felipe Garrido que dice: “Los escritores auténticamente clásicos, auténticamente imperecederos –y creo que Rulfo forma parte de este grupo de escritores—, tienen la ventaja de que siempre es posible releerlos y encontrar algo que no ha sido descubierto antes” (128).
En las palabras de Garrido se justifica este trabajo cuyo propósito es estudiar dos reacciones del lector al iniciar su exploración de la novela y la forma como tales reacciones cambian al avanzar la lectura. Ya la crítica ha destacado el papel que juega el lector en el proceso interpretativo: “It is generally recognized that literary texts take on their reality by being read, and this in turn means that texts must already contain certain conditions of actualization that will allow their meaning to be assembled in the responsive mind of the recipient” (Iser 34). Es por esto que, para nuestro estudio, el receptor del mensaje literario cobra importancia en su diálogo con el autor.
Otra voz, también cercana a Rulfo –pero al Rulfo niño— nos auxilia. Es la voz de Luis Gómez Pimienta, lector común y compañero de la escuela primaria de Juan Pérez Vizcaíno o, como le conoce el mundo entero, Juan Rulfo. Gómez Pimienta anuncia así su encuentro con Pedro Páramo: “lo leí una vez, no lo entendí; otra vez, no lo volví a entender” (36). Intentar explicar esta confusión del lector ante Pedro Páramo será la motivación del presente ensayo con el que pretendemos acercarnos a una respuesta.
El lector comienza a leer por primera vez la novela de Juan Rulfo y asume, por su experiencia con otros textos, ciertas impresiones. Como indica Umberto Eco en The Open Work –término con el que sin duda se puede enmarcar a Pedro Páramo: “each addressee will automatically complicate –that is to say, personalize— his or her understanding of a strictly referential proposition with a variety of conceptual or emotive references culled from his or her previous experience” (30).
Desde la primera línea ya citada –“Vine a Comala porque…”— se sitúa el lector ya sea como interlocutor de Juan Preciado, el narrador, o como escucha de su monólogo interior. Y, por otra parte, llega a la conclusión de que la novela seguirá un orden cronológico de principio a fin, de manera lineal y contando las experiencias de este personaje en este pueblo llamado Comala. De dichas conclusiones será rotundamente desmentido por Rulfo conforme las páginas den vuelta.
De su percepción inicial, el lector cae en la sorpresa y en la confusión. No puede explicarse, en principio, qué es esa maraña de voces, almas en pena, avances, retrocesos, fragmentos y lamentaciones. No logra darle orden al desorden porque, tal vez, Rulfo ya se lo ha dado.
El pensamiento de Mikhail Bakhtin, en este punto, es de importancia. Bakhtin habla en su ensayo “Forms of Time and the Chronotope in the Novel” de cronótopo (chronotope) de la siguiente manera: “We will give the name chronotope (literally, ‘time space’) to the intrinsic connectedness of temporal and spatial relationships that are artistically expressed in literature” (84).
Tiempo y espacio son precisamente los factores que provocan la confusión generalizada ante Pedro Páramo. Es preciso no olvidar que Rulfo nos habla de un lugar muy específico: el México rural, antes, durante y después de la Revolución. El lector debe pensar, por un instante, en los campos mexicanos y en el estado de Jalisco, en una tierra a veces paradisíaca y a veces infernalmente inhóspita, en el cacicazgo, en el hambre, la opresión, el olvido del centro, la rutina, el pasar de los días –uno igual al anterior— y en la palabra oral como único medio de preservar la memoria.
El primer aspecto destacable del cronótopo del México rural, para este estudio, será la oralidad de la que Rulfo ya nos da un antecedente en la “Luvina” de El llano en llamas:
"De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso . . . Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano . . . Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro." (89)
Estas son las palabras preliminares que le dice el profesor a otro intruso que como él antes quiere emprender el camino a Luvina, pueblo que por su descripción, antecede a la Comala de Pedro Páramo. El cuento se construye a través de un diálogo incompleto donde el lector sólo puede escuchar la voz del que ha retornado de Luvina. Rulfo, tanto en el cuento como en la novela, rescata y a la vez transforma el habla popular. Pedro Páramo, a diferencia de “Luvina”, es un hilado de voces que nos remite al ensayo “Discourse in the Novel” de Bakhtin cuando define el género literario: “The novel can be defined as a diversity of social speech types . . . and a diversity of individual voices, artistically organized” (262).
Si los personajes de la novela son parcos en vida y prolijos en la muerte se debe a la opresión que Pedro Páramo ejerce sobre ellos. El opresor, empero, se vuelve inamovible en su equipal pues, como indica Bakhtin en Rabelais and His World, “official culture is founded on the principle of an immovable and unchanging hierarchy in which the higher and the lower never merge” (166). Muerta Susana San Juan, el único amor de Pedro Páramo, se da la mayor rebeldía del pueblo oprimido contra el cacique opresor a través del carnaval de la palabra:
"Quién sabe de dónde, pero llegó un circo, con volantines y sillas voladoras . . . Las campanas dejaron de tocar; pero la fiesta siguió. No hubo modo de hacerles comprender que se trataba de un duelo, de días de duelo. No hubo modo de hacer que se fueran; antes, por el contrario, siguieron llegando más . . . Enterraron a Susana San Juan y pocos en Comala se enteraron. Allá había feria. Se jugaba a los gallos, se oía la música; los gritos de los borrachos y de las loterías." (247)
Pedro Páramo, por supuesto, jurará venganza: “—Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre” (248). Aquí, Juan Rulfo le otorga a la oralidad en vida una porción del poder irrebatible que tendrá en la muerte viajando de una tumba a otra y llegando hasta los ojos/oídos del lector. Ya lo indicó Evodio Escalante al evocar así este único episodio carnavalesco de la novela: “[los factores cómicos] son un indicio de que el narrador, lejos de someterse, ha logrado mantener una admirable agilidad crítica (quiero decir: burlesca) frente al inmovilismo del poder” (100). Comala a través de sus ecos es al mismo tiempo espacio literario y personaje colectivo que se opone a Pedro Páramo.
La novela “presenta una diversidad de voces y una pluralidad de perspectivas que funcionan al unísono” (Fares 41). Por haber nacido el autor en el estado de Jalisco –y más específicamente en su área rural— se identifica esta región, el espacio real, con el literario. Empero, debe tomarse en cuenta la transformación que el autor hace del espacio real con miras a un espacio literario: “. . . the [literary] work is in no way a mere copy of the give world –it constructs a world of its own out of the material available to it. It is the way in which this world is constructed that brings about the perspective intended by the author” (Iser 35).
Ya Gustavo C. Fares advierte: “El propósito de Rulfo no es describir el referente temporal o espacial con minuciosidad y fidelidad . . . Las instancias espacial y temporal no pretenden ser fieles al referente al que aluden y que les da origen” (32). Comala, entonces, es espacio literario y oral al que, más adelante, trataremos de darle forma con la ayuda del propio autor.
El regreso a la primera línea de la novela es incesante (“Vine a Comala porque…”). El texto está escrito en primera persona. Su carácter oral destaca y gracias a este carácter, el lector se sitúa entonces como receptor del mensaje de Juan Preciado. El desengaño llega con la segunda parte de la novela en el fragmento 37: “—Es cierto Dorotea. Me mataron los murmullos” (196). Juan Preciado, desde el primer fragmento, está muerto y sus palabras van dirigidas no al lector sino a Dorotea la Cuarraca, con quien comparte su tumba.


El dibujo que aquí se presenta aparece además en el ensayo “Juan Rulfo en el amoxcalli”, escrito por Mario J. Valdés y publicado en la Revista Canadiense de Estudios Hispánicos de Invierno de 1998 (229, tomada por Valdés de Cabrero 63). En él se puede apreciar una tumba en San Sebastián, Etzatlan en el estado de Jalisco y evoca, como ya lo indicó el autor del artículo, la imagen de Juan y Dorotea conversando después de la muerte.
Para el lector existe, luego, un giro en su perspectiva a partir del fragmento 37. Dentro del texto sólo podía escuchar, de permitirse la metáfora, un murmullo. Tras el cambio de perspectiva, puede ver lo que rodea al murmullo: una muerta, series de tumbas y más voces que susurran la identidad del hombre al que ha venido a buscar Juan Preciado: Pedro Páramo, su padre, el cacique de la Media Luna, el opresor de Comala.
Esta perspectiva cambiante nos remite a la figura del pato-liebre (Gombrich 4) ya estudiada por Ludwig Wittgenstein y de la cual Rudolf Arnheim opina: “This particular drawing allows for two contradictory, but equally applicable structural skeletons, pointing in opposite directions” (95). El espectador puede ver esta imagen como un pato o como una libre, según el punto de vista ya que “the shape transforms itself in some subtle way when the duck’s beak becomes the rabbit’s ears and brings an otherwise neglected spot into prominence as the rabbit’s mouth” (Gombrich 5).
Como con la imagen del pato-liebre, el lector de Pedro Páramo puede interpretar el texto de dos maneras. Sin embargo, una de las perspectivas se impone y, a diferencia de la imagen citada, el lector no puede retornar a la perspectiva que asumió en un principio. Pedro Páramo es diferente.
No es posible para el lector, regresar al principio de la novela e ignorar lo que ha leído en la segunda parte. Requeriría un esfuerzo mayor de su parte (o una pésima memoria) a diferencia de lo que ocurre con la imagen ya mencionada. Otra vez surge el problema del tiempo y del espacio pero no en el México rural, sino en el texto mismo.
Por lo que se aprecia, Rulfo –quien confesó haberse eliminado por completo del texto y haber exiliado todas sus intromisiones (1)— no logró del todo lo que se proponía en su reincidente humildad. Rulfo se impone en este cambio de perspectiva. Rulfo, como autor del texto y a semejanza de su homónimo Preciado, no ha muerto por completo. Su murmullo sigue guiando la lectura. Esto es, probablemente, lo que se podría denominar como “malicia de escritor” (2).
Esta malicia podría definirse como la facultad en la que, durante el proceso de escritura, el autor augura el encuentro entre su texto y el lector para sorprenderlo, enriquecer su experiencia y de esta forma entablar un diálogo. En este sentido, el lector debe agradecer que Juan Rulfo no se haya eliminado del todo de su texto.
Es necesario volver al cronótopo del México rural. El segundo detalle de importancia para este estudio es el sentido del tiempo. Dicho sentido lo ilustra Juan Preciado en lo que es la médula de Pedro Páramo: la llegada a la casa de los hermanos incestuosos en el fragmento 32. En este primer fragmento Preciado nos informa: “Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos, esos pájaros que vuelan al atardecer antes que la oscuridad les cierre los caminos. Luego, unas cuantas nubes ya desmenuzadas por el viento que viene a llevarse el día. Después salió la estrella de la tarde, y más tarde la luna” (192).
Ya cercano a la muerte –o tal vez dentro de ella (3)— y en el siguiente fragmento, el número 33, el personaje tiene una impresión de lo ya visto pero en reversa: “Como si hubiera retrocedido el tiempo. Volví a ver la estrella junto a la luna. Las nubes deshaciéndose. Las parvadas de tordos. Y en seguida la tarde todavía llena de luz” (193).
“Luvina” se vuelve a erigir como la antecesora de Comala en el concepto del tiempo: “Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza” (95).
En el campo mexicano –parece indicar Rulfo— los días son todos iguales, el tiempo se repite a sí mismo y es este concepto del tiempo lo que termina explicando la estructura en apariencia fragmentada de Pedro Páramo, aspecto que al lector, como ya se dijo, le provoca asombro.
La novela, en cuanto a estructura, no sigue un esquema lineal ni cuenta el argumento de principio a fin. Lo hace a base de saltos y retrocesos. La primera impresión de orden cronológico del lector se rompe a partir del fragmento seis de la novela donde irrumpe no la voz en primera persona de Juan Preciado sino una narración en tercera persona de la niñez de Pedro Páramo: “El agua que goteaba de las tejas hacía un agujero en la arena del patio. Sonaba: plas plas y luego otra vez plas, en mitad de una hoja de laurel que daba vueltas y rebotes metida en la hendidura de los ladrillos” (156).
La estructura de la novela, su división en fragmentos en apariencia desconectados y la multitud de voces narrativas son los factores que provocan en el lector una sensación de caos y desorden.
La evocación que hace Beatriz Espejo de una conversación con Xavier Icaza parece a estas alturas acertada: “—¿Ya leyó usted Pedro Páramo? / —¿Por qué es tan famosa? —le repuse con la ingenuidad de mis diecisiete años. / —Más que nada por su estructura. Parece una baraja que al final da idea del conjunto” (61).
Dentro del caos, existe cierto orden. Otra vez, la malicia del autor, otra vez Juan Pérez Vizcaíno que no pudo autodestruirse del todo pues “this is Rulfo’s new, different, modern way of attracting the reader’s interest and maintaining it in all its freshness for the entire novel” (Ramírez 237). Con un concienzudo análisis de los fragmentos y de lo que se cuenta en cada uno de ellos es posible llegar a la idea de orden dentro del desorden.
Nos remitimos ahora a Elena Poniatowska quien anuncia: “Por algo Pedro Páramo se llamaba primero Los murmullos” (814). Pero seguramente Juan Rulfo cambió el título a Pedro Páramo por alguna razón. El personaje del cacique es aquél en torno al cual directa o indirectamente se refieren los fragmentos del libro y las diferentes voces narrativas.
Pedro Páramo y Comala, el pueblo (que también es otro personaje, uno colectivo si se quiere y como ya indicó el propio autor) constituyen dos fuerzas que se contraponen y se complementan. Con el motivo por el que Juan Preciado va a Comala se retorna a la primera página de la novela pues Juan Preciado va a Comala a buscar a su padre, “un tal Pedro Páramo” (149). Ofrecemos, por lo tanto, esta interpretación pictórica de la estructura de Pedro Páramo y que será explicada en líneas posteriores.


Los susurros de las ánimas en pena que rondan Comala y que son Comala irán moldeando la figura del cacique que ha venido a buscar/encontrar Juan Preciado y lo hacen a tal grado que lo matan.
Pero Rulfo complementa estos relatos para el lector, desde el fragmento seis, a través de un narrador en tercera persona. Así el lector conoce, desde su niñez, la experiencia vital del cacique. Junto con el final de la vida de Juan Preciado en Comala y su prolongación en la muerte (centro de la novela) corren la niñez, la adolescencia, el amor hacia Susana San Juan, el ascenso y descenso de Pedro Páramo hasta desmoronarse “como si fuera un montón de piedras” (254).
La vida de Miguel Páramo, el único hijo del cacique que lleva su apellido, corre en dirección opuesta a la de su padre. La primera mención relacionada con el personaje de Miguel Páramo la da Eduviges Dyada y esta mención se refiere a su muerte: “—Todo comenzó con Miguel Páramo. Sólo yo supe lo que le había pasado la noche que murió” (165).
Después el lector conocerá sus fechorías, que de tan tempranas parecen augurar una brutalidad superior a la de su padre. También entrará en contacto con sus cómplices y sus víctimas. Por último, a través del narrador en tercera persona con la perspectiva del padre Rentería se le informa cómo llega el infante a la Media Luna y cómo queda al cuidado de Pedro Páramo: “—Don Pedro, la mamá murió al alumbrarlo. Dijo que era de usted. Aquí lo tiene” (206).
El último de los Páramo conocido en la novela (aunque no lleve, al igual que Juan Preciado, el apellido) es Abundio, el arriero. Y es este personaje quien le da circularidad al esquema del texto. No sólo aparece al principio y al final de la novela. Abundio lleva tanto a su padre como a su medio hermano a la tumba. A uno antes en el tiempo pero al final del texto y al otro mucho después en el tiempo pero al comienzo del texto. Una vez más, la problemática de un tiempo cíclicamente ambiguo, el tiempo del México rural.
No sólo los Páramo se erigen como eslabones de esta cadena narrativa en círculo. De un fragmento a otro se puede percibir, si se presta suficiente atención, puntos de enlace que conducirán al lector de un fragmento a otro aunque la acción que contenga cada uno esté separada –otra vez— en el tiempo.
Tomemos por ejemplo la aparición de Dorotea, la Cuarraca. Primero se insinúa el personaje como un destello en la conversación entre Juan Preciado y la hermana-mujer de Donis, entre la lista de “sobrevivientes” de Comala durante el fragmento 31: “¿Dígame si Filomeno no vive, si Dorotea, si Melquiades, si Prudencio el viejo, si Sóstenes y todos ésos no viven?” (191).
Después, en el fragmento 37, Dorotea dialoga con Juan Preciado en la tumba compartida: “—Da lo mismo, aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo” (196). El lector, en este instante, no sabe el papel que jugó Dorotea en el pasado de Comala. Pero es en el siguiente fragmento, el 38, donde se le aparece otra Dorotea, la viva, cuando por primera vez Miguel Páramo se fija en ella. Es entonces cuando se convierte en la alcahueta del joven: “—. . . Oye, ¿tú conoces a una tal Dorotea, apodada la Cuarraca? / –Sí y si tú la quieres ver, allí está afuerita” (201).
A pesar de estar separados por tiempo y espacio, ambos fragmentos guardan relación. Ejemplos similares se pueden encontrar a lo largo de toda la novela, algunos ya expuestos por Arthur Ramírez en su artículo “Spatial Form and Cinema Techniques in Rulfo’s Pedro Páramo”.
De esta forma, el lector encuentra, dentro de esa red de fragmentos un cierto orden y más que una idea del conjunto, el conjunto en sí. Mosaico, rompecabezas, red, montaje. Así ha sido descrita la estructura de Pedro Páramo. En la gráfica, la hemos representado –para bien o para mal— como un círculo, un comal para aludir al nombre del pueblo.
En ella, Abundio es el principio y el fin de la circularidad. Juan Preciado y su muerte en vida serían el centro. Corriendo en direcciones opuestas se hallan las vidas en muerte de Pedro y Miguel Páramo. Las múltiples voces narrativas que pueblan y que son Comala cierran el círculo. Lo cierran sí. Pero, a la vez y por ser una superficie plana la del comal, lo dejan abierto al paso del lector que lo revisita.
El tiempo y el espacio de la novela así como el cronótopo del México rural son de suma importancia para disipar las confusiones del lector ante Pedro Páramo. Sin embargo, el asombro no se evapora, ése permanece gracias a la malicia de Juan Rulfo. Y es que él nos invita –como invitó Abundio el arriero a Juan Preciado— a revisitar su novela, a explorarla una vez más, a entrar en el círculo, a profanar la superficie abierta y a quemarse los pies, los ojos, cada uno de los sentidos en el abrasante comal de Comala.

Notas
(1) Es bien conocido este hecho a través de entrevistas hechas al autor donde confiesa que todo lo eliminado de la novela por su mano eran, en realidad, intromisiones suyas. Fernando Benítez, también amigo de Rulfo, habla de él con la siguiente comparación: “Rulfo puede ser la antípoda de Carlos Fuentes. Si Carlos Fuentes siente la necesidad de intervenir en sus novelas, interviene. Rulfo no siente esa necesidad. Por el contrario, desea matar las palabras” (200).
(2) El término en ningún momento se lo adjudica el autor de este ensayo pues, para ser fieles a la verdad, lo escuchó por primera vez en labios de Jaime Muñoz Vargas, escritor de la región conocida como la Comarca Lagunera y coordinador del taller literario de la Universidad Iberoamericana Plantel Laguna.
(3) Se ha debatido además el momento exacto en que Juan Preciado muere: algunos ubican su muerte al encontrarse con el arriero –por identificar a éste con la figura mítica de Caronte—, otros en el momento en que se encuentra con Donis y su hermana. Rulfo negó además la existencia de los hermanos incestuosos alegando que eran alucionaciones. El texto en sí la establece a partir del fragmento 37 (“—Es cierto Dorotea. Me mataron los murmullos”). Las interpretaciones relacionadas con este momento de transición son tan variadas como la crítica sobre la novela. Al respecto, José Carlos González Boixo opina: “Se trata, sin duda, de uno de los episodios más complejos y susceptibles de interpretaciones simbólicas de toda la novela” (38).

Bibliografía
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