Crónica de ciudadanía


Llego al edificio de la calle St-Jacques tres cuartos de hora antes de lo establecido. Es decir, al mediodía. Muy temprano. Como es mi costumbre. Porque así he sido siempre gracias a mi carácter dado un poco a la desesperación. Terminemos con esto de una vez y de regreso a casa. Y cómo no sentir algo de ese sentimiento al que ya me debería de haber acostumbrado si he esperado un poco más de un año este día. Frente a mí ya se adelantó una familia. No sé si de origen árabe. Quien quite y sean mexicanos como yo. No lo creo porque no reconozco mi lengua materna en ellos. Un hombre de rasgos asiáticos custodia la entrada. Verifica la carta que todos los convocados hemos recibido. Una vez que lo saludo y le muestro la carta que recibí días antes por el correo, me permite el paso a la sala. Me doy cuenta de que no soy el único que llega con tanta antelación. Ahí ya hay un buen número de personas sentadas, todas de edades y orígenes diversos, esperando como yo lo haré durante horas este jueves 10 de febrero. La sala es espaciosa. Está toda pintada de azul y hay muchas sillas alineadas, algunas ya ocupadas y otras vacías. Hay un mostrador también exento de dependiente y tres puertas. Una abierta y otras dos cerradas. Por los anuncios sé que la de en medio es la que conduce a la sala del examen. Entre esta puerta y la primera hay una fotografía del Primer Ministro. En el lado izquierdo y casi pegadas a la pared están las banderas de las provincias y los territorios de este vasto país. Varias de la personas revisan la guía para el examen. A estas alturas de poco me servirá releer algunos pasajes de la guía sobre la historia, el gobierno y otros datos del país donde vivo. Ya he estudiado lo suficiente durante dos tardes de la semana anterior. Sin embargo, para matar el tiempo, hago como los otros. De repente entra un grupo que —a diferencia de los demás y a semejanza de algunos de los niños inquietos que también se han dado cita ahí— pide a gritos atención. Dos hombres ya mayores de idénticos rasgos (gemelos, por supuesto) entran con un par de mujeres, una mayor e insignificante y otra mucho más joven, en extremo maquillada, vestida con cierta elegancia y de pelo corto. Para mí resulta obvio que las tres personas mayores son quebequenses y que la mujer joven es quien viene a realizar el examen. Uno de los gemelos parece revolotear alrededor de ella sacándole fotos y alentándola. Ella habla francés con un acento que podría ser centroeuropeo. Quién sabe. No estoy seguro. Yo no lo quiero pensar; pero quizás la joven es una de esas esposas por correo que se ofrecen en el Internet a señores de cierta edad con tal de inmigrar a un país desarrollado. La notoriedad del cuarteto que viene y va, que habla en voz alta o por el celular y se toma fotos comienza a ser irritante. Sin embargo, como hago con todas las personas a las que considero deseosas de atención, los ignoro y aun pretendo zaherirlos evitando mirar hacia donde se encuentran. Alrededor de la una, alguien con autoridad nos anuncia a los presentes que el examen está a punto de empezar y que todos debemos mostrar una vez más la carta. Algunos no necesitan presentar el examen. Sólo es para los mayores de 18 años. Quienes rebasan los cincuentaitantos también están exentos. Por eso niños y adultos mayores se quedan sentados. Soy de los últimos en entrar a la sala. Apenas quedan dos pupitres libres. Cuando les informo a las organizadoras que prefiero escribir el examen en inglés, me indican un pupitre hacia la izquierda del lugar, el último de la segunda fila. Las mujeres dan indicaciones en los dos idiomas oficiales. Nada del otro mundo. Hace bastante tiempo que tuve la experiencia de pasar un examen. Estoy más acostumbrado ahora a redactarlos, aplicarlos y corregirlos. Las dos mujeres, una blanca y una negra, distribuyen primero la hoja de respuestas. Después, los legajos con las preguntas del examen. Antes inquieren si la persona desea el legajo en inglés o en francés. Las mujeres dan las indicaciones finales: los presentes contamos con 30 minutos para responder a todas las preguntas y después de entregar el examen debemos pasar a otra sala. Llega el momento. Las mujeres dan el permiso para iniciar. En todos los casos hay una afirmación y cuatro opciones. Hay que elegir una encerrándola en un círculo. Opción múltiple entonces. Regalado, pienso. Y así es. Revivo durante momentos aquellos instantes en que sentía un poquito de triunfo al enfrentarme a un examen que no me planteaba desafíos. Todo estaba ahí frente a mis ojos. Permanecieran conmigo un día o toda la vida los conocimientos adquiridos días antes siempre fui capaz de expresarlos con muy pocos errores a lo largo de mi paso por los diferentes grados del sistema educativo. A veces me pasaba de presuntuoso tratando de terminar el examen antes que los demás, intentando vencer a quienes se creían los más cuerdos de la clase. En un supremo acto de niñería, hago lo mismo esta vez. ¿Por qué no?, me pregunto. Después de todo, ha pasado mucho tiempo desde que respondí a un examen. Tras cinco o seis minutos termino. Justo unos segundos antes de que otro avorazado lo haga. Entrego el examen y soy el primero en pasar a la siguiente sala. Por la apariencia sé que ésta es donde se llevan a cabo las ceremonias: al frente se encuentra un estrado con la bandera del país, al fondo sillas alineadas para el público. Una mujer joven y algo obesa me pide que pase a sentarme frente a uno de los dos o tres escritorios que hay delante del estrado. La muchacha me hace algunas preguntas sobre mi solicitud, sobre los lugares donde he trabajado desde que me dieron la residencia permanente, incluso sobre los lugares donde he vivido. Al cabo la mujer recoge mi tarjeta de residente permanente y me pide que espere en la sala original porque la ceremonia será este mismo día. Eso me sorprende. No lo tenía previsto. También lo veo por el lado amable. No tendré que echarme otra vuelta. Este día terminará todo. Salgo hacia la sala de espera original para sentarme de nuevo. Apenas he abierto la puerta, uno de los gemelos quebecos voltea como esperando que su mujercita haya salido avante. El ruco se lleva una decepción. Me siento entonces junto a las banderas de las diferentes provincias. No sé cuánto tiempo voy a esperar. Primero leo el folleto que me han dado sobre los símbolos del país. Luego, cuando me percato de que esto va para largo, saco de la mochila un libro de cuentos de Roberto Bolaño. El tiempo pasa lentamente. No estoy tan absorto en el libro como para obviar la presencia de un niño negro que sobresale por encima de los demás chamacos a causa de su indisciplina. Va de acá para allá sin descanso. Lo que resulta más molesto son las persecuciones del padre que inútilmente intenta atajar al niño saltarín y correlón. Sigue pasando el tiempo sin nada que reportar. Hasta que un portazo le resta reflector incluso al niño Buba, cuyo nombre coincide con el título de uno de los cuentos de Bolaño. Es la mujer centroeuropea que como bulldozer emperifollado e imparable se dirige hacia uno de los gemelos (su amante o su marido, lo que sea) para reclamarle algo. Hay una de esas escenas melodramáticas que no se ven frecuentemente en este país de contención emocional. Parece ser un error en quién sabe qué documento que impide que la mujer se convierta en ciudadana. No estoy lo suficiente cerca como para enterarme de todos los detalles; pero ésa es la impresión que me llevo. Luego de verificar quién sabe qué dato y de poco menos que mentarle la madre a su anciano marido, la mujer vuelve apresurada a la sala de ceremonias para seguir argumentando a su favor. Retomo la lectura a veces interrumpiéndola para mirar el reloj. Me arrepiento de haber terminado tan rápido el examen. Otra interrupción de la lectura, esta vez involuntaria, viene cuando de nuevo aparece la centroeuropea. El enojo ha dado paso a las lágrimas. Ni siquiera quiere acercársele al perplejo marido y encuentra consuelo con la mujer mayor. Luego de algunos minutos el volcán vuelve a estallar: se levanta, se pone su abrigo y en varias ocasiones repite que ya no tiene tiempo. Sale intempestivamente sin ni siquiera esperar a sus tres acompañantes. Ellos salen después comentando en voz baja. No quiero regodearme. Pero lo hago. Tanta foto digital tirada a la basura. Tanto cortejo alrededor de la princesa para nada. Al cabo quizás de media hora no queda página por leer. Voy a mear a un baño que se halla al otro lado de un largo y sinuoso pasillo. De regreso atisbo a un hombre canoso y algo pasado de peso entrar a una oficina. Va vestido como lo que es: un juez de inmigración. Significa que no falta mucho para la dichosa ceremonia. Todavía hay que esperar una media hora. Tal vez más. Pierdo ya el sentido del tiempo. Finalmente se vuelve a abrir la puerta de la sala de ceremonias y nos dejan pasar. Lo siguiente pasa más rápido y no está exento de lugares comunes. El juez de inmigración se echa un discurso que intenta ser conmovedor. Hacemos un juramento de lealtad a la Reina Isabel II y a sus herederos. A cada uno nos entregan nuestra tarjeta que nos acredita como ciudadano y un certificado. Entre una persona y otra hay interrupciones. Todos venimos de diferentes partes del mundo. Sin embargo, luego de años de vivir aquí ya el multiculturalismo me parece algo cotidiano. El juez se echa alguna gracejada. Los nuevos ciudadanos se sacan fotos con el juez mostrando el certificado hacia la cámara. Finalmente, viene el himno nacional, un aplauso y la ceremonia finaliza. Ahora soy ciudadano de este país. Salgo del edificio de la calle St-Jacques cinco horas después de haber entrado. Salgo cansado, hambriento, preguntándome por qué todo proceso inmigratorio tiene que ser tan difícil y sintiendo quién sabe por qué que ésta es una victoria pírrica. La actitud no es poco común en mí. Es mi carácter dado también a la falta de entusiasmo. Sí, ya soy ciudadano canadiense. ¿Y ahora qué?