Joyas que vi de chiquillo (VIII)



Lo digo cada cuando en este blog y siempre es lo mismo. Quisiera ser capaz de continuar con este proyecto de las joyas y las porquerías con mayor frecuencia. Pero parece que únicamente puedo abordarlo durante el verano, cuando no tengo la obligación de enseñar. De todas maneras, una vez más, aquí va otra joya que vi de chiquillo. De entre todos los textos de esta lista, éste ha sido uno de los más difíciles de abordar por tratarse de una cinta de comedia. Como recordatorio, la séptima y anterior fue Crimen por muerte.

A veces (de esas escasas y maravillosas veces) una película puede dejarnos algo más que una impronta perdurable. Tanto así que la obra se vuelve vital en nuestro futuro. Esto, volviendo a aquel primer encuentro, aunque yo no entendiera del todo lo hablado. Así me pasó cuando a los ocho o nueve años vi Monty Python y el Santo Grial (Monty Python and the Holy Grail, 1975). Mi nivel de inglés, obvio, no era lo suficientemente desarrollado para entender casi nada de lo dicho por aquellos cómicos personajes. Y mis pocos años me impedían además digerir cada uno de sus chistes. Pero por algo un medio audiovisual permite interpretar las imágenes en movimiento con mayor facilidad y, en el caso de ese niño que fui, sí hubo varias que me provocaron risa incluso durante aquella primera visita al universo loco de los Python.
Seamos sinceros. De dónde un niño mexicano de ocho o nueve años era capaz de abrevar el instinto cómico durante aquella ya lejana época de principios de los 80. Tal vez Chespirito, quizás algunas películas de Capulina, Chiquilladas o incluso, sin una estricta supervisión de los padres en cuanto a cine y televisión se refería, La carabina de Ambrosio. A lo mejor (disculpas por la cacofonía) muchos programuchos más. Pero ésos son los primeros retazos de memoria en saltar del nada confiable arcón de las remembranzas. Por otro lado, sí hubo algo extra. De lejos. De una distancia mayor que la que separaba mi “provincia” de la “capital”. Fue, sin duda, una de mis primeras referencias sobre el país en el que viviría durante 15 años: You Can’t Do That on Television, un programa canadiense de rutinas cómicas actuadas por niños en más de un aspecto superiores a las de la citada emisión mexicana de las célebres chiquilladas. Lo pasaban por el canal gringo Nickelodeon. Ya con el transcurso de los años, pasando casi la pubertad y allá por los 15, me familiaricé con programas para un público un poquito más maduro. Por ejemplo, Saturday Night Live o (una vez más desde Canadá) The Kids in the Hall. Sin embargo, hasta encontrarme con el Santo Grial nunca durante la infancia había entrado en contacto con los precursores, con esa tropa cómica conocida bajo el nombre de Monty Python, grupo mayoritariamente inglés compuesto por Michael Palin, John Cleese, Graham Chapman, Terry Jones, Eric Idle y el estadounidense Terry Gilliam. Qué iba a saber a esa edad de sus antecedentes. Ignoraba por completo sus orígenes en la clase privilegiada de Inglaterra así como el hecho de que fuesen exalumnos de Cambridge y Oxford. Muchos menos vi los varios programas de comedia hechos por separado hasta culminar con el de la BBC que los reuniría: Monty Python’s Flying Circus (1969-1974). Tras el éxito internacional de aquella legendaria emisión, hubo una primera película para el mercado de los Estados Unidos (And Now for Something Completely Different, 1971). En realidad, se trataba de un rosario de sketches repetidos y trasladados al celuloide y a la inmensa pantalla rectangular desde el formato televisivo de Flying Circus. Aunque algo mucho más ambicioso, articulado, con una sola historia para darle unidad y bajo la dirección de los dos tocayos del grupo se produjo al surgir Monty Python y el Santo Grial (también conocida en algunos países hispanos con el vomitivo título de Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores).
Tras el último estertor de Flying Circus (la cuarta serie en la cual ya no aparecía Cleese), la tropa cómica quiso abordar los mitos fundacionales del medievo a través del formato fílmico. La primera idea del grupo consistía en escudriñar las leyendas artúricas, siendo éstas la génesis de una rancia identidad nacional y, de tal forma, diseccionarlas sin misericordia. Ya antes, en los años 60, se había dado la popularidad del musical Camelot de Lerner y Loewe. Tanta fue dicha popularidad que se convirtió en el favorito de cierto presidente gringo. Luego del magnicidio de aquél en Dallas, su mujer políglota pretendió usar la sombra del castillo del rey Arturo para consolidar el legado del cónyuge muerto (véase, para este caso, Jackie de director chileno Pablo Larraín). Luego, allá por 1967, el musical fue traducido al cine ya sin las presencias de Julie Andrews y Richard Burton. Ahí protagonizarían Vanessa Redgrave y Richard Harris. No puede negarse hoy la decepción de muchos asistentes a la sala de cine y, por supuesto, aquel Camelot no se halla a la altura de otros musicales fílmicos de la época como La novicia rebelde, Amor sin barreras, la francesa Los paraguas de Cherburgo o Mi bella dama. Algunas décadas después Cachirulo se plagiaría la canción-título del famoso musical para la entrada de su emisión infantil Érase que se era, secuela de su Teatro fantástico la cual, si mal no recuerdo, se transmitía por Imevisión. Y algunos años después del cáliz de los Python vino Excalibur de John Boorman (que, ya se sabe, se tomaba la historia un poco demasiado en serio produciendo así uno que otro momento de humor involuntario). Regresando a mi admirada tropa de cómicos, la intención de los Python en un comienzo era mezclar las épocas medieval y actual en descarado anacronismo, culminando con el descubrimiento del cáliz sagrado en la tienda departamental Harrod’s. La idea de incluir Harrod’s, con el tiempo, fue desechada y se tuvo que improvisar otro desenlace para la película. Sin embargo, lo de los anacronismos continuó como un elemento más para detonar las risas.
La aventura caballeresca es por todos conocida (y, dicho sea de paso, la más importante de las parodias de este género ya hizo su aparición por escrito hace más de cuatrocientos años). Aun así, vale la pena recordarla: el rey Arturo (Chapman) recorre Bretaña (¿o Inglaterra?) durante el año 932. En el recorrido se hace acompañar de su sirviente-escudero jorobado Patsy (Gilliam). A falta de rocín (por aquello del reducidísimo presupuesto del filme de apenas 400 mil dólares), de mucha utilidad serían dos cocos simulando el ruido de las patas de los caballos. Aquélla, se ha dicho en varias entrevistas, fue una contribución de Michael Palin. El rey Arturo, entonces, se lanza a la aventura para reclutar caballeros que se sumen a su fraternidad de la Mesa Redonda. Logra convencer a los sires Bedevere (Jones) el sabio, Lancelot (Cleese) el intrépido, Galahad (Palin) el casto y Robin (Idle) el cobarde (o, en realidad, el-no-tan-intrépido-ni-tan-valiente-como-sir-Lancelot). Y por ahí aparecerá en un papel doble (las traviesas gemelas Zoot-Dingo) una de las pocas presencias femeninas (no travestidas) y constantes de Flying Circus: Carol Cleveland. Los seis de la tropa, sin embargo, asumirán además muchos de los otros roles a lo largo de la cinta. Algunos inolvidables a pesar de su fugacidad: el recaudador de muertos (Idle), el campesino anarcosindicalista (Palin), el burlador soldado francés (Cleese), el viejo de la escena 24 (Gilliam) y el príncipe Herbert (Jones). En algún momento los caballeros andantes recibirán la revelación de un Dios animado por los recortes de Gilliam: deben buscar y encontrar el cáliz de la última cena. Ésa es su misión divina. Entre los encuentros y desencuentros se toparán con otros cómicos andantes, brujas falsas, hechiceros no tan falsos, monstruos animados y de mil ojos, un muy testarudo Caballero Negro (no por su raza, se entiende), taumaturgos grotescos, núbiles ninfas, Caballeros de “¡Ni!”, etcétera. Sin dejar títere con cabeza y abordando los estereotipos de la época: el feudalismo, la peste bubónica, la ignorancia, la suciedad, el amor cortés, el teocentrismo, los penitentes, los códigos caballerescos, la rivalidad entre ingleses y franceses y hasta algunas fallidas y mal recordadas tácticas de guerra.
Los directores, los dos Terrys, se confesaban admiradores de Pasolini. De ahí la insistencia del realismo (excepto, pareciera, tratándose de las pelucas) para aplicarse en la comedia y para que la risa se encuentre así enraizada en el anclaje de la verosimilitud (algo a llevar a un nivel superlativo en su siguiente película, La vida de Brian). Tal vez dicha actitud pueda compararse a la cara seria de ciertos cómicos cuando cuentan un chiste graciosísimo. Empacaron las maletas, dejaron Londres y se fueron al norte para encontrar los lugares ideales para el tan dichoso realismo. Cuando la filmación estaba a punto de iniciar, el gobierno de Escocia les impidió el acceso a cualquiera de los castillos bajo el dominio público con el pretexto de que el contenido de la película no era el adecuado. Incluso relumbraba por su impropiedad. De inmediato, se emprendió la búsqueda de uno privado para rodar: el castillo de Doune (que, parece, ha visto su publicidad renovada con la serie Juego de tronos). La fortificación les sirvió para diferentes sitios imaginarios, desde el interior de Camelot hasta el de Ántrax, el castillo de las doncellas, pasando por el de la boda sangrienta. Sólo hubo que cambiar los decorados y el enfoque de la cámara. Las cinco semanas de filmación se hallaron repletas de quejas del equipo y de los actores: el frío, la lluvia y la humedad propios de las “tierras altas” hacían de las suyas. No hace mucho en una entrevista realizada durante un late-nite gringo Cleese bromeó que Escocia sólo ofrece a sus visitantes un par de días de buen clima. Por otro lado, estaba su compañero y actor principal, el único de los seis hoy ya fallecido. De acuerdo con los demás del grupo, Chapman era el indicado para encarnar al rey Arturo por la máscara de dignidad con la que presentaba a sus personajes. Sin embargo, eso creó una dependencia con respecto a este inusual actor protagonista. Más que nada, por los constantes problemas acarreados por su alcoholismo. A la incomodidad del clima y a lo anterior habría que añadir el caos para los actores ante la dirección de dos personalidades muy diferentes, aunque compartieran un mismo nombre de pila.
Con su estreno en Estados Unidos el primer trabajo fílmico en regla de los Monty Python se convirtió en el número uno de las listas taquilleras durante un mes entero y se dice que fue la película favorita de Elvis. Sí, ése, el rey del rock & roll. De Arturo a Elvis no parecía haber un largo trecho. Durante una conferencia de prensa del estreno en alguna urbe importante del mundo (Nueva York o Ámsterdam, según quien cuente la anécdota), les preguntaron cuál iba a ser su siguiente proyecto y Eric Idle (artífice, según él, de ese final tan meta-cinematográfico como abrupto, anacrónico y anticlimático) respondió a modo de chiste: “¡Jesucristo, lujuria por la gloria!”. Tal vez ninguno de los seis imaginaba que esa gracejada se volvería realidad ni que George Harrison pondría el dinero para poder llevarla a cabo. Entonces sí la liga de la decencia se interesaría bastante en el humor subversivo de la tropa.
Qué queda en mi memoria de aquellas primeras visitas al universo de los Python. Estoy seguro de haberme reído con el número musical de Camelot (“Knights of the Round Table”: “Caballeros de la mesa redonda”; y esto a pesar de no entender ni una palabra de la letra), más cuando la vaca era catapultada por los burladores franceses para terminar aplastando a uno de los escuderos. Y no se diga con los caballeros que dicen “¡ni!” o con los monjes penitentes que se dan de topes en la cabeza contra una tabla. Sobre todo, con la intrepidez asesina de Lancelot durante la boda sangrienta y con los dibujos animados de Terry Gilliam, hechos a base de recortes. Volviendo a las bestias orejonas, estuve a punto de orinarme de la risa con el monstruo de la caverna, el que decapita a varios caballeros y que resulta ser (sólo en apariencia) un inofensivo conejito. Y una palabra en inglés se ha quedado conmigo a modo de mantra, como una de las palabras sagradas resguardadas por los Caballeros de Ni: shubbery. Con los años, ha dejado de preocuparme que las carcajadas más sonoras me las detonen esas rutinas en las cuales se desborda la violencia (la del Caballero Negro, la del conejo asesino, por poner dos ejemplos). Así fue y será siempre. Los dos sketches aludidos en mucho se parecen a otro de Flying Circus: el de “los días de ensalada”, una parodia hilarante al cine ultraviolento de Sam Peckinpah que aparece al final del séptimo episodio de la tercera serie.
Y así, desde que la viera por primera vez, Monty Python y el Santo Grial ha permanecido conmigo y me acompaña. Múltiples vistas han sucedido a esa primera de la infancia y, junto a ella, los otros descubrimientos, las siguientes películas del grupo: La vida de Brian (1979) y El sentido de la vida (1983). Más recientemente, me sumergí en el principio de todo el recorrido, en el primer éxito internacional de la tropa cómica: el programa de sketches que antecediera a la producción del cáliz y los hiciera famosos alrededor del mundo por subvertir las convenciones de la comedia y por la marcada tendencia hacia el absurdo e incluso hacia lo surreal. Este último descubrimiento muy cercano en el tiempo y a la mano gracias a Netflix, plataforma donde se pueden también hallar dos de las películas de Monty Python: la que reseña este texto y La vida de Brian (filme que, por cierto, este año cumple 40 de su estreno). Doy gracias de que las fuentes de la comedia durante mi infancia no hayan sido únicamente Chespirito, Capulina o los niños de Chiquilladas. Doy gracias por haber tenido cerca de mí el videodisco de la RCA que, como en un encantamiento sacado de novela caballeresca, contenía las imágenes en movimiento ideadas por estos seis geniales cómicos.

Monty Python y el Santo Grial o Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores (Monty Python and the Holy Grail, 1975). Dirigida por Terry Jones y Terry Gilliam. Producida por Mark Forstater y Michael White. Protagonizada por Graham Chapman, Michael Palin, John Cleese, Eric Idle, Jones y Gilliam.