Sueño de domingo

Por lo regular no recuerdo mis sueños. Sólo de vez en cuando se quedan grabados en mi mente luego de despertar. Hace un par de semanas logré recordar uno y lo atrapé como pescado escurridizo en la red de este texto. Lo soñé un domingo, cuando ya empezaba a clarear el día. Dentro del sueño me encuentro en un salón de clases a la antigua. Es decir, no hay cañón ni computadoras ni pizarrón táctil ni asientos con ruedas para formar equipos rápidamente. Como si volviese a mis días en la prepa o en la universidad. Apenas pupitres viejos y pizarrón para gises. De hecho, delante de mi asiento se sienta un compañero de la universidad cuya amistad todavía conservo. A mi alrededor observo a otros alumnos a quienes no reconozco. Todos, incluido mi amigo, hacen un examen. Me angustio porque yo no los imito agachando la cabeza y bailando los dedos con el bolígrafo BIC. Pronto me doy cuenta de que el examen es de inglés, por lo que a mí no tendrían que aplicármelo. Aunque la materia se prestaría para que la docente proviniera de un país anglófono (ahora recuerdo que en mis muchos años de soportar clases de inglés únicamente una vez tuve una docente “nativa” del idioma, la Sister Dolores), esta maestra de inglés del sueño es china. Una compañera al lado de mí me balbucea preguntas. La maestra no parece percatarse de que hablamos entre nosotros. No haré ningún chiste sobre la relación entre lo rasgado de sus ojos y su capacidad para ver por sería tentar a la incorrección política. Acto seguido hay un salto en el tiempo. Ahora mis compañeros de clase y yo estamos en un autobús. Conozco estas calles. Es el centro de Montreal en el verano. Mientras hablamos sobre el examen, hay una televisión prendida en la que se ve a los conductores de un programa de concursos de España (La ruleta de la suerteresideñar un departamento para convertirlo en su nuevo estudio de grabación. A nadie le extraña que éste sea el único autobús de Montreal equipado con una pantalla de televisión para entretener a los usuarios. Pierdo el hilo con aclaraciones. De vuelta al departamento. Por el color y la forma de las paredes identifico de inmediato ese edificio. Les digo a mis compañeros que ahí vivía yo. No en ese departamento que redecoran, no. Sino en ese edificio. Una de las alumnas que viaja conmigo en el autobús de repente se ha convertido en la actriz Reese Witherspoon. El vehículo sube por una calle empinada y los estudiantes tememos que no logre remontar tan pronunciada inclinación. Dicho y hecho. El vehículo empieza a retroceder por la gravedad y con estruendo va arrasando todo a su paso: coches, árboles, incluso peatones. Mi sueño se reserva el momento del impacto que logró frenar el paso devastador del autobús. Ahora estamos en una calle más pequeña, formados en línea y con esposas en las muñecas y en los pies, como grilletes de galeotes quijotescos. Algunos de nosotros gritamos que somos estudiantes y que no tuvimos la culpa del accidente. Durante el clamor colectivo el chofer ha brillado por su ausencia, como si nunca hubiera existido. Yo, al menos, no recuerdo haberlo visto durante la secuencia dentro del autobús. Los policías que nos aprehendieron están a punto de interrogarnos ahí, al aire libre y en plena calle. No quieren esperar a llevarnos a una comisaría. Entonces me desperté.