Lo de hoy ya no es el zapping.
Es el swiping. Y esto último no sólo
lo llevamos a cabo con contenidos en video, sino ahora incluso con las personas
o con sus pensamientos. Hay un hambre insaciable por la siguiente foto o los
siguientes perfil y tuit. Así el constante swipe
de las redes sociales nos lleva a las plataformas (más bien, a una en
particular llamada Netflix) y realizamos esta acción casi mecánica de pasar a
lo siguiente para desplazarnos de una serie a otra, de una película a otra. Una
y otra vez, sin parar. Cada viernes es imperativo echarles el ojo a los
estrenos de la mencionada plataforma. Así lo hice ayer y me topé con un título
nuevo: Velvet Buzzsaw (2019). Sólo bastó
leer la sinopsis y ver el nombre del director (Dan Gilroy) para decidirme, para
dejar el swipe atrás. Y caí en el
engaño. La puse. Casualmente, el engaño (no tanto de la plataforma, sino más
bien del mercado del arte) es el tema principal del filme.
El arte es peligroso, ésta es una de las muchas frases
dogmáticas dichas por alguno de los personajes de este estreno de Netflix. Y,
por supuesto, no se necesita ser genio para adivinar que ése sería el eslogan
de la cinta. Sí, es cierto. Pero una cosa es que sea peligroso y otra muy
diferente es que le salgan garras y te despedace. Parecería paradójico que este
gigante del streaming estrene en
diciembre del 2018 una película mexicana encumbrada por la crítica (sin mencionar
la marejada de premios recibidos) y, escasas semanas después, saque un producto
cuya historia no le pide nada al bodrio ochentero Feliz cumpleaños para mí. Así de contrastante se ha vuelto este
asunto de las plataformas.
Sigo con la racha de terror que comienza con mi entrada de
enero (la de Suspiria). Aunque,
detrás de las situaciones manidas del género, Velvet Buzzsaw plantea una crítica feroz al mundo del arte. Tanto
que pareciera que todos los personajes del reparto son como Amy Adams en Animales nocturnos. Así de cínicos,
marchitos, lánguidos, displicentes, bien vestidos y modosos. Por eso, resulta
muy difícil convivir con ellos. Por eso, importa poco a cuál de ellos terminarán
matando las pinturas asesinas. Y no es que las películas de terror se hayan
destacado por sus dosis de empatía ni que estén exentas de crítica o de
comentario social. Pero en este caso resulta además difícil empatizar con el
director quien, desde su nube de superioridad moral, busca crear conciencia
respecto a la soberbia que los caracteriza o a los constantes absurdos que se
dan entre estos traficantes del arte. Esquemático a morir resulta que haya un
personaje para representar a cada eslabón de la cadena alimenticia: la
curadora, la dueña de una galería, el crítico, la asistente, el representante,
el artista joven urbano, el artista veterano sin inspiración, el chalán con
ínfulas de pintor, etcétera. Todos interpretados por un reparto engañabobos
(entre éstos, me cuento sin tapujos) en el cual los nombres más destacados son
Rene Russo, Jake Gyllenhaal, Toni Collette y John Malkovich (pero, en fin, qué
se puede esperar de quien aparece también en otra basura “netflixniana” como Bird Box o quien se atreve a levantar la
mano cuando Amazon Prime le pide hacerla de Hércules Poirot [el vocablo en inglés
“miscast” viene a la mente]).
Como Carmen Maura en La
comunidad, Josephina (Zawe Ashton, quien hace carrera de relevos entre Animales nocturnos y este Velvet Buzzsaw) se encuentra con un
verdadero tesoro cuando entra al departamento de un vecino anciano que acaba de
morir. En este caso, sin embargo, no se trata del premio de la lotería, sino
más bien de un montón de pinturas. Se le presenta así la oportunidad para que
brille ante su jefa Rhodora (muy cerca del vocablo “rotonda”), dueña de una
galería y rol que encarna la Russo. Al mismo tiempo, Josephina se empieza a
enredar con un crítico homosexual pero muy versátil (Gyllenhaal)
cuyos artículos marcan tendencia en el mundo del arte. No vale la pena ir de un
personaje a otro. Ni siquiera deteniéndome en los que interpretan Collette o
Malkovich. Basta decir que por ahí anda también Natalia Dyer, la joven actriz
de la serie (también de Netflix) Stranger
Things. Ella interpreta a una achichinclilla de gafas y con muy poca suerte
que va de trabajo en trabajo tras encontrar el cadáver de su último patrón. Y
sí, hay un momento en que se bromea con esto. Qué risotada.
Las pinturas homicidas encuentran, como en la citada Feliz cumpleaños para mí, las formas más
ingeniosas para vengarse de los mercachifles que se atreven a comerciar con tan
preciosos objetos: provocan incendios, ahorcan o mutilan brazos en
instalaciones, machucan cuerpos contra una verja metálica. En fin. El colmo se
da cuando la incauta Pandora que trajo tanto mal al mundo del arte termine “colorizada”
e incrustada en un mural. Y sí, claro. Se entiende que como en otras cintas del
género el humor les dé levedad a los instantes de suspenso. Sin embargo, cuando
las cantidades de bilis que destila el director son tan evidentes, no queda más
que reírse. Y más por el humor involuntario que por el voluntario. Si antes la
promesa de Nightcrawler habría augurado
un mejor tercer crédito, ése no es el caso aquí. Y no es que la citada ópera
prima haya sido tan deslumbrante ni tan original, no. Después de todo, ahí
están en el pasado esas otras críticas mordaces contra los medios de comunicación
(cómo olvidar Network de Sidney Lumet,
por ejemplo), pero ahí no había nada sobrenatural, ni quedaba uno con un mal
sabor de boca ante la evidente superioridad moral de Dan Gilroy en Velvet Buzzsaw. Tan evidente que no deja
respirar. Y el buen humor se pierde por completo.