Montrealenses (VIII): manif para todo(s)

Viví en Montreal 13 años. Ya no vivo ahí. Pero uno de los aspectos que más me sorprendió fue el descontento general. Uno como heredado de Francia. No por nada aquélla era también la Nouvelle France. Conforme la primavera iba dando los primeros síntomas de sacudimiento de pereza, se empezaban a dar las primeras manifestaciones. Los recuerdos ya lejanos se me empalman y no me creo capaz de dar una lista por orden cronológico: los agentes de policía ataviados con pantalones de camuflaje durante años, los empleados de los servicios de transporte público suspendiendo la actividad del metro o de los autobuses y así, hasta el infinito. Los estudiantes, los de las guarderías, los funcionarios. Sólo me faltó atestiguar una de niños. Sorprendente el descontento en un país del llamado primer mundo. El colmo es la manifestación contra la brutalidad policiaca en la que, sin falta, los manifestantes terminan denunciando los actos que ellos mismos provocan. Manifestarse pareciera entonces ser una manera más de abatir el aburrimiento, un instrumento no para reformar los vicios de la sociedad, sino para pasar el rato. Incluyo aquí otro ejemplo sacado de la novela que actualmente escribo:

"No podía creer lo que veía en la pantalla de la televisión durante el noticiero de la tarde. Pero sí. Ése era el pabellón de la universidad donde mi amiga y yo dábamos nuestros cursos nocturnos. Reconocí el sótano, los elevadores y, en el costado opuesto del pasillo, una isla de asientos circundada por máquinas expendedoras de comida chatarra. En las imágenes se veía el caos total entre los elevadores y los asientos. Un lugar convertido en pandemonio. Por un lado, un tumulto de estudiantes mezclados con vándalos de semblantes ocultos bajo paliacates y antifaces. Del otro, filas de policías. Y en medio de ellos algunos profesores desesperados intentando calmar los ánimos entre los bandos enemigos, listos para irse a los golpes y a los macanazos. Agradecí que esa noche del 8 de abril no nos tocara impartir clase ni a mí ni a mi amiga. ¿A qué mierda de país había inmigrado? ¿No se suponía que éste era el primer mundo? ¿Y, dentro del mismo, el país del discurso incluyente y pacificador? ¿Aparte de todas las exigencias docentes, uno debía de erigirse como negociador en el caso probable de motín?
Horas después me enteré más a detalle de lo acontecido. Eso gracias a una mesa redonda en Radio Canadá. Para ese 8 de abril el movimiento ya se hallaba fragmentado. Gran parte de los estudiantes quería volver a las aulas y terminar su sesión de invierno. En cambio, quienes se encontraban bajo amenaza de expulsión (los más beligerantes), estaban listos para interrumpir las clases a como diera lugar. Esa tarde los agentes de seguridad tenían la orden de evitar que los huelguistas irrumpieran en los salones con sus matracas y trompetas. Pronto los forcejeos sembraron tal pánico que el rector llamó a la policía. La presencia policiaca (las huellas de los cerdos hollando el sagrado recinto) atizó aún más el fuego por aquello de la “autonomía” universitaria. Hubo connatos de arrestos contra algunos jóvenes. Al grito de “¡liberen a nuestros camaradas!”, el resto del estudiantado comenzó a cercar a la seguridad y a los policías hasta darse la confrontación difundida por todos los noticieros locales bajo el muy sensacionalista título de "¡Crisis en la (inserte aquí el nombre de la bien conocida institución montrealesa cuyas siglas son casi idénticas a las de la UNAM)!"
La vergüenza no cedió ahí. Los enmascarados tomaron el pabellón y levantaron barricadas frente a las puertas de vidrio para impedirles el acceso a los policías. Hicieron pintas sobre las paredes, destrozaron pupitres y sólo les faltó encender una fogata al interior. A las horas vino la andanada de los agentes antimotines. Por las calles se oían los cánticos de quienes apoyaban a los huelguistas. Proclamaban que la calle les pertenecía únicamente a ellos y remataban con un sonoro “fuck la police!” Las puertas de vidrio se quebraron y los invasores fueron evacuados con gases lacrimógenos. A causa del desarreglo y el vandalismo, las clases de ese pabellón se anularon un par de días. Hubo más confusión entre los profesores. Los correos electrónicos fueron y vinieron cuando ya debía retomar mi curso. Unos me anunciaban un cambio de aula. Otros contradecían el mensaje precedente. Al final del incordio, sí pude dar mi clase en el salón de costumbre, uno donde si fijábamos la vista lo suficiente distinguíamos acaso el palimpsesto de las pintas sobre las paredes. Esa tarde mis alumnos y yo nos presentamos con rostros angustiados, sin saber a ciencia cierta si a media clase irrumpirían gritones con matracas, trompetas, aerosoles y una manada de perros rabiosos. Amigos, bienvenidos al pintoresco mundo académico de Quebec: la crème de la crème."