Sólo un Jutra
En
Montreal vivo sobre la calle Prince-Arthur y a unas cuantas cuadras de mi
edificio hay un parque muy pequeño que lleva el nombre de uno de los pioneros
del cine moderno de Quebec. Los premios concedidos cada año a los mejores
artífices del cine quebequense también llevan idéntico nombre. La casa en la
cual vivió dicho cineasta durante los últimos años de su vida se encuentra tan
sólo unas calles más allá, tras la sección peatonal de Prince-Arthur, a unos
cuantos pasos del parque Saint-Louis y sobre la calle Laval. Actualmente el
sitio alberga la Casa de Escritores de Montreal.
Cuando
el mundo se entera de que una vez más un largometraje originario de Quebec o
dirigido por un realizador quebequense ha sido nominado a un Óscar o
seleccionado para el festival de Cannes, no parece ese mismo mundo darse cuenta
de que el primero en prepararles el camino a los nuevos directores de la
provincia —como Jean-Marc Vallée, Denis Villeneuve, Xavier Dolan, Philippe
Falardeau o Kim Nguyen— fue este hombre. Al final de su largometraje innovador
e independiente de los años sesenta À
tout prendre una figura masculina se lanza verticalmente a las aguas de un
río. Tal imagen se tornó recurrente a lo largo de su filmografía por repetirse
una y otra vez. Décadas más tarde ese hombre morirá no en la ficción del
séptimo arte sino en la realidad imitando el mismo acto cuando se lance del
emblemático puente Jacques Cartier hacia las gélidas aguas del río San Lorenzo.
El cuerpo del director fue recuperado meses después de su desaparición con la
llegada de la primavera. Una nota para identificarlo se halló adherida a su
cinturón de viaje: “Me llamo Claude Jutra”. Era el realizador Claude Jutra. El
único. Y vaya que sí.
Claude
nació de apellido Jutras (misma pronunciación en francés con o sin la “s”) casi
a la par de un desastre financiero mundial al inicio de los treinta. Pero para
su suerte la familia Jutras era acaudalada. Pequeño-burguesa sí, aunque abierta
a las manifestaciones artísticas. Hijo de un doctor-radiólogo interesado en el
arte. Y de Rachel, claro, una madre dominante y posesiva que a veces se
comportaba más como la esposa celosa del hijo. El amor más intenso en la vida
de Claude, como lo confesara él. Con la primera vista de imágenes en movimiento
dentro de la casa familiar su joven percepción de ocho años se transformó. No
es hasta los dieciséis que recibe como regalo por parte de su padre la primera
cámara. Las aspiraciones de la familia Jutras lo obligaron a seguir el camino
del progenitor y a estudiar medicina en la Universidad de Montreal. Nunca
ejerció tal oficio más que en la ficción del cine, ya se tratara del propio o
del de los colegas. Tan pronto termina los estudios se involucra en la vida
artística montrealense y comienza a hacer cine al lado del fotógrafo Michel
Brault. Pronto Claude se quita la “s” de su apellido. No había necesidad de
pluralizarlo, bromeaba. En el mundo sólo había un Claude Jutra. Entra a
trabajar a la ONF (Office national du film). Ahí realiza documentales sobre
músicos jóvenes, el cantante Félix Leclerc, lucha libre o el recién nacido
fenómeno del skateboard. Siendo
además mimo y actor, protagoniza y co-dirige el corto clásico de Norman McLaren
A Chairy Tale o Il était une chaise (1957). Lo protagoniza al lado, por supuesto,
de una silla rejega sobre la cual nadie puede sentarse. La música, de Ravi
Shankar. Ellos descubrieron su obra antes que Los Beatles. El corto lo lleva a
Europa. Y a la madre patria de Quebec. Ahí se familiariza con la Nouvelle
Vague. Conoce a Truffaut. Al regreso da inicio en su terruño la llamada
Revolución Tranquila y él hace À tout
prendre (1963), recuento semi-autobiográfico y al mismo tiempo compendio de
subversiones contra los tabúes de la época en la todavía cerrada sociedad
quebequense que apenas acaba de salir de la Grande Noirceur tras la muerte de Maurice
Duplessis: bohemia, relaciones inter-raciales, aborto, homosexualidad. De esta
forma Jutra aparece fulgurando en el firmamento como el pionero del cine
quebequense moderno y con identidad propia. Y al arribar los setenta filma en
la región minera de Quebec Mi tío Antonio
(Mon oncle Antoine, 1971), película
ahora considerada como la mejor dentro de Canadá en toda la historia de la
cinematografía de ese país.
Mi tío Antonio abre planteando
el gran problema de Quebec, uno que todavía hoy sigue irresuelto y se torna
cada vez menos latente: la supeditación a un poder central que no habla su
mismo idioma. A mitad de los años cuarenta un empleado de la mina de asbesto le
habla a su supervisor en francés mientras éste le da explicaciones en inglés.
No se entienden. No hay comunicación entre estas dos soledades. El mismo padre
de familia de nombre Jos Poulin (Lionel Villeneuve) renuncia a su trabajo en la
mina para irse de leñador luego de que sus amigos hablan en el bar de la muerte
prematura de Euclid, otro minero. Jos está harto. Sin embargo, para buscarse el
sustento alterno, tendrá que dejar a su esposa y a sus cinco hijos durante seis
meses. En paralelo vemos al joven Benoît (Jacques Gagnon), el protagonista de
esta historia de crecimiento, que observa todo a su alrededor. El muchacho
huérfano de quince años está vestido de monaguillo en el velorio de Euclid y mira
en primer lugar a su tío Antoine (Jean Duceppe), el tendero del pueblo al mismo
tiempo que enterrador. El viejo está preparando el cadáver para la sepultura.
Batalla para quitarle a Euclid el rosario de entre los dedos. Benoît también ve
las burlas y veras de Fernand (Jutra), el empleado de su tío. Y oculta el
rostro tras un misal. Tiene una sonrisa socarrona ante las actitudes hipócritas
de los adultos. Tan pronto termine la premisa se da un salto no anunciado en el
tiempo. Ya no es otoño. Ahora el pueblo de Benoît está cubierto de nieve y por
el calendario de la tienda nos enteraremos de que es la víspera de Navidad. El
protagonista lleva un yeso en uno de sus brazos. Se ha roto el brazo, tal vez
llevando a cabo una travesura. En este día Fernand entra con el alba a la
tienda. La familia del tío Antoine vive en el piso de arriba y apenas se está
despertando. Excepto nuestro héroe, claro, porque es monaguillo. La segunda en
levantarse y bajar por té en bata es la esposa de Antoine, Cécile (Olivette
Thibault). Aunque parezca más matrona ajada que niña en flor se cubre el pecho
ante la presencia de Fernand. Después el protagonista del filme irrumpirá por
la entrada principal. Ha estado ayudándole al padre del pueblo en la misa del
amanecer. Y luego baja Carmen (Lyne Champagne), la adolescente protegida de los
tíos, con quien Benoît juega y coquetea. Finalmente, el tío Antoine. Él podría
haberse aparecido ya con una botella de aguardiente en la mano. Al fin y al
cabo, con el invierno el alcohol calienta un poquito. Y como el frío dura el
día entero la bebida caerá en su estómago con persistente frecuencia. Este día
el pueblo entero pasará por la tienda del viejo borracho. El sitio se
convertirá en el centro neurálgico de la comunidad: la expectativa general ante
la decoración de los escaparates de la tienda, un compromiso matrimonial se anuncia,
la mujer más bella hace una entrada explosiva para probarse ropa interior y
hacia el final resuena la llamada para anunciar un deceso inesperado en la casa
del leñador ausente. A lo largo del día la sonrisa socarrona de Benoît se irá
desdibujando. Ya por la noche —al acudir junto con su tío en medio de una
tormenta invernal a recoger un cadáver de un chico de su edad— no habrá más
motivos para sonreír. Los primeros juegos eróticos con Carmen, el desprecio del
patrón de la mina, el alcoholismo de su tío y, sobre todo, la traición de la
tía Cécile irán marchitando su ánimo hasta culminar en una fantasía onírica tan
lujuriosa como inocente con Alexandrine (Monique Mercure), la mujer más bella
del pueblo y esposa del notario. Ni hablemos de su encuentro frontal con la
muerte. Mi tío Antonio habla de una
problemática universal: la del joven que va aprendiendo y asimilando los vicios
de su sociedad. Al hacerlo vive experiencias contundentes enlazadas con el
amor, la familia, la injusticia, la vida y la muerte. La más bella imagen de
estos dos últimos aspectos —dos caras de una misma moneda— quizás sea la de
Benoît y Carmen interpretando el rol de esposos en un cuarto repleto de
ataúdes.
Sin
embargo, Jutra tiene la habilidad para darle cabida a lo regional dentro de lo
universal. Para quien esté más enterado de la historia y la vida política de
Quebec habrá otra lectura, una de subversión y de crítica. Jutra filma Mi tío Antonio en una región donde por
la explotación de las minas de asbesto los trabajadores morían a los cuarenta
años. El velorio de Euclid al comienzo de la película tiene entonces peso
social. La explotación se constituía lugar común y detonaba las tensiones
lingüísticas pues los patrones hablaban inglés y los mineros, francés. Tal
explotación se filtra hacia otras capas y alcanza incluso a los niños: basta
presenciar cómo se comporta el padre de Carmen. Jutra captura con la cámara de
Michel Brault los recuerdos contenidos en el guión de Clément Perron y lo hace tras
casi una década de la Revolución Tranquila, tiempo durante el cual la sociedad
quebequense se secularizó y pasó de un régimen de derecha muy conservador a uno
de izquierda, preocupado por darle a los francófonos un sistema de salud
gratuito, asistencia social así como acceso a la educación superior. Este
movimiento de apertura y al mismo tiempo de liberación del dominio de una clase
alta e industrial preponderantemente anglófona culmina con actos terroristas:
la crisis de octubre de 1970.
Mi tío Antonio, hecha durante
aquellos años no tan tranquilos, se arma en base a una agridulce mirada
retrospectiva hacia aquella época en Quebec conocida como la Grande Noirceur (Gran
Oscuridad). Cuando el ex minero Jos Poulin se encuentra al comienzo de la
película dentro del baño del bar —además de los rayones con tintes sexuales y
de los dibujos de mujeres desnudas con las piernas abiertas— leemos unas palabras que todo lo dicen sobre el
periodo en el que está situada la trama de la cinta: ¡Jódete, Duplessis!
Maurice Duplessis personifica la Grande Noirceur en Quebec. Duplessis, el
primer ministro de extrema derecha, conservador y siempre asociado con una
iglesia católica autoritaria que en aquella época regía cada una de las
decisiones vitales de los quebequenses. Pero Jutra se cuida de no caer en el
panfleto. Él mismo declara durante una entrevista en inglés que la función del
cine no es hacer un ensayo. Y por no hacerlo en diversas ocasiones se convirtió
en blanco de críticas de sus colegas más radicales e identificados con el
separatismo. Y, en mi opinión, no es necesario contar con toda esta información
sobre la historia de Quebec para disfrutar Mi
tío Antonio. Si acaso el mensaje resulta demasiado obvio cuando aparece el
patrón anglófono de la mina cubierto de pieles y en su trineo lanzando de modo
displicente regalos para los niños ante la falta de aumentos de salario para los
mineros. Benoît y un amigo se rebelan contra este anciano, como años después lo
haría entera la sociedad quebequense. Aunque la rebelión de los muchachos es
lúdica: le lanzan bolas de nieve al caballo haciéndolo correr a toda velocidad.
Tal acto en poco se relaciona con los bombazos, los secuestros y las muertes de
la crisis de octubre. La recompensa de Benoît se materializará en la sonrisa de
Carmen. La actitud del héroe ante el patrón no difiere mucho de la desplegada a
espaldas del cura durante la misa: entretenerse con un hilo de la camisa para
pasar el tiempo. Lo lúdico se contagia a otros habitantes. A pesar de las
muertes prematuras y de las carencias en el pueblo no sólo se respira tristeza
o resentimiento. Hay trances de alegría que matizan la oscuridad. Por ejemplo,
la guerra de bolas de nieve entre los mineros y los niños.
A
pesar de que durante décadas ha sido considerada la obra maestra de su director
así como la mejor película hecha en Canadá (y por extensión en Quebec), Mi tío Antonio no está exenta de pequeñas
fallas. Sí, el desempeño de actores no profesionales como los adolescentes Gagnon
o Champagne se encuentra a la altura de un actor veterano del cine, el teatro y
la televisión regional como Jean Duceppe. Quizás esto se deba también a la ya
amplia experiencia del director con niños y jóvenes actores. Sin embargo, no
escasean los momentos incómodos, de ésos que casi expulsan al espectador del
paraíso de la ficción. Sobre todo, tratándose de algunos habitantes del pueblo
minero donde se filmó la película. Pienso, por ejemplo, en los amigos de Jos
Poulin sentados a la mesa del bar o en algunos clientes de la tienda. Estos
extras se muestran asustados, huidizos ante la cámara. En uno o dos casos,
rígidos y muy poco naturales. Aunque, claro, la intención del director al usar
actores no profesionales sea precisamente la contraria. También resaltan las
torpezas con el sonido atribuibles al bajo presupuesto de la cinta. Basta citar
el grito de la hija de Jos al llamar a su madre porque su hermano tiene fiebre:
un eco nada auténtico. Por otro lado, la verosimilitud del relato se halla
reforzada con su muy evidente estilo documental, producto de la mancuerna
Jutra-Brault. A pesar de lo expuesto anteriormente, entiendo por qué Mi tío Antonio es una pieza fílmica tan
admirada no sólo en su país de origen sino alrededor del mundo. La cinta tiene
alma, conmueve y además transita entre la esfera regional y la universal con admirable
soltura. La obra maestra de Jutra pisó nuestras tierras con la segunda edición
de la Muestra Internacional de Cine en diciembre de 1972. Y por tratarse de una
producción de la ONF se encuentra entera en línea en el sitio www.onf.ca sin necesidad de pago de por medio. También
en la misma página de Internet recomiendo el documental Claude Jutra: Portrait sur film (2002) de donde tomo los datos
biográficos del cineasta.
Por
desgracia los últimos años de la vida de Jutra trascurren entre el desempleo,
la pobreza, la falta de reconocimiento, la enfermedad y finalmente la tragedia.
Su siguiente proyecto (mucho más ambicioso y costoso gracias al éxito de Mi tío Antonio), Kamouraska (1973), culmina en ruptura con Michel Brault y para
colmo en fracaso de taquilla. La industria fílmica quebequense estará de capa
caída durante los siguientes diez años y él vivirá en el “exilio” del Canadá
anglófono. Al regresar a Quebec los proyectos apenas se contarán. Pronto el
Alzheimer lo despojará de su memoria. Sumido en la incapacidad de seguir
actuando o dirigiendo, Jutra no soportará la existencia y tomará de decisión de
suicidarse en noviembre de 1986. Hasta abril de 1987 se recuperará el cuerpo
con la nota que lo identifica: “Me llamo Claude Jutra”. Sin lugar a titubeos,
este nombre debería recordarse siempre cuando nos enfrentamos a productos
fílmicos como Jesús de Montreal de Denys
Arcand, C.R.A.Z.Y. de Vallée, La mujer que cantaba de Villeneuve, Señor Lazhar de Falardeau, Laurence Anyways de Dolan o Rebelle de Nguyen. Porque de veras no
hubo ni habrá otro Claude Jutra.
—Mi tío Antonio (Mon oncle Antoine, 1971). Dirigida por Claude Jutra. Producida por
Marc Beaudet. Protagonizada por Jacques Gagnon, Jean Duceppe, Olivette
Thibault, Lyne Champagne y Claude Jutra.
Enlace
a Mi tío Antonio en el sitio de la
ONF:
Enlace
a Portrait sur film un documental
biográfico sobre el director: