Admito que dentro del acto de la
escritura el autor puede escribir sobre lo que se le antoje. Por algo, me
parece, se trata de uno de los actos más libres en el ser humano. Pero en mi
caso sólo la necedad de la juventud me llevó a escribir sobre una ciudad en la
que estuve apenas tres meses y medio. Esto, en el año 2002. Ignorance is bliss, suelen decir en
inglés. Cuando me di cuenta de mi temeridad, quise regresar a ella y al cabo de
dos años lo logré. Ahora, tras casi nueve de estancia en Montreal, siento que muy
apenas me he ganado el derecho de piso para trasladar mi experiencia de esta
ciudad a la escritura. Con la reflexión anterior entonces pienso en los lugares
de Montreal que de alguna forma me han marcado. Sí, son muchos. Tal vez
demasiados. Sin embargo, puedo resumir los de mayor querencia en tres, todos
relativos a mi afición al arte cinematográfico. El primero sigue en pie. Otro
ya desapareció a causa del arribo de la era digital. Y, por desgracia, el tercero
se hallaba hasta hace unos días en peligro de extinción.
El primer sitio tuvo que haber sido el
Cinéma du Parc. En esta bitácora lo he mencionado en más de una ocasión. Eso
porque cuando llegué a la ciudad se ubicaba a escasas tres o cuatro cuadras del
edificio donde vivía. El Cinéma du Parc es un cine como nunca antes había
tenido a la mano en Torreón: especializado en exhibir cine de autor. Ahí tuve
la para mí (luego de décadas de soportar uno de los peores menús fílmicos en
México) valiosísima oportunidad de ver en pantalla grande no sólo las novedades
del cine de “repertorio” como se le llama en Montreal sino también joyas de
antaño: Psicosis, Eraserhead, La dolce vita, Los paraguas de Cherburgo, Metrópolis y muchas
otras más. Incluso La montaña sagrada
con la aparición de su director al final de la cinta como ya di cuenta en esta
bitácora. De inmediato me percaté que en el centro comercial subterráneo donde
se encuentran las tres salas de cine tenía encima tres edificios de
departamentos y una torre de oficinas. Mi objetivo —ingenuo, pasmadote aún ante
un segundo mundo enmascarado de primero, por completo apantallado y hambriento
de buen cine— acabó siendo no tanto hallar un trabajo estable sino más bien
mudarme a alguno de esos edificios para tener acceso inmediato a ese cine y a
través sólo de un elevador. Eso sin importar lo caro de la renta. Lo lamenté
cuando se me esfumó un trabajo de las manos y cuando tuve malestares en la
espalda baja. Pero lo hecho, hecho estaba. Y hasta el día de hoy sigo viviendo
en ese edificio. Sin embargo, tampoco voy al Cinéma du Parc a diario. Sólo
cuando su cartelera lo amerita Y ante el proyecto de dejar ese edificio —tal
vez en uno o dos años— sé que extrañaré la extrema cercanía de ese lugar, ésa
en la que bastaba tomar el elevador hasta el sótano y caminar unos cuantos
pasos para llegar a la taquilla del cine.
El segundo fue la Cine-Roboteca de la
ONF (Office national du film). Éste era un sitio al cual asociaba con mis
primeros años en Montreal. Cuando ir al cine representaba un lujo, ésta era la
alternativa. Por unos dólares se podía comprar tiempo frente a la pantalla
(primero cuadrada, luego rectangular) para ver alguno de los documentales o los
cortos de animación de la ONF. Tanto los recortes de un gobierno federal del partido
conservador como el hecho de que el acervo de la ONF ya se encuentre en línea
en su sitio de internet (www.onf.ca) causaron el cierre de este lugar. Pero ya
desde antes se veía venir la debacle. La tecnología nueva desplazaría a la
vieja sin piedad. El primero en jubilarse fue “Ernest”, el personaje que le
daba su nombre a la Cine-Roboteca: el robot. Aunque en realidad era un brazo
robótico. En un rincón aislado aunque trasparente por su ventana para que los
niños lo vieran trabajando se encontraba “Ernest”. Servía para reproducir para
cada cliente el videodisco láser solicitado. Por supuesto, “Ernest” tardaba
alrededor de uno o dos minutos dependiendo del número de solicitudes. Sospecho
que en sus inicios debió ser toda una novedad. No es difícil imaginar las
hordas de niños que fueron llevados a la Cine-Roboteca y se maravillaron ante
el brazo robótico. Si a mí —tamaño baquetón de veintitantos— me llevaron de la
clase de francés en una excursión a la Cine-Roboteca, ya me imagino a cuántos
niños de primaria y secundaria llevaban para que conocieran a “Ernest”. Con la
era digital, el robot se quedó sin trabajo. El cambio se dio de forma
paulatina. De repente solicitaba uno la película en el monitor táctil y ya no
era el robot quien ponía el disco en el reproductor. La película de inmediato
aparecía en la pantalla rectangular y esto porque ya estaba en formato digital.
No había necesidad de esperar esos largos minutos para que el robot “Ernest”
llevara a cabo sus movimientos mecánicos. Conforme el acervo de la ONF se fue trasladando
al formato digital, el pobre robot se volvió caduco y finalmente desapareció.
Pero el acabose vino con los recortes antes mencionados por parte del gobierno
de Harper. Ahí sí cerró la Cine-Roboteca de forma definitiva en septiembre de
2012.
La Boîte Noire es el tercero. Ahí no llegué
hasta tarde porque suscribirse a un videoclub requiere tiempo y dinero. En
principio el dinero suficiente para tener una televisión y un reproductor de
devedés, algo que no tuve durante los primeros tres años tras mi llegada. Aunque
sí tenía entonces mucho tiempo; pero no mucho trabajo y por lo tanto no mucho
dinero. Sólo para lo básico. Recuerdo que unos amigos me llevaron a la famosa
Boîte Noire a unos meses de establecerme en Montreal. Querían mostrarme el videoclub
que tenía la mayor variedad de películas de todas partes del mundo. Me
mostraron sobre todo el estante donde se hallaban las películas en español. En
ese entonces la Boîte Noire se encontraba sobre la calle Saint-Denis y, si mal
no me acuerdo, en un segundo piso. Ya con un trabajo más estable pude
suscribirme y empezar a rentar películas. Para entonces el videoclub se había
mudado a donde se encuentra hoy, en la avenida Mont-Royal. Ahí he sido feliz
perdiéndome en el primer piso y en el sótano, descubriendo toda suerte de joyas
cinematográficas de casi todos los lugares del mundo y de todas las épocas
desde el nacimiento del cine. Pero, una vez más, gracias a la era digital estos
sitios están desapareciendo con rapidez. El hecho de que quien desee rentar una
película ya no tenga que desplazarse y lo pueda hacer desde casa ha provocado
la desaparición del videoclub. A pesar de esto, durante los últimos meses la Boîte
Noire no parecía verse afectada. Hace unos días, sin embargo, se ventiló en los
medios que iban a declararse en bancarrota, que necesitaba negociar con sus
acreedores, que estaban a punto de cerrarla. Luego me enteré que sus acreedores
le han dado un respiro y la Boîte Noire sigue viva. Tendré que aprovecharla
mientras siga ahí.Nota: Más sobre el Cinéma de Parc y su fugaz cierre en mi reseña de Pequeña Miss Sunshine.