Esto es una ficción (VI): Ana Lucía Soto del Alba

Si en toda esta historia existe una figura tan trágica como inverosímil, ésta es sin duda la de la damita acongojada, Ana Lucía Soto del Alba, la prima-novia de Eddy Moreno. Las investigaciones sobre su vida y su participación arrojan datos deprimentes que a más de uno le han arrancado una lágrima ante el engaño, la vejación y la mentira.
No es tampoco difícil imaginar lo que hizo el citado viernes: Ana se levantó ese día de abril, como acostumbraba hacerlo, a las siete. Igual que a Eddy, le gustaba estar puntual en sus clases de la Iberoamericana. Aunque ella jamás le reprocharía a otra persona su impuntualidad porque una qué va a saber los problemas de cada quien, ¿no? La casa dentro de la cual se levantó, la casa de los Soto del Alba en la colonia Campestre La Rosita, aparentaba ser más bien un castillo miniaturizado en mitad del desierto y junto a un oasis. Nada de lo que aconteciera en el exterior alteraría la paz de sus habitantes.
Ana estudiaba Educación para, un poco más adelante, conducir las vidas de las pequeñas promesas del porvenir hacia el camino del bien, una preocupación heredada de sus padres. El ingeniero Raúl Soto era la viva imagen del empresario ideal: todavía joven y guapo para su edad, estas cualidades se hallaban circunscritas por una excepcional generosidad. Su esposa, Asunción del Alba, había sido no sólo reina de belleza de los colegios privados de la región sino también la estudiante con el mejor promedio. Los dos eran conocidos en los círculos sociales de Torreón como una pareja feliz y amable además de preocupada por los menos afortunados. Los Soto de Alba formaban, entonces, parte de un selectísimo grupo de personas privilegiadas conscientes de las miserias que se encontraban más allá del enrejado de un campo de golf. Mientras el ingeniero Soto implementaba, como decía él, en su fábrica programas sociales que le habían dado cierta fama de comunista entre los dinosaurios del mundo empresarial lagunero, la señora Asunción dedicaba su tiempo a un sinfín de actividades caritativas entre las que se contaban los niños con leucemia, las mujeres con cáncer de mama, cooperativas para construir escuelas rurales, ayudas a la tercera edad, respeto a los derechos de las personas con capacidades diferentes, etcétera. Y todo eso sin descuidar a su única hija y adoración, Ana Lucía, compendio de las virtudes de sus padres.
A pesar de haber vivido toda su vida en una colonia como el Campestre, en una calle tan aislada del mundo como el Paseo del Lago y en esa imitación de fortaleza, Ana no era ni una niña mimada ni una joven indiferente a las crueldades ajenas de la vida diaria. Dedicada en el estudio, puntual como pocas en la universidad, sonriente con sus maestros, amabilísima con sus amigas y además caritativa porque, después de las clases, sus horas libres se colmaban con las actividades a las que acompañaba a su madre así como aquéllas en las cuales participaba por iniciativa propia: catequismo a los niños, boteos para misiones en la sierra Tarahumara, colectas para colaborar en la lucha contra epidemias (cómo sufrió siendo una niña de cuatro años cuando en nuestro país se desató el horror a la influenza porcina); en fin, todo aquello que le permitiera contribuir a hacer de éste un mundo mejor sin, por supuesto, perder la delicada femineidad que tanto las caracterizaba a ella y a su madre. Nadie le reprocharía, después de todo, no ensuciarse las manos. Ya era suficiente con lo que hacía. Si tan sólo todas las niñas bien de La Laguna hubieran sido un poco como ella habríamos vivido en un edén renovado.
Pocos imaginarían, entonces, el cuerpo de lobo flaco de Eddy Moreno encima de la desnudez abierta de Ana, menos lo harían de poder observar la intimidad de su recámara: los colores rosa y blanco como predominantes, decenas de muñecos de peluche coleccionados a través de sus veinte años de vida, una cómoda sólo adecuada por su tamaño para una niña de cinco. La relación entre Ana y Eddy no enarcó en ningún momento las cejas de sus familias. Nadie podría para entonces alzar la voz al grito de incesto pues el parentesco entre los novios era de segundo grado y, aunque a la señora Asunción no le parecía tan buen candidato el hijo de su prima Olga por su carácter a veces huraño y díscolo, sabía a la perfección que en esos casos era mucho mejor la psicología inversa y optó por no oponerse en ningún momento al noviazgo de Ana y Eddy. Algo que también le preocupaba a la señora Soto era la adoración que la hija sentía por el muchacho pues sólo en ese aspecto era desmesurada.
Su inmenso amor hacia Eddy la había obligado incluso (y esto lo ignoraba su madre) a hacer a un lado la aberración por la relaciones prematrimoniales y, aunque al principio se decepcionó del poco placer que le provocaban esos escarceos mecánicos, aprendió a conformarse y a exprimirles un poquito de disfrute porque estaba con Eddy y así él le demostraba que la amaba. Además, concluía ella como si estuviera frente a uno de sus niños discapacitados, Dios le había concedido una vida acomodada, unos padres maravillosos que le habían enseñado a dar felicidad y a tratar a todo mundo con cariño, ¿por qué iría ella a negarle a Eddy un poco de amor, aunque fuese el carnal? Eso mismo volvió a preguntarse al mirarlo desde el otro lado de la mesa en el restaurante al que fueron a comer ese mediodía de viernes. Y de lo único que sí estaba en lo cierto era en eso que ni el propio Eddy se atrevía a admitir: su frustración por una honda e insondable necesidad de ser amado y no, a él, por desgracia, no le alcanzaba con el amor tan puro de Ana Lucía Soto del Alba como para remediar el vacío.