Esto es una ficción (IV): Eddy Moreno

Edmundo “Eddy” Moreno, el número uno entre los cabecillas y el cerebro del grupo, se levantaba siempre y sin falta a las seis y media. Como si fuera un reloj despertador al cual nunca se le acababa la pila. No tendría que haber sido diferente aquel viernes de abril. Poco le importó a Eddy haberse reunido con sus amigos la noche anterior y, como ellos, haberse emborrachado. Él tenía clases en la universidad a las nueve y odiaba llegar tarde. Sólo los nacos eran impuntuales. Ni el desvelo ni la resaca lo detendrían. Se bañó con baja presión del agua, pegado casi a la pared y sin tiempo para esperar a que saliera la caliente. Maldijo una vez más el hecho de vivir en esa casucha y en esa colonia de segunda categoría cuando en realidad su apellido lo debería de catapultar en automático hasta las comodidades y los lujos disfrutados por Bobby, Richy y ahora incluso Charly.
Mientras se vestía evitaba en el espejo su imagen de hombre escuálido de veintitrés años acabados de cumplir, alto, flaco, de pelo y ojos negrísimos, cubierto de largo y encrespado vello el cual lo hacía parecer un hombre lobo raquítico. Ya vestido y por su aspecto, nadie habría imaginado que Eddy fuera a convertirse en el cerebro de toda la conspiración. Tal vez la gente no lo conocía tan bien. Muchos dejaban de reconocerle su aguda capacidad para anticiparse a los hechos y pocos se encontraban enterados de su total indiferencia hacia el dolor humano (a menos, obvio, que fuera el propio). Estos dos factores resultaron claves en el éxito de sus primeras operaciones criminales. También los despistaba su amabilidad, la cara de niño y las uñas mordidas, elementos que lo hacían pasar por alguien inseguro. Quizás en el fondo sí lo fuera, pero precisamente por no querer aparentarlo se había construido una coraza a prueba de intrusos bajo la cual se ocultaban todos sus rencores. Su armadura le fue de lo más útil para erigirse en el responsable de la hoy tan notoria como infame revuelta.
Así como Charly les ocultaba a él y a Richy sus felinas aventuras, Eddy no dejaba saber a ninguno de sus tres amigos inseguridad alguna. Estaba consciente de que el lado débil del individuo nunca debía mostrarse al mundo. Ni siquiera a los más cercanos. Al fin y al cabo ese mismo mundo era capaz de convertirse en un enemigo mortal. La mayor fuente de su insatisfacción, entonces, se hallaba en el glorioso pasado de la familia y, sobre todo, en su presente desgracia. Poco o más bien nada agradable era para él escuchar las historias del honorable clan, del bisabuelo, uno de los más insignes fundadores de esta comarca, de la opulencia en los viejos tiempos de la hacienda y el algodón. Esos relatos habrían sido placenteros si no tuviera que soportar el hecho de hallarse ahora, en lugar de viviendo en una colonia como el Campestre la Rosita o Torreón Jardín o el Fresno o el Rincón de los Geranios o, la de más reciente aparición para los de dinero, los Tules Dorados, estarlo haciendo en una de segundo ranking como la Ampliación la Rosita donde la presión del agua no siempre era buena. Peor aún aguantar la vergüenza de tener en lugar de cinco autos del año en la cochera para cada miembro de la familia, como en el caso de los Gil o los Solís, tener sólo dos y uno viejo, el Tsuru de su papá que a cada rato se amolaba, y otro no tanto, el Jetta negro de Eddy, hazmerreír de sus mejores amigos.
Lo único que podría delatar la crueldad de Eddy Moreno a los más avezados era su mirada. Una muy fugaz, sí, pero que aparecía de vez en cuando, esas veces en las que bajaba la guardia y un torvo destello se decidía a mostrarle al mundo su vulnerabilidad, una mirada punzante y despreciativa que a no pocos dirigía cuando menos se lo imaginaban, cuando se descuidaban y que menos entre ellos habrían sido capaces de captar o de traducir en odio. Quienes ignorándolo la recibían con mayor frecuencia eran esas personas que él, en silencio, clasificaba de inmediato y sin mucha reflexión como nacos: los conductores de autos con engomado Onappafa, la gente vestida con playera y sandalias en el centro de la ciudad, los guaripudos en el antro, los burócratas de los juzgados con sus trajes ya lampareados, los que acostumbran llegar una hora o hasta dos tarde a cualquier cita, todos esos seres carentes de clase, estilo o dignidad de los cuales le hubiera gustado huir no sólo a otra colonia u otra ciudad sino incluso a otro país mucho más civilizado que el nuestro como, por ejemplo, Inglaterra.
Engulló el desayuno casi sin masticarlo a la hora en que sus padres y sus hermanos todavía estaban dormidos. Siguiendo los mismos movimientos de todos los días, se lavó los dientes, hizo gárgaras, orinó para no tener que hacerlo en los cochambrosos baños de la universidad, tomó su mochila y las llaves del auto y se dispuso a partir. A veces, en ese inicio de jornada, era tan mecánico como cuando le hacía el amor a su novia y prima suya en segundo grado, Ana Lucía Soto del Alba, tres años menor que él. Se lo hacía sólo como un ritual de necesidad fisiológica, muy semejante a respirar o ir al baño. Pero eso parecía ser suficiente para ella.
Su padre se despertaba siempre para despedirlo y ese viernes de abril no fue la excepción. Eddy apenas y le respondía los saludos. Para él, aquel hombre conformista era el culpable del actual declive de la familia. Que te vaya bien, mijo. Ya veremos, siempre le respondía con un susurro. Se dirigió entonces a la universidad Iberoamericana Plantel Lagunero (antes plantel Laguna, antes plantel Torreón, antes también plantel Laguna) para su primera clase del día, Derecho Laboral. A cualquiera le resultaría irónico que juzgando a su padre un don nadie, él hubiera elegido la misma carrera. Muy mediocre como leguleyo era don Abel, sí, y hasta él mismo se daba cuenta y se justificaba haciéndose la víctima y argumentando que sólo así se conservaban la integridad propia y la ética. Nomás los abogados transas se llenan de billetes, mijo. Pero qué otra cosa iba a hacer Eddy, ¿desaprovechar los pocos contactos ya hechos por el licenciado Abel Moreno?, se había planteado eso mismo a los dieciocho y, decidido a limpiar sobre el amado nombre de su familia la mancha de la mediocridad obtenida desde el deterioro de su estatus económico, se decidió a estudiar derecho y sacar dinero de esa actividad, fuera transa o no.
Y al introducirse en ese salón, antes de que sus demás compañeros lo hicieran, pues siempre llegaba quince minutos antes, a barrer sí, pero también a ser puntual porque sólo los nacos son impuntuales, recordó cuando conoció por primera vez a Bobby en el Instituto Cumbres de los legionarios de Cristo. Era el bravucón de la escuela. A todos intimidaba y rompía en pedacitos. En el caso de Eddy se topó con pared. Éste aceptaba sus abusos sin le afectaran en lo más mínimo y sabía que aquello lo interpretaba Bobby como debilidad. No le dio importancia porque hacerlo habría sido concedérsela a un rival intelectualmente tan por debajo de él. Aguantó el acoso como si fuese una prueba de resistencia. Hasta que un día explotó y le dio un puñetazo tan contundente como inesperado. Después de reunirse los padres, luego de juntas con los directores del instituto, terminaron siendo amigos.
Tras dos años de amistad se les unió Richy. Los invitaba a su casa y ellos iban encantados porque las sirvientas de los Hamse siempre habían sido las mejores. La mamá de Richy se preocupaba únicamente por encontrar a las más trabajadoras, las más baratas y las que, a pesar de eso, cocinaban mejor, y entonces las meriendas en la casa de los Hamse no tenían par. Por último había llegado Charly, el apestado, el lambiscón de Bobby a quien los papás no le podían pagar el instituto porque entonces no eran tan ricos, el más bofo, el güero arrancherado que siempre olía a caca, el panzón de ojos color de moco que al fin y al cabo terminaron por aceptar después de varios años de ser acosados, de decir cada vez que se acercaba “ahi viene el acople”, y ahora, por fin, ya en la carrera había dejado de ser lo que durante muchos años fue, cuando sus papás empezaron a ascender por el viejo adagio aquél de better new rich than never rich. Eddy no creía que eso tuviera algo que ver con su aceptación en el grupo. Al menos, se consuela, no lo hicimos de forma consciente.
Nadie imaginaría tampoco su agresividad de mirarlo como aquella mañana durante el curso levantando la mano y haciendo lo posible por participar en la clase del licenciado Roduelas. Porque a Eddy no se le podría comparar, como en el caso de Bobby, con un gorila listo para destrozar lo que encontrara a su paso. Más bien se asemejaba a un depredador al acecho en el sentido que razonaba sus ataques y los emprendía en el momento oportuno, cuado estaba seguro de que mayor daño causarían en el enemigo. Era dicha capacidad de anticipación lo que le otorgaba cualquier ventaja. Podía decir una palabra amable y esbozar una sonrisa inocente antes de dar la mordida a la yugular. Añoraba unos tiempos imaginados en donde los asesinos eran seres refinados y no vulgares sicarios mal vestidos y de lentes oscuros como los que se hicieron tan populares cuando era niño durante la llamada guerra contra el narcotráfico. Ahí, dentro de su ensoñación, el asesino era un ser envuelto en perfumes, de habla perfecta, impecablemente presentado pero con una fuerza y una brutalidad latentes aunque listas para aflorar en el momento preciso y para agazaparse hasta el siguiente embate. En fin, un James Bond. De esa forma, tranquilo y sin alteraciones transcurrió su largo día, el último de la semana, entre clases e intervalos de lectura o de estudio dentro de la biblioteca con sus compañeros de carrera, intervalos sólo interrumpidos por la comida con su novia. Otra clase más siguió al almuerzo, esta vez una de Derecho Mercantil. Cuando terminó ya entrada la tarde, decidió tomarse un descanso.
En la cafetería se encontró con Richy Hamse y una de esas rápidas miradas que pocos le habían visto se asomó a sus ojos cuando al lado de su amigo vio a Paquirrín Almaraz. Lo saludó sin alterar el tono de su voz. Y casi sin tomarlo en cuenta, Eddy y Richy comenzaron inútilmente a urdir el listado de actividades para esa tarde, maquinación que concluyó a la media hora con la orden a Richy: llámales a estos güeyes a ver qué opinan del plan. Ritual de planeación innecesario pues las actividades del viernes eran siempre las mismas. En todo ese tiempo Eddy ni siquiera se dignó a ver al otro ocupante de la mesa. Bien pudo Paquirrín haber sido invisible y ninguna diferencia se habría dado en la plática. Desde entonces, sin saberlo, Eddy Moreno labraba su perdición.