Esto es una ficción (III): Charly Solís

Carlos “Charly” Solís, el último entre los cuatro cabecillas y el ranchero del grupo, no se había levantado ni tarde ni temprano al inicio de la jornada porque para eso habría tenido que acostarse. La noche anterior estuvo repleta de intensas actividades y, por eso, acababa de llegar a su casa cuando dieron las diez y media de la mañana en el ridículo y ostentoso reloj del abuelo situado al fondo del recibidor. Ya su hermana menor, Sandy, se había arreglado, perfumado y vestido. Salía de la casa hacia la universidad. Se toparon en la puerta principal. Ella le hizo un comentario sobre su tan notable olor a alcohol pero Charly apenas le contestó con un balbuceo. Se había separado de sus amigos a eso de las tres de la madrugada y después se fue de gatero con la Brenda. Dicha costumbre había sido adquirida desde la preparatoria y ahora que a su familia le iba tan bien, dejarla no formaba parte de sus planes.
De inmediato subió al cuarto y se durmió para soñar con los eternos mugidos de su vaquita prietita y flaca. Despertó a las doce con cuarenta y cinco, justo cuando Richy salía para la Ibero. Bostezó con la sensación de no haber dormido ni cinco minutos y pensó de nuevo en los ojos luminosos de la Brenda, esa frágil mugidora en sus sueños. La recordó en el motel de paso diciéndole con suspiros sí, más y hasta adentro, por favor. Imposible recuperar el sueño durante esa tarde. Así que prefirió tomar una ducha y acicalarse para estar más o menos presentable a la hora de la comida y no escuchar los reproches del resto de su familia por no haber llegado a dormir. Especialmente, los de su madre y sus hermanos. Porque, como a todos los padres del norte de México, al señor Pablo Solís Montaño le enorgullecía que su primogénito fuera tan machote. Qué mala suerte que la virilidad de su hijo mayor fuera proporcionalmente contraria a la del segundo. Eso sí era de no explicarse. Ni siquiera con los últimos avances de la genética.
Cuando pasó enfrente del cuarto de la televisión, donde estaba aplatanado precisamente su hermano sándwich, Rolando “Rolis” Solís, quien —con el mismo tono mujeril de la menor y algo agitado pues acababa de realizar por enésima ocasión la coreografía para los cumpleaños del programa matutino de revista Hoy— le reclamó: qué horitas de llegars y qué alientito traes, chulín sin la “h”, ya me mensajió la Sandunga y me dijo que ni hablars podías cuando llegates, ¿eh? Charly nada más le contestó, como acostumbraba hacerlo con él, cállate, pinche puto y se metió a la cocina para ver si encontraba en el refrigerador algún remedio para la resaca. Al no encontrar nada útil ahí, volvió a pasar frente a la sala de televisión donde ahora Rolis bailaba, meneaba las nalgas y coreaba la canción con la que solía cerrar el show cómico-musical de Anabel Ferreira a principios de los noventa: Dibujen to-o-odos una sonri-i-isa / es el secre-e-eto de la felicida-a-a-a-ad. Charly hizo un mohín de desprecio ante las retro-aficiones de su hermano y miró el reloj del abuelo a lo lejos. Lástima. Otra vez se había quedado sin ir a sus clases de la mañana en el Tec. La cogida con Brenda, sin embargo, bien lo había valido.
En cuanto se vieran, le contaría todo a Bobby, su mejor amigo del cuarteto y el único a quien le confesaba sus andanzas con las mininas en el bar El Aquelarre. Confidentes el uno del otro porque, sin duda, coincidían en demasiados aspectos. En primer lugar, las mismas clases y los mismos maestros en el Tec de Monterrey pues Charly también estudiaba ahí Ingeniería Industrial. No se diga en los gustos musicales. Les gustaban desde clásicos como los Tucanes de Tijuana o los Tigres del Norte, pasando por los Espinazos de Moroleón e incluso la última sensación de Estéreo Gallito, los Venados del Oriente. También apreciaba a Richy y a Eddy. Sin embargo, siendo uno tan carita y el otro tan cuadrado, no le parecía que fueran a celebrarle sus acostones con tanta misifusa. En el Bobby sí podía confiar por completo ya que además se conocían de mucho tiempo atrás, desde antes de acceder a las reuniones de la gente a la que siempre admiraron desde lejos los Solís.
Lo que más les aquejaba a los dos compadres, después de todo, eran los problemas para empatarse con las niñas fresas. También en la secundaria, en la prepa y aun ahora en la universidad Charly era rechazado durante las fiestas de cumpleaños, graduaciones o reuniones de antro. No tanto por su apariencia de güero desabrido que a más de una en su arraigado racismo agradaría sino por el olor. Desde muy chico sus padres lo habían puesto a trabajar en el rancho de la familia. Su atuendo, siempre de vaquero anticuado y nada metrosexual, correspondía a sus labores y éstas a su hedor. Por lo regular despedía uno a estiércol tan pronunciado que causaba indiscretas caras de fuchi en cualquier niña bien que se le acercara. De jóvenes, se les podía observar a los dos sentados con jetas de aburrimiento viendo pasar a las muchachas más melindrosas y guapas.
Como su situación, a diferencia de la de Bobby tras su cambio a base de gimnasio y esteroides, no mejoraba, Charly empezó a andar de gatero. Se dio cuenta de que en ese ambiente los estándares higiénicos se relajaban. Nunca era menospreciado por secretarias, sirvientas, obreras, edecanes, empleadas de mostrador o estilistas. Esas andanzas en barrios de mala muerte, taquerías, moteles de paso y tugurios como El Aquelarre sólo eran conocidas por Bobby. Ni Richy ni mucho menos Eddy irían a entender o incluso a perdonar esas escapadas al cosmos del cual escapó a partir de los primeros semestres de la universidad. Quién sabe por qué era así. Y, fuera de lo contado a Bobby, nunca le gustó presumir de sus amoríos como lo hacían los demás. La fulgurante homosexualidad de Rolis no le molestaba tanto como para esforzarse en demostrar su propia hombría como quizás sí lo hacía Bobby y, más allá de los “puto, joto, maricón” lanzados contra su hermano sin obtener de éste ninguna reacción, pocas veces le deseaba algo malo a ese bufoncito afeminado de escaparate.
A pesar de poseer ahora lo necesario y mucho más para hacer alarde de su buena fortuna, Charly no dejaba de sentir vergüenza por su pasado humilde y por la etiqueta de la que pocas veces se desharía. Había pasado de un estado a otro, de ranchero a rancherry, sin desembarazarse por completo de otras épocas. Envidiaba en ese aspecto a sus hermanos menores: Sandy para quien era mucho más fácil borrar el pasado y adaptarse a los modos de las niñas fresas. E incluso Rolis que joteaba o naqueaba sin síntomas de vergüenza por todo Torreón y terminaba rodeado de mirones reventándose de risotadas por sus ocurrencias. Quizás era porque a ellos no los marcaron los años de trabajo duro en el rancho, labor exigida sólo a él por su padre, ni aquéllos en los cuales intentaban acercarse a la gente acomodada de Torreón para ver vistos por debajo del hombro. Una de las pocas familias que no sin remilgos les abrió las puertas de su casa fueron los Gil y eso porque veían conveniente invitarlos a sus reuniones para después poderse burlar de sus dichos, ignorancia, ropa y modales algo primitivos. Los Gil soportaron durante años la lambisconería de los Solís, siempre refiriéndose a ellos como los guaripudos, los pandrosos, los rancheros, los indios. A pesar de todo y de que aquél asistía a escuelas de baja estofa como la Luzac, Bobby siempre trató muy bien a Charly.
Su linaje era, entonces, punto menos que inexistente. El señor Pablo Solís era hijo de un técnico automotriz y una costurera. Había comenzado desde muy abajo como peón en un rancho y, poco a poco, fue ahorrando hasta comprar el suyo y de ahí algunos más. Ni hablar de la señora Lorena, una enfermera retirada. Actualmente a la pareja se les abrían muchísimas oportunidades sociales. No sólo las otorgadas por los Gil. Sin embargo, a sus padres, en las reuniones de sociedad a donde iban, se les seguía llamando los nuevos ricos. Ay, ¿no me digas que invitaste a los Solís?, ¿quiénes son ellos?, ¡los nuevos ricos!, ¡los de los ranchos!, se imaginaba Charly el hiriente desaire de sus comentarios. Acababan no hacía ni tres meses de adquirir una mansión extravagante y proclamadora de su mal gusto en el Campestre La Rosita y aunque nunca habían tratado de secuestrarlos, al señor Pablo Solís le pareció conveniente contratar seguridad. Claro, esto a imitación de don Manuel Gil Gutiérrez. Por eso Charly también traía a sus guarros de un lado a otro. Al igual que su amigo, manejaba una Lobo de lujo y del año. A diferencia suya, él a veces sí platicaba con sus guardaespaldas. De vez en cuando hasta se iba con ellos al billar e incluso al motelito con sendas furcias. Estaba de alguna forma atrapado entre esos dos mundos: el del pasado y el del presente. Y tal hecho, a la larga, lo conduciría a ser víctima de la peor de las traiciones.
Tampoco le faltaba mucho para cumplir sus veintitrés y de regalo de cumpleaños esperaba algunos rifles de caza como los de la colección de su papá. En esos objetos pensaba cuando se sentaron todos a la mesa para comer. Por supuesto, el señor Pablo Solís no le negaría a su primogénito el regalo cumpleañero si no fuera por una conjura en su contra maquinada por las brujas de la casa: su madre, Sandy y Rolis. ¿A qué horas llegaste ayer, Carlitos?, preguntó la señora Lorena cuando estaban en el postre. Sus hermanos sólo reprimieron una risa tan cruel como espontánea. Siempre lo dejaban mal parado frente a su padre que aunque muy machín no era capaz de no doblarse ante los reclamos de las mujeres de su casa, listas para mantener en alto la imagen de la familia hacia la gente de buen nombre, ése que ellos nunca habían tenido. Los temores fueron infundados. Con una respuesta vaga se enterró el tema. Ni Rolis ni Sandy le habían ido con el chisme a su mamá. Quizás tramaban algo para cobrarle el favor más tarde.
Después de la comida, se encerró otro rato en su recámara con la intención de dormir. Esta vez el hartazgo de pensar en que su día escolar no había ni siquiera comenzado se lo impidió. Todavía con sueño y algo de ardor en el estómago, Charly salió para el Tec a las cinco cuarenta y cinco de esa tarde seguido por sus guarros. No tardó en llegar al estacionamiento, al edificio acostumbrado y, por último, a su salón. La clase estaba a punto de dar inicio. Volvió a bostezar con la misma impudicia con la cual lo había hecho durante todo el día y apenas cerró la boca cuando sintió la palmada de Bobby en el hombro derecho. Qué güey, ¿clavaste duro anoche con tu Brendita?