Esto es una ficción (II): Richy Hamse

Ricardo “Richy” Hamse, el número tres entre los cuatro cabecillas y el galán del grupo, se levantó ese viernes a las diez de la mañana. Por ir al antro con sus tres cuates se había desvelado la noche anterior y, sí, no cabía duda, esa detestada sensación no le era nueva, estaba algo resacoso, qué remedio, aunque a Dios gracias no demasiado. Sabía de memoria los horrores acarreados por las crudas, los cigarros y las desveladas, estaba consciente de que podrían acarrearle a la larga arrugas, ojeras, canas y dientes manchados. Qué asco. Defectos de ese talante serían intolerables para él. Al mirarse en el espejo con cierta preocupación, todavía saboreaba contra el paladar el olor a cigarro aunque no tanto como una hora antes lo hizo su amigo Bobby, fumador no social sino compulsivo en cualquier ocasión y sin considerar ley antitabaco alguna.
Confiado en su buen aspecto, ya estuviera arreglado o en fachas, se fue directamente a la cocina a ver si acaso la sirvienta ya le tenía listo el desayuno. Su madre se había ido como cada mañana con las amigas al Starbucks. Así solía hacerlo la señora Araceli de Hamse de lunes a viernes sin falta, con diferentes grupos de amigas y no regresaba hasta la hora del almuerzo cuando, claro, la criada ya le tenía todo preparado para agasajar el apetito de la pequeña familia de tres. A veces Richy desayunaba en la cocina cuando su madre estaba a punto de irse y ella lograba darle un beso en la frente a su “carita de bombón”. Pero no ese viernes de abril. Casi siempre el desayuno estaba listo cuando él se despertaba y mientras comía su fruta, su cereal y allá muy de vez en cuando sus huevos rancheros, sus chilaquiles o sus hot cakes, la sirvienta se afanaba haciendo otras labores aunque mirándolo a veces de reojo como si fuera un ángel bajado del cielo. Ande, joven, qué guapote amaneció hoy. Él ni siquiera le dio las gracias ni por el desayuno ni por el piropo. Richy Hamse se merecía eso y más. Tan acostumbrado estaba a los halagos que ya ni siquiera los agradecía ni mucho menos se los prodigaba a otros aunque en su opinión los merecieran.
El comentario de la sirvienta de los Hamse —una señora baja, morena y a punto de estallarle la hormona de la menopausia— no era en nada desproporcionado. Y es que, según la percepción general (y dicha percepción no estaba en lo absoluto equivocada), no había mujer en Torreón, joven o vieja, pobre o rica, guapa o fea, que se le resistiera a Richy. Ése era en ocasiones su martirio, concluyó al observarse desnudo frente al espejo después de su primer baño, el matinal, y antes de irse a su clase de yoga. Muchas veces ni siquiera tenía que intentarlo para que una niña fresa le otorgara un beso o incluso le abriera las piernas. A diferencia de su amigo Bobby, Richy nunca tuvo que esforzarse para que una chavita, ya fuera en una fiesta o en un antro, aceptara bailar con él. Lo que sí le costaba trabajo era quitárselas de encima. En eso consistía su calvario: en ahuyentarlas cuando lo andaban sofocando. Claro que bien hubiera podido descuidar su aspecto para lograrlo; pero en esa área de la vida no se concedía desvaríos. Por supuesto, la historia era muy diferente tratándose de los estudios. Ése sí el gran problema que últimamente ocupaba sus pensamientos.
Su familia, los Hamse, era de linaje árabe. Más específicamente, libanés. Los abuelos paternos, por supuesto, no habrían aceptado que su hijo Salomón, el padre de Richy, se casara con una mujer que no viniera de las mismas raíces. Porque esas raíces también reflejaban por lo regular cierto espíritu emprendedor y por supuesto cierto estatus económico. Si Salomón hubiera escogido como novia a alguna muchacha árabe pero jodida aquel enlace no habría sido consentido por los suyos. Y de esta forma se mantuvo soltero hasta los treinta y ocho. Entonces apareció la mamá de Richy, Araceli, algunos años más joven, de origen y fortuna aceptables. Salomón no perdió la oportunidad de enlazar su vida a la de ella. A esa edad ya muchos dudaban de su hombría y él, por su parte, se había hartado de estar solo. Por supuesto, como muchos otros árabes de la localidad, el padre de Richy era comerciante. Tenía varias tiendas de ropa y otras de muebles en toda la Comarca Lagunera y le iba bastante bien. Poco a poco fue acumulando su fortuna y, mientras Richy crecía, fue tan tacaño como el Papá Grandet de Balzac. Pero desde hacía más o menos un lustro había acumulado tanto dinero en sus cuentas que consideró ideal el momento para abrir las arcas y gastar en una casa grandísima en Torreón Jardín, un tiempo compartido en Mazatlán, autos para él, la esposa y el hijo único. Por fin. Era hora de pasársela bien. La bonanza se había inaugurado. El avaro había corrido las pesadas puertas de la bóveda y así como aguantó durante años la soltería, ahora aguantaba sin ninguna reticencia la liberalidad. Aunque se prometió despejar la mente y respirar muy hondo como lo indicaba José Luis, su profesor de yoga, para así realizar una de las posturas más difíciles, Richy no pudo eludir estos recuerdos.
No es que los Hamse hubieran sufrido carencias. En ninguna etapa de la vida familiar se la pasaron mal. Qué iban a saber ellos de hambres. Siempre hubo comida suficiente, un techo firme y las modestas vacaciones anuales. Simplemente, don Salomón ahorraba mucho. El factor que provocó su infelicidad durante esos años fue la incesante comparación con los otros. Cuando se fijaba en sus amigos, los de las mansiones, los cinco o seis autos en la cochera y las vacaciones en Norteamérica o Europa o de perdis Cancún o Los Cabos, la frustración lo asaltaba. Al saber que el ahorro sería la única manera de poseer apenas una fracción de lo que a sus compañeritos de la escuela no les costaba más que una súplica, un berrinche o una buena nota, Richy siguió el ejemplo de su padre. Cuando entró a la secundaria se compró su coche usado y aunque sí lo estacionaba hasta a dos o tres cuadras del portón, muy en el fondo se sentía orgulloso de haberlo adquirido, a diferencia de muchos de sus amigos, sin el apoyo financiero de don Salomón. A veces hasta extrañaba esa carcacha. Pero, ah, suspiró al sentir el chorro de agua fría durante su segunda ducha una vez que regresó a casa de la clase de yoga, qué cambio al BMW, ese bólido a toda madre que le regalaron hacía ocho meses cuando cumplió sus veintitrés y que dejó a Bobby y a Charly con las bocas bien abiertas. Habían valido la pena tantos años de sacrificio.
Después de escoger cuidadosamente la ropa que llevaría puesta y de tomar un ligero tentempié para recuperar energías, se dirigió ya sin culpas hacia la computadora para enviarles mensajes a sus novias de todo el mundo y así matar unos cuantos minutos en Internet antes de irse a la universidad. Cuando contaba con más tiempo se dedicaba durante horas a esa actividad, a los videojuegos o a ver programas de televisión y películas de otros países. A veces ni siquiera se dignaba a estar sentado frente a la computadora sino que se acostaba sobre su cama ortopédica a mirar videoclips en el aparato portátil multimedia, muy similar al iPod de nuestros días. Ya después se dispuso con mucha reticencia a salir ese mediodía de viernes para la Ibero. Tenía programada su primera clase del día a la una. Contrario a lo que pudiera pensarse en otros tiempos, Richy nunca fue blanco de burlas por su afición al mundo de la informática. Desde el cambio de siglo, se nos volvió de lo más normal esta extraña combinación entre el niño cool e incluso fashion con nerdo computarizado. Eso quizás desde que nos dimos cuenta de que algunos de los hombres más ricos del planeta serían los geeks dedicados a ese ramo del conocimiento tan tendiente a vendernos tecnología novedosa cada semana del año.
Sin embargo, a la hora de decidirse por una profesión, la primera que le vino a la mente a Richy Hamse fue la de Comercio. Las computadoras estaban muy bien en el rincón de su cuarto. Sin embargo, la vida no se trataba de ser tan poco previsor. Algo había aprendido de su padre. Y sí, quizás preferiría Sistemas Computarizados si no tuviera la presión como único vástago de encargarse en el futuro de los negocios familiares. Quién sabe. La idea de estudiar Comercio Exterior tampoco le desagradaba ni le frustraba. La mera verdad, los estudios le eran indiferentes. Apenas y pasaba sus materias. Ya se dedicaría a sus jueguitos de computadora cuando amasara el doble del dinero de su papá, ¿no? Y con estas divagaciones, bajó las escaleras de la explanada de la Ibero con rumbo a la cafetería para realizar la entrada triunfal con la cual todas las niñas presentes terminarían, como si fuesen muñecas de cera en el crematorio, por derretirse. Su salida de este mundo, empero, no le resultaría tan placentera.