Montrealenses (I): Con chanclas y a lo loco


El montrealense adora sus chanclas. Durante el verano las lleva a todas partes. Si pudiera y si no se le congelaran los pies con el peligro de perder algún dedo las llevaría también en invierno. Y es que el invierno aunque ya completamente ido para estas fechas parece seguir en sus recuerdos cual trauma peor que masacres u holocaustos. Basta mínima provocación del termómetro para que el montrealense se medio encuere. Playera, shorts y chanclas son la vestimenta ideal para cualquier ocasión: parques, reuniones, museos, salas de clase, fiestas. Qué les pasa a estos mexicanos tan formales, me imagino se pregunta. En los días de calor húmedo hasta en pelotas andaría por las calles. Montreal podría ser una isla con playas caribeñas si Dios le concediese ese deseo. Y es que la chancla es sumamente celosa. No soporta sus meses de encierro durante el invierno y apenas llega abril algunas chanclas reclamonas ya quieren ser sacadas del cajón de los recuerdos y desempolvadas para ir sonando su musical chancleo por las banquetas de Montreal. Poco le importa a esa amante caprichosa el daño que pueda causar a la estructura del pie. Poco parece también importarle al montrealense si esas chanclas que orgullosamente porta son el terror de los podiatras. Menos si al individuo durante las horas pico en el transporte público le pisan algún dedito estorboso. Pisotones crueles y más aguanta por su querida chancla. El chiste de todo esto es liberar el cuerpo de capas y capas de ropa. El chiste es orear los pies y de paso broncearlos porque las pieles de Gasparín no son nada elegantes ni están de moda. Así, todavía antes de que llegue el verano, el montrealense semeja con su chancluda historia de amor vociferar a grito pelado: ¡Abajo el invierno! ¡Larga vida a la divina chancla!