Las desplazadas


Escribí este cuento luego de que la escritora lagunera Elena Palacios me pidiera un texto para la revista literaria que encabeza y cuyo nombre es La plaquette. Tardé un poco de tiempo en proporcionarle el relato ya que no tenía ninguno de la brevedad requerida. Lo redacté durante la Semana Santa. Es decir, en abril pasado. Me gustó abordar la mayor brevedad posible por primera vez desde mis primeros intentos en el género del cuento. Es muy probable, entonces, que éste sea el primero de un volumen de cuentos bastante cortos. Se titula "Las desplazadas" y acaba de ser publicado en el número más reciente de La plaquette. Ahí, como se aprecia en la imagen de arriba, comparte espacio con textos de la propia Elena Palacios, Martha Elisa Baqueiro, Antonio Álvarez y Alfredo Loera. Va pues:

Siempre llegaban a su iglesia a barrer y ocupaban la banca más cercana al altar. Eso siguieron haciendo hasta que otras personas les agandallaron la banca y las cinco, a su vez, se convirtieron en desplazadas dentro de su propia parroquia. Todo fue por culpa del señor obispo. Como se había estrenado en el puesto hacía poco, decidió erradicar los malos hábitos, darle un susto al estancamiento de la diócesis y ordenó realizar una rotación de curas. Para la grey católica de la ciudad fue como un cataclismo. Especialmente, dentro del sector más curadependiente.
Hubo quienes se preguntaban qué harían sin el padre Chito. Otros, cómo sería el sacerdote que iban a trasladar a la parroquia. Una vez asentada la resignación, incesantes empezaron las pesquisas sobre el desempeño del venidero. ¿Era buena gente? ¿Era hombre responsable? ¿Quizás un poco gruñón? ¿Tendría alguna secretaria petacona a la que habría, por su buena reputación, que ahuyentarle? A la parroquia de estas cinco mujeres arribó la noticia de que el padrecito por venir había estado varios años en una colonia popular. Sí, qué bueno, respondieron a la información. Ellas no eran señoras curadependientas. La fe del carbonero solo es buena para el carbonero, afirmó una que había estudiado la prepa en un colegio jesuita. Las cinco eran mujeres de fe robusta que sabían que lo más importante no era el mensajero, sino el mensaje de la Palabra de Dios. El problema surgió cuando se dieron cuenta de que otras personas sí eran curadependientas en exceso.
Los desplazados se aparecieron como si fueran el séquito del nuevo padre. En un principio, solo unos cuantos con la decencia de sentarse en las bancas de hasta atrás, como si los otros parroquianos y el esplendor arquitectónico de la iglesia los intimidaran. El curita les dio alas: les sonreía, los saludaba efusivamente, incluso los abrazaba. Poco a poco comenzaron a hacerse más numerosos y se fueron acercando al altar. Agarraron confianza los muy igualados. Lo del carbonero no solo se reflejaba en su tipo de fe, sino además en sus rostros. La primera de ellas resaltó esto. Ni siquiera de una queja se trataba. Y, en lugar de ser felicitada como esperaba, recibió miradas de reproche de las otras, como recordándole que la casa del Señor estaba abierta para todos. La más piadosa evocó la canción de título “¿De qué color es la piel de Dios?”. Conforme la misa de las 12 rebosó de rostros inusuales y menos alabastrinos que los suyos, la tendencia a ser hospitalarias se esfumó. A dónde íbamos a parar. Una ya no podía estar a gusto en su propia iglesia porque de repente se sentía como explorador inglés en una selva africana. O sea, rodeada de nativos.
Quien había dicho eso fue la primera en retirarse. Encontró refugio en otra parroquia no muy lejana. La segunda lo hizo porque no aguantó la personalidad del nuevo padre. Como que aquello de que lo más importante era el mensaje resultó no ser tan verdad en ella. Odiaba que el párroco se pasara de payasito: que, entre muchos otros ejemplos de falta de solemnidad, engolara la voz cuando leía un parlamento de Jesús en el evangelio. Peor aún, a la salida, las puertas de la iglesia se habían colmado de pediches y mendigos por su negligencia. La tercera se fue porque no aguantó que niños (¡y sobre todo niñas!) subieran al altar a representar el lavatorio de los pies en el Jueves Santo y, además, hay que decirlo, para seguir a las otras dos desertoras. La cuarta falleció de COVID y ni siquiera le pudieron organizar su triduo de misas en la parroquia en cuestión. El curita dijo no conocerla. La última de las cinco aguantó incólume clavándoles la mirada a los desplazados sin devolverles el saludo y sabiendo que algún día el propio Señor se encargaría de ponerlos en su merecido lugar.
Unos cuantos años después el señor obispo determinó el principio de otra rotación. No fueran a dormirse en sus laureles los padres de la diócesis. De nueva cuenta, se experimentó un maremoto. Se renovaron las especulaciones sobre quién llegaría a la parroquia. Una a una, las desplazadas volvieron y trajeron con ellas a una sustituta para la que se había muerto de COVID. Era joven y recién casada. Mona y güerita. Como debía ser. Ningún reproche recibieron las otras de la única de entre ellas que se quedó a cuidarles el lugar. Así, llegaron con más anticipación a barrer y recuperaron la banca de siempre, la más cercana al altar, el domingo siguiente al anuncio.
Al inicio, se mostraron muy abiertas y cooperativas con el nuevo sacerdote. Cometieron el pecado del orgullo al replegarse. Ahora lo sabían. Iban a enmendar el camino. Sin embargo, poco a poco, surgieron signos inequívocos de inconformidad. No les agradaba que el nuevo cura subiera y bajara la voz dándole tintes histriónicos a sus sermones. Además de que eran sumamente autorreferenciales para el gusto de ellas. Luego se enteraron de que había metido a quién sabe cuántos parientes a la casa parroquial y que el lugar se estaba convirtiendo en un verdadero chiquero. Más tarde, empezó a confesar antes de misa, junto al altar y enfrente de todos los que llegaban a barrer. Que dizque para cuidarse las espaldas. ¡Cuándo se había visto!
Ahora la primera en irse fue la que tanto aguantó con el otro sacerdote, el enano payaso. Digamos que los límites de su paciencia ya se habían tensado hasta el límite con el régimen anterior. Tanto así que no pudo soportar más allá de tres meses. La segunda la siguió al percatarse de que, una vez más, la misa de las 12 se había llenado de desconocidos. Las otras dos se fueron para acompañar a las primeras. La última de ellas todavía sigue ahí. No ha soltado (ni siquiera estando enferma) la banca más cercana al altar porque siempre llega a barrer. Está orgullosa de no ser curadependienta. Espera con paciencia a que el señor obispo vuelva a hacer su ya acostumbrada rotación para que sus amigas puedan regresar a su lado.

Torreón, Coahuila. Semana Santa de 2025.