Deleznables palabras

Y de seguro este texto estará repleto de errores y extrajerismos y otros vicios del lenguaje. Ni modales. Aquí va:

Estaba perdiendo el tiempo en YouTube y por azares del algoritmo, muy desgraciadamente caí en las garras de un video en el cual figuraban dos mocosos de La Laguna dentro de una cabina de radio. La pretensión de su podcast consistía en hablar de la película El ángel exterminador. Sin embargo, no es hasta muy al final del video que empiezan a abordarla. En algún momento uno de los dos locutores (perdóneseme que me atreva a llamarlos así) le dice al otro: “No sé si te distes cuenta en eso”. Hasta cierto punto estoy a favor de la democratización de los medios, pero esto ya es el colmo. Lamento haber contribuido a su ya de por sí risible número de “visualizaciones”. Como podrá apreciarse y por haber estado enseñando un curso de expresión oral (no sé si bien o mal) durante los últimos cuatro años, me he obsesionado un poco con las palabras, las expresiones idiomáticas, los vicios del lenguaje, los extranjerismos, las muletillas y todo aquello que, a pesar de no serlo, ya me suena siempre a rechinido de uñotas de hombre-lobo contra un pizarrón. Lo siento. Se trata de mi faceta como profe. No puedo evitarla.
Es verdad que esbozo una sonrisa socarrona cada vez que escucho a un reportero (o a una conductora, aquí no hay distinción de sexos) de cierta cadena cutre de televisión norteña en la que insisten en emplear “lo que es” (y sus variaciones: “lo que viene siendo”, “lo que vendría a ser”) de forma tan innecesaria como patológica. Piensan que suena elegante y, en realidad, el efecto es contraproducente. Ternuras. El mentado canal una vez realizó un enlace desde cierto colegio y la portavoz se echó un ¿“lo-que-es-ismo”? que permanecerá para los anales de la historia: “la casa abierta se llevará a cabo desde lo que son las 9 hasta lo que son las 2”. Inserte aquí mi sonora carcajada. Mejor ni me meto con quienes intercambian “demasiado” por “mucho” sin discernimiento. También es cierto que les tiro de la rienda a mis ojos cuando quieren ponérseme en blanco al momento de escuchar a comunicólogos (o incluso a quienes no lo son) trastabillar oralmente con innumerables “este”, “eh” u “o sea”. De esto último no tiro la primera y proverbial piedra puesto que también me confieso culpable de empezar mis enunciados con los muy socorridos “bueno”y “pues”. Hasta en mi clase de expresión oral. Porque no. Nadie alcanza la perfección. Nadie se escapa de las muletillas o de las frases hechas. Y, en el archivo del programa radiofónico Filmanía, se podrá comprobar que tiendo a decir “en ese sentido” con mucha frecuencia o a rematar los enunciados con un “¿nooo?”. Incluso, en algún otro programa de la misma estación radial y hace varios años, dije “libanense” en lugar de “libanés”. Es de los horrores de los que me acuerdo con frecuencia excesiva porque ni cuenta me di. Mi hermana Azucena me lo hizo notar después de que ella escuchara la emisión. No se me olvida y nunca me lo perdonaré.
Alguien respondió a la citada anécdota con aquello de que “al mejor cazador se le va la liebre”. Y es cierto. No hace mucho escuché a una persona (de casi infinita experiencia en los medios locales de comunicación) enunciar “se rebasó tus expectativas”. Vaya con el solecismo. Eso me consuela un poco. Si aun esa persona comete un error tan garrafal, a mí me queda algo de esperanza. Asimismo quiero pensar que hago el mayor esfuerzo por hablar de “corridito”, evitar el exceso de diminutivos o por no emplear barbarismos de la talla de “pérame”, “pos” o “pa” o solecismos como “primer entrada” porque ¿con qué cara les corregiría tales expresiones a mis estudiantes si yo no soy capaz de mitigarlas un poco al momento de una intervención pública? Tal vez los mocosillos de aquel podcast no tienen “cercas” a un docente más o menos tradicional que les aconseje respetar el micrófono dado por quien, sin duda, es un genio. Al menos antes había un examen para convertirse en locutor. Hoy hasta un tartamudo puede tener su podcast. Perdón por esta falta a la “inclusividad”. Ya la compensaré renglones más adelante. Con creces, por cierto.
Por otro lado, hay palabras que, aunque ya hayan recibido el sello de aprobación de la RAE o (más importante aún) de los hispanoparlantes, destesto profundamente. Por ejemplo, “aperturar”. Cuando llega a mis oídos, siento ganas de devolver el estómago (si se me permite el eufemismo). Al pensar en ese vocablo por completo innecesario, me imagino a un empleado de banco con ínfulas de inventor lingüístico. Alguien con el traje completamente brilloso, la corbata mal anudada y la actitud sobrada de un funcionario público. De nueva cuenta, una persona que se cree elegante, pero que al decir “aperturar” recibe el efecto contrario. Y es que el verbo “abrir” nomás no vende, ¿edá? Historia para Ripley: el semestre pasado, durante la actividad plenaria sobre los vocablos aceptados por el diccionario de la RAE, un alumno me hizo notar que “aperturar” ya aparecía en la última edición y de inmediato —por utilizar una bonita expresión proveniente del otro lado del océano— me cagué en todos los muertos de cada uno de los académicos de la dichosa institución.
Otra palabrucha es un verdadero trabalenguas: “emprededurismo”. Escucho la palabra “emprededurismo” y ésta me suena a un hombre con sobrepeso, sin camiseta interior, con la camisa desabotonada de los primeros dos (¡o hasta tres!) botones; un señor que lleva esclava, cadena y guaripa y que estudió alguna ingeniería (tal vez, agrónoma) en el Tec de Monterrey (estoy inventando, obvio). Como mucha gente de mi región, alguien de vocación bovina. Paso a otro espécimen no muy disímil al banquero progenitor de adefesios verbales. Hablemos entonces de “esnobista” y de quienes suelen emplear esta ocurrencia de vocablo. Está bien hablar de “esnobismo”, pero parecería que sólo una criatura sine nobilitate diría “esnobista” en lugar de irse por la simpleza de “esnob”. O sea, el pobre diablo termina siendo eso mismo que critica.
Escucho la palabra “resiliencia” y, aunque también ya se encuentra en el diccionario de la RAE, me imagino a una señora copetona que se la pasa sermoneando a sus amigas (claro, con la habilidad que le dan los muchos años para sermonear sin parecer que lo hace), que habla con constancia pasmosa de una serie interminable de charlatanerías como constelaciones familiares, dióxido de cloro, movimientos anti-vacunas, tarot, angelología, positivismo (¡ja!), ¿planoterrismo?, cristales de cuarzo, reiki, feng shui y muchos otros etcéteras. Por supuesto, no me olvido de los terapeutas que a cada rato sacan a colación el vocablo cuando bien pudieran haber utilizado “fortaleza”. Aunque sabemos que entre más garigoleado el asunto, con mayor facilidad se engatusa a los tarugos.
Mejor ni me meto con los anglicismos de moda. Resultan innumerables: storytellingspoilerdeadlinegymstalkerbullyingpunch, entre muchísimos otros. Tampoco me hago el santurrón. De hecho, sí los empleo. Aunque no a cada rato porque no suelo considerar el inglés como un arma para proclamar a los cuatro vientos mis complejos colonialistas de inferioridad. Tal vez porque reflejan la ignorancia del hablante en ambos idiomas, todavía peores resultan las expresiones calcadas desde esa lengua. No hace mucho escuchaba un programa de título Crime Junkie y me di cuenta de que habían estrenado dos versiones de un mismo episodio. Una en inglés y otra en español. Quién sabe qué tipo de traductor (el más imbécil, de seguro) les ayudó con el episodio en nuestro idioma. Lo cierto es que se hallaba repleto de este tipo de calcos. Escuché “veinte diecinueve” en lugar de “dos mil diecinueve”, “tocar base” en sustitución de “ponerse en contacto”, cambiaron “constitución” por “complexión”, emplearon “fuera del ojo público”, “una barrera de idiomas”, “citaciones” en lugar de “citatorios”, “poligrafeada” (¿?), “críticas bien vocales”, “perros cadáveres” sustituyendo “perros que detectan cadáveres” e intercambiaron “ventana de tiempo” por la llaneza de “lapso”. De escribirla entera aquí, la lista se extendería interminable. Y qué hay de este nuevo giro en inglés de “narrativa” que, por desgracia, comienza a calcarse en nuestro idioma. Otros de los peores, ahora ya demasiado comunes, son esos de "al final del día" o “estar ahí para ti”. No, gracias. Ora sí que what the fuck?
Hay otras palabras que, por el contexto, se han ido convirtiendo en algo deleznable. Ahí está “cancelar”. Se empieza a generar una impropiedad cada vez más frecuente, también por trasladar otro giro nuevo del término en el idioma inglés. Ahora, por la influencia perniciosa de las redes sociales, no se habla de “boicotear” o “ningunear” a alguna celebridad cuya ideología no empata con la nuestra y se empieza a utilizar “cancelar”. Antes, para mí, “cancelar” podría referirse exclusivamente a una clase a la cual no puedo asistir. Ahora la palabra presenta la cara de comediantes que no pueden hacer ningún tipo de chiste por temor a incordiar a quienes se ofenden de dientes para afuera (¿o debería decir “de redes sociales para afuera”?).
Siguiendo con las hoy injustificadamente omnipresentes (perdóneseme la cacofonía) redes sociales, no puedo dejar de pensar en un o una (seamos incluyentes) activista (¿o quedaría mejor parado ante mis lectores inexistentes si escribo “un@ activist@”, “une activiste” o “unx activistx”?) de diván que despercidia horas de su día en las redes (o en los blogs de escritorzuelos como yo: gracias por la visita, por cierto) buscando a quién linchar (o “cancelar”) con sus dedos abotagados. Casi siempre dicha persona se siente aliviada cuando tuitea, retuitea (muchas veces sin darle tregua a las pobres víctimas de su “línea del tiempo” [otro calco asqueroso del inglés]), da like (más anglicismos) y logra sentir la satisfacción de transformar el curso de la historia desde la comodidad de su cama de la cual ya no puede levantarse o en la cual dejó la marca de unas nada discretas posaderas. (Lo siento. Acúsenme con Ruby y su asociación de “Gordura es Hermosura”). Porque estos progres radicalizados de las redes sociales, tan tendientes a llamar retrógradas a las personas ultrarreligiosas, hoy en día se comportan igual a ellas y se dan fuertes golpes de pecho para quedar bien con sus tan queridos como ignotos “fólogüers”.
Y así estos hablantes asesinos del idioma se pueden seguir inventando vocablos para adornarse, para sonar elegantes (coloquialmente, “bien acá”) o para intentar sustituir a otro menos impresionante, menos susceptible de engañar bobos, menos adecuado para vender. Neologismos como “maternar”, “pigmentocracia”, “sufranza”, “tensionante”, “heteronormatividad” o “inaportante”. Quienes las enuncian podrán ser muy intelectuales o sentirse superiormente morales con respecto al resto de la humanidad, pero nadie les quita a esas deleznables palabras lo horroroso al oído.