Adiós, Twitter cruel...


El 1 de mayo de 2021, a escasos días de cumplir 10 años en esa red social, eliminé mi cuenta personal de Twitter (@mbaezduran). La razón se manifestará implícita a lo largo del siguiente texto:


Hay una canción de Dalida que es un tanto cursi, aunque yo sólo me atrevería clasificarla como un gran tratado sobre la soledad. Incluso me aventuraría a afirmar que nada de lo concebido por los más encumbrados filósofos de la historia del conocimiento universal se le compara a la letra —autoría de Sébastien Balasko y Daniel Faure— de esa gran canción. Grande a pesar de su marcado carácter sentimental. Tal vez habrá sido la inquietud de la búsqueda, emprendida para paliar esa vieja falacia sobre el gregarismo impuesto en los seres humanos, lo que me condujo a aquella red social allá por mayo de 2011. Quizás haya intentado emular a un amigo escritor que pretendía arrear lectores desde Twitter hasta su bitácora digital. Quién sabe. Lo cierto es que ahí perdí incontables horas que bien pude haber invertido en alguna otra actividad algo más provechosa (los libros impresos, por ejemplo). El argumento más recurrido a favor de cualquier red social suele ser “estar enterado” o “estar al corriente de lo acontecido en el mundo”. Si uno no tiene cuenta de Twitter, ¿cómo “chingaos te enteras de las noticias”?

No constituye un desatino responder con otra pregunta: ¿de qué se está enterando uno en realidad a través de Facebook o Twitter? Y, sobre todo, ¿de qué realidad nos enteramos? En específico y tratándose de la segunda red (la única en la que, como ya dije, tuve presencia durante casi una década), siempre me cuestioné cuánto se puede desarrollar una idea en el espacio concedido. En algún momento, la red admitió tuits de una extensión mayor a los 140 caracteres (el doble, me parece) y hay quien redacta hilos (yo llegué a hacerlo). De todas maneras, tal espacio me parece insuficiente. Seré de los pocos obsesos con el largo aliento, con no permitir concesiones ante la insistencia a rebajar hasta la abstracción más absurda una serie de ideas, un análisis, una reseña. “Que nomás me robe dos minutos de mi valiosísimo tiempo porque si no, no lo leo”. Bueno, podría responder yo, lee la extensión que te dé la gana, sáltate pasajes, da igual. No niego que vivimos en la era de la atomización del pensamiento. Sin embargo, ¿por qué no nadar contracorriente ante este fenómeno? ¿Quién es capaz de afirmar categóricamente que estas actitudes, como reza el lugar común, llegaron para quedarse? Umberto Eco fue un poco menos diplomático con estos espacios virtuales y habló de legiones de idiotas. No sé si llevaba razón.

En cuanto a noticias en redes sociales, todo se encuentra mediado por el dichoso algoritmo. Algunos medios de comunicación ya ni siquiera se esfuerzan y alimentan sus notas precisamente con lo acontecido en redes sociales (memes, mensajes de WhatsApp, videos virales, etcétera). ¿La credibilidad? Bien, gracias. Menos cuando en estos mismos noticieros importa más la ropa de los locutores o la coreografía que se ponen a hacer inmediatamente después de una nota de “interés humano”. Hace algunos meses me di a la lectura rápida de un libro de Jaron Lanier. Cuenta con el poco sutil título de Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato (2018). Cito a continuación un consejo incluido en el epílogo del libro, respecto a las noticias: “Puedes seguir leyendo las noticias en línea: lee directamente sitios web de noticias (en lugar de recibir noticias a través de canales personalizados), especialmente sitios que contraten periodistas de investigación. Hazte una idea de la línea editorial de cada sitio, que solo percibirás si accedes directamente” (168). Habría que subrayar eso de periodistas de investigación. Porque, para seguir payasos, éstos se dan a manos llenas.

No recuerdo si fue en el documental de Netflix titulado El dilema de las redes sociales (2020) o en el citado libro de Lanier, pero sí sé que en alguna parte me enteré del concepto de la “burbuja”. Gracias a la maravilla de los algoritmos, sólo vemos o leemos lo que es susceptible de interesarnos (o indignarnos). Muchas veces, con el objetivo de incentivar nuestro consumo. Pienso en esas publicidades ineludibles de una cinta como Blade Runner (así como en las de su secuela en el año 2049). Pareciera que la distopía del placer, imaginada por Huxley desde Un mundo feliz, ya está entre nosotros. En todo momento. Incluidos los fines de semana. Y a cada hora del día. Una forma humorística de hablar de lo inabarcable que se ha vuelto la realidad digital la manifiesta Bo Burnham en su especial de comedia Inside. Para muestra, la canción del actor, cantante y cómico de título “Welcome to the Internet”. Sin embargo, no es sólo esa intrusión constante en nuestras vidas. La “burbuja”, además, se refiere a los confines del pensamiento. La red social, diseñada para absorber nuestra atención el mayor tiempo posible, solamente mostrará imágenes o palabras con las que uno esté de acuerdo. De esta forma, no hay manera de entablar un diálogo profundo. Todo es disensión. Nunca existe un refugio para el acuerdo o la concordia. El discurso se queda en balbuceo o en berrinche. La red se convierte pronto en una colección inacabable de locos que monologan y que, con sus monólogos, tratan de pescar la mayor cantidad de retuits o “me gusta”. Nada más pavloviano.

Vuelvo entonces a esa raison d’être de las redes sociales: cautivar nuestra atención. Quienes las crearon no se conforman con unos cuantos minutos al día. No, requieren la atención del mundo entero el mayor tiempo posible. Así de necesitados están. Entre más horas, mejor. Por lo tanto, el éxito de sus aplicaciones radica en modificar la conducta humana. El anzuelo resulta tan incitante. Entro a ese servicio de forma totalmente gratuita. A cambio les doy mi nombre, mi fecha de nacimiento, mi correo electrónico, mi número de celular, mis fotografías, mis pensamientos. En no pocas ocasiones se ha cuestionado qué compañías comercializan con nuestros datos. Acudo de nueva cuenta al libro de Jaron Lanier: “Pensemos en los miles de millones de dólares que ingresan todos los meses Facebook, Google y el resto del supuesto sector publicitario digital. La inmensa mayoría de ese dinero procede de entidades que aspiran a modificar nuestro comportamiento y que creen que están obteniendo resultados […] Pero, a pesar de que, en cierto sentido, saben más sobre nosotros que nosotros mismos, las compañías no siempre conocen la identidad de los anunciantes, las entidades que se benefician de la manipulación que se ejerce sobre nosotros” (38). O sea que ni quienes deberían de saber, saben.

Qué fuerza sobrenatural me incita a abrir una y otra vez el dispositivo electrónico para seguir estando “enterado”. Y, con el retuit, para sentirme activista de fauteuil. Esta misma pregunta se la planteó el documentalista Jon Hyatt y terminó rodando un documental al respecto: Screened Out o Pantallas adictivas (2020). Ahí se explica que la aplicaciones se crearon para detonar una adicción a ellas. Esto se basa en el instinto básico de esperar una recompensa y no siempre recibirla: el mismo mecanismo, dicho sea de paso, empleado por las maquinitas de apuestas. En los espacios virtuales se traduce en el sentimiento cruel de estar esperando un like o un retuit (o ambos, de preferencia). Inmersos en el nivel de los bajos instintos, pocas veces tenemos llenadera. Si agregamos a esta ansiedad, la polarización que alimenta las redes, tendremos alrededor del mundo acontecimientos de la guisa de la fallida toma del capitolio estadounidense por los partidarios de Donald Trump el 6 de enero de este año. Para mí, aquellas imágenes fueron la proverbial gota que derramó el vaso. Si a alguien le interesa saber más sobre esta manipulación de masas a través de los bulos de las redes sociales, puede acudir al documental El gran hackeo (2019).

Hay quien encuentra entretenido visitar esta verdulería virtual todos los días, pero, al permanecer inmerso en una red social donde abunda la polarización, ¿cuánto contribuye uno a la misma? Y, sobre todo, a que otra gente se una a ella. Para mantener el contacto con una persona a la cual conozco hace décadas, fui migrando de Messenger a Yahoo Groups a Twitter… Y así, ad nauseam. De esta forma, cuando dicha persona me insistió a unirme a WhatsApp, la mandé de inmediato a un lugar muy lejano. No me convencía la idea de ir migrando de forma sempiterna de un sitio al otro e ir regando por todas partes mis datos ni muchos menos andar concibiendo la enésima contraseña. ¿Por qué esta fe ciega en los beneficios de los gadgets y de las aplicaciones? ¿Es porque, con darle clic a un botón, puedo ordenar un plato de comida? Hace décadas la lectura de Un mundo feliz me abrió los ojos respecto a las interacciones sociales y lo que, como comunidad, damos por sentado: el condicionamiento. ¿No es acaso parte de nuestro condicionamiento actual mirar raro a quien no usa WhatsApp o a quien prefiere, para comunicarse, un teléfono no-inteligente (¿imbécil?) marca Nokia? De cuándo acá todos nos volvimos dueños de una miscelánea abierta las 24 horas, disponibles hasta altas horas de la madrugada para responder mensajes de texto, correos electrónicos, dar likes, retuitear y comentar videos en YouTube. Y al final, si uno no responde con prontitud, no falta la persona demente que, con un impostado filo en la lengua, murmura: “pues ni que estuviéramos en diferentes husos horarios”. Ja y más ja, querida ex amiga.

Algo visto en el documental de Hyatt y que ya había escuchado o leído antes: es bien sabido que los vástagos de quienes habitan Silicon Valley se educan en escuelas cada vez más tradicionales, en cuanto al empleo de la tecnología se refiere. Por circunstancias meramente alimentarias, el tema de la educación me concierne desde hace casi un cuarto de siglo. Las escuelas de los herederos de Silicon Valley no son de ésas que exaltan cualquier novedad digital, que se ufanan de sus clases impartidas por hologramas y, con cada oportunidad, instan a sus estudiantes a hilar una story en Instagram o a publicar una selfi en Padlet. Es decir, de esas instituciones educativas cuyos docentes ya se dieron por vencidos ante la obsesión (¿adicción incluso?) del alumnado por verse inmerso la mayor parte del día en un entorno digital. Lo sé porque recientemente trabajé en una escuela preparatoria de ese estilo y, con las exigencias de la educación a distancia durante el confinamiento, no me quedaron ganas de volver a laborar ahí. Parecía que los días frente a una pantalla no se iban a terminar nunca. No, lo siento mucho. A los hijos de quienes diseñan todas estas milagrosas aplicaciones les prohíben usarlas o incluso tener a la mano un teléfono inteligente antes de llegar a la adolescencia. Algo sabrá este selecto grupo que el resto de los mortales ignora.

Mejor paso a otro aspecto que me preocupa aún más: cómo afectan las redes sociales a las tramas de las ficciones audiovisuales más populares. Es decir, cuál es su alcance dentro del cine comercial. Por la misma fuerza que se les ha otorgado a las redes (otro condicionamiento a la usanza de Huxley), las decisiones en las altas esferas de los conglomerados que producen cine comercial se ven cada vez más afectadas. Por miedo a linchamientos en estos espacios, se decide cómo conformar un reparto (entre más culturalmente diverso mejor, a veces sin ni siquiera tomar en cuenta la aptitud o el talento), se “cancelan” las carreras de personalidades sin que medie un proceso judicial, se les impide a actrices asumir roles que, de acuerdo con la corrección política, no tendrían que adoptar. En este último caso, pienso en el ejemplo de Scarlett Johansson que, en algún momento de su carrera, estuvo a punto de interpretar a una mujer transexual. Sin embargo, los golpes de pecho en el entorno digital no se lo permitieron y la actriz reculó. De esta forma, las miradas progresistas (y muchas veces anónimas) han sustituido a las retrógradas y eclesiales que tanto criticaban y ahora, paradójicamente, adoptan actitudes similares de intolerancia. Lo maravilloso de una historia (que no story) ficticia es el ejercicio de la imaginación en el que una persona deja de ser de carne y hueso y se convierte en personaje. Y cómo tal personaje, a pesar de que tenemos plena conciencia de que es un artilugio, un producto de la imaginación humana, puede llegar a conmovernos hasta las lágrimas. Qué atrofia de la empatía si sólo nos vemos reflejados en quienes se parecen a nosotros, en quienes sólo están hechos a imagen y semejanza de una infinidad de narcisos.

Además, siguiendo con este asunto de la influencia en los conglomerados, hoy todo se define por las mentirosas tendencias: Netflix indica en su menú que tal o cual película está siendo vista por el país entero y le creemos sin chistar. Hoy toda reacción se centra en las tendencias de estas redes sociales. Antes, era el borreguismo. Todavía recuerdo cuando, siendo niño, alguno de mis familiares me insistía en “no seguir a la borregada”. El mensaje quedó grabado en mi mente hasta la fecha. No lo neguemos. Detrás de ese rollo individualista y clasemediero se agazapa una devoción deformadora de lo real: la “particularidad” del rey de la casa. A pesar de ese pedestal privilegiado en el círculo familiar, siempre fui de pocas palabras. A nadie se le permite ser taciturno en esta sociedad. Se toma como una ofensa general que alguien decida convertirse en un Simón Estilita redivivo. Porque se supone que los mexicanos somos festivos. O, al menos, en el ambiente en el cual crecí no se me permitía libremente la taciturnidad. Fueron incontables las ocasiones en que la gente me escupía en la cara estas palabras: “¿por qué tan serio?”. Ahora ya no puesto que, incluso desde antes de la pandemia, evito cualquier interacción social con gente desconocida. Requiere demasiada energía mental de mi parte explicarle a este tipo de personas por qué, cuando se dan ciertas conversaciones, no tiene caso que yo participe. ¿Para qué echarle mayor sandez al fuego? Aquélla fue una de muchas contradicciones que no lograba conciliar con la sociedad en la cual me tocó nacer. Otra es la relativa al deporte nacional. La mayoría dictaba que ése era el futbol. Por lo tanto, no había otra opción para la clase de educación física más que jugar futbol. Ahora, por ejemplo, no se trata de rehusarme a practicar ni a interesarme en un deporte que hasta la fecha me resulta indiferente, sino de ver películas del mal llamado “universo” Marvel. No estoy de acuerdo con Scorsese cuando dice que no es cine. Simplemente matizo afirmando que no está hecho para mí. Una vez más, me pierdo en digresiones. ¿El futbol o Marvel? Da lo mismo. Ambos forman parte de los condicionamientos estilo Huxley.

Retomo lo declarado por Eco. El idiota de la taberna ahora se siente con reflector. No sé exactamente de dónde se origine la idea, pero sí sé que realiza una aparición en una cinta noir de los hermanos Coen: El hombre que nunca estuvo (donde, por cierto, también aparece Scarlett Johansson). Ahí se explica que todo fenómeno, por el mismo hecho de ser observado, se transforma. Esto me resultó, si no evidente, sí intuido desde que decidí que, si no iba a participar de la mayoría de las interacciones sociales, sí me iba a poner a observarlas. No sabía entonces que años más tarde encontraría el recipiente para verter mis pensamientos al respecto en la escritura. Lo que me resultaba más perturbador era cómo modificábamos nuestro comportamiento según la “audiencia” que nos tocara: las maestras, los sacerdotes, la familia, los amigos, los hombres, las mujeres, etcétera. Tales modificaciones de conducta se convirtieron en algo natural, hasta mirar con ojo crítico los medios de comunicación y, en específico, a la gente de la llamada “farándula”. El contraste que podía haber entre la antigua estrella de la canción y de las telenovelas infantiles (mujer siempre de voz meliflua, ojos pizpiretos y sonrisa Colgate) y su reacción encolerizada ante el acoso de unos carnívoros reporteros. Esta especie de esquizofrenia la vivía anteriormente un reducido porcentaje de la población. El caso más extremo, retratado en el cine clásico de Hollywood, podría ser el personaje de Norma Desmond en Sunset Boulevard. De repente, toda persona en una red social convirtió en la anti-heroína de Billy Wilder. Porque, si todos están siendo observados en sus redes sociales, me pregunto cómo moldean su comportamiento, qué apariencia la dan a su propia vida, qué tipo de fotos publican o qué ideas emiten para ser aceptados o rechazados. Ahora no sólo la gente de la farándula o de los medios de comunicación cae en la obsesión por su imagen pública. Para el caso, en cualquier red social, están los innumerables ejemplos de platos a punto de comerse, reuniones que sólo importan a quienes asisten a ellas o incluso, dentro de los terrenos más risibles, el último libro leído como para establecer una suerte de récord en un país donde los lectores brillan por su ausencia. De nueva cuenta, Bo Burnham se burla de todo esto en “White Woman’s Instagram” y lo hace con la conciencia de que, sin el impulso de las redes sociales, él no estaría donde se encuentra ahora: como parte del elenco de una cinta nominada al premio Óscar. Después de la carcajada, viene el alud de la tristeza. Ahora, basta con tener una cuenta en redes sociales para formar parte de la “esfera pública”. En los tiempos de alguien como Eco, se presumían las ideas. Hoy en día, se trata de los seguidores. No sería mala idea cuestionarse cuántas de esas cantidades son verdaderas.

Hace algunas semanas me topé en uno de los canales de HBO con el documental de título Fake Famous: Un experimento social irreal (2021). El director, Nick Bilton, lleva a cabo un truco con Instagram: recluta a tres personas con cuentas en esta red y decide comprarles seguidores (granjas de bots) para ver si, con acrecentar esos números, se convierten en “famosos falsos”. De las tres personas, una chica obtiene todo tipo de dádivas y privilegios simplemente por ser percibida como una celebridad y, en consecuencia, como una persona influyente con sus seguidores. El problema es que muchos de ellos son falsos. En el documental se afirma además que varias cuentas de personajes célebres, precisamente por sus cantidades de “seguidores”, han comprado granjas de bots. Por ejemplo, una de las Kardashian. Hace varios años un amigo magrebí, estudiante de informática y desesperado con la idea de volverse rico lo más pronto posible, pensó en abrir una nueva red social. Su mayor reticencia consistía en dónde conseguir el mayor número de suscritos. Sobre todo, ante la popularidad (entonces reciente) de Twitter y Facebook. Si esas compañías atraen publicidad, es porque tienen millones de personas cautivas alrededor del mundo. Sin embargo, ¿cuántas de esas personas son reales? Este dilema de conveniencia para las redes sociales lo explica mucho mejor Lanier: “Todas las empresas tecnológicas luchan contra las cuentas falsas, pero también se benefician de ellas. Aunque quienes trabajan en Twitter podrían preferir, por motivos emocionales o éticos, que su plataforma estuviese exenta de bots, estos también amplifican la actividad e intensidad del servicio. Resulta que las actividades falsas y masivas en las redes sociales influyen en las personas reales” (77).

Como se podrá comprobar con la referencias en este texto, he estado intentando responder a la pregunta (muy personal, por cierto) de por qué si a mí me cuesta tanto esfuerzo interactuar socialmente con otras personas, por qué entonces me hallé inmerso en una red “social” durante casi una década. No hay nada más contradictorio que esto. Por eso, me acerqué a todos estos documentales y leí el libro de Lanier. ¿Estaré llegando al quid del asunto? ¿O sólo se trata de otra conspiración más por parte de Netflix o HBO para cautivar mi mente y alejarme de Twitter? Regreso entonces a la letra de la canción interpretada por Dalida en los años 70: ¿para qué construirse palacetes?, ¿para qué casarse y tener hijos?, ¿para qué invitar a los amigos a casa… quand viennent les soirs d’ennui? (habría que poner en mayúsculas esta última palabra: ENNUI) No, no intento reproducir la letra de la canción entera. Fácil es que cualquiera que lea esto la googlee y, si no se es muy ducho con el francés, entre a Google Translator. (Por cierto, Lanier no recomienda para nada hacer lo anterior porque Google es otra de esas compañías que nos vigila constantemente. Aunque Google Translator sea mil veces preferible a escuchar el horror de "Por no vivir a solas", la alternativa en español de la multicitada canción). A final de cuentas, ¿para qué hace uno cualquier actividad? ¿Por qué cae uno en la adicción? ¿Por qué ir siempre del trabajo a la casa y viceversa? ¿Por qué venir e ir entre dos países disímiles? ¿Por qué leer tantos libros y ver tantas películas? ¿Por qué maratonear tanta telenovela china de concubinas asesinas de la dinastía Qin? Fácil: para no sentirse solo. "Pour ne pas vivre seul".

Desde que recuerdo, cualquiera de mis amigos o amigas tiene muchos más amigos que yo. Como otras personas con problemas de ansiedad social (timidez, diagnosticarían algunos en otros tiempos), pensé en el internet como en una especie de panacea. Sin embargo, ha resultado ser todo lo contrario. Al menos, en mi caso. Me ha alejado del primer resguardo que encontré para cambiarme de máscaras todo el tiempo: la ficción. Si me recuerdo con fidelidad de niño, siempre me veo frente a una pantalla. Ya sea de la tele, del cine o de la computadora. Con el tiempo, ese sedentarismo me ha ido cobrando la factura. Presiento que, si sigo así, lo siguiente en quebrarse no será mi espalda baja sino mis ojos. Y sin una vista aguzada, no podré recrearme con lo que más amo: de nuevo, las ficciones de los libros o del cine. Basta de distracciones. No puedo concederle más tiempo a la pantalla de una maquinita absorbente que sólo promete recompensas, pero que pocas veces las da. Y si las concede, son completamente ilusorias. Como una tragamonedas. Es demasiado el tiempo invertido. Prefiero salir (así sea solo) a caminar, ver el vuelo de los pájaros y la forma engañosa de las nubes. Suena cursi, pero no puedo postergar más esto. Menos cuando ya llevo recorrida la mitad del camino de mi vida. Espero no escribir todo lo anterior y, a las horas, sacar con desesperación otra cuenta de Twitter.

Al final, como lo afirma la letra de la canción interpretada por Dalida, quizás sí estemos solos. Pero tal vez lo más desesperado y triste que podamos hacer para no sentirnos así (a diferencia de todo lo que lista la letra de Balasko y Faure), sea permanecer en una de estas redes sociales y hacerles el caldo gordo a los jeques de la (des)informática actual.

 

Referencia bibliográfica

—Lanier, Jaron. Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato. Trad. Marcos Pérez Sánchez. España: Debate, 2018.