Montrealenses (y IX)

Aquí se acaba todo. Hace tiempo que nos despedimos, ¿verdad? La última vez en que nos vimos fue en el verano de 2018. Allá estuve unos cuantos días. Y ahora que se acerca el verano de 2020 todo resulta diferente. No niego que comparto el dolor de tus habitantes, pero me consuela saber que la mayoría de ellos obedecerá las consignas. Qué diferencia con el lugar en el que ahora me encuentro. Aquí a esa mayoría le importa un bledo el bien común. Me deprime salir a la calle y verlos desplazarse como si nada, con los rostros descubiertos. Quizás, después de todo, sí tuve que haberme quedado dentro de los límites de tu isla. Sano y salvo. Sin embargo, si sigo cuestionando cada una de las decisiones de mi vida terminaré volviéndome loco. Hace tiempo que lo nuestro se acabó. No sé cuándo. No podría señalar un punto exacto en nuestra muy peculiar cronología. Pero día con día se fue difuminando ese primer y potente enamoramiento del 2002. Nunca imaginé que una ciudad como ésa (¿como tú?) podría existir sobre el planeta Tierra, una ciudad en torno a la cual giraban las actividades culturales. Una comunidad que las celebraba, las promovía, las amaba. ¿Para qué citarlas una vez más? Sí, ya se sabe: las salas de cine, los museos, los festivales, las exhibiciones de pintura, etcétera. Todo eso hoy muerto como en muchos otros sitios del orbe. Otra de las muchas tentaciones fue la de recibir un salario justo y proporcional al trabajo realizado. Aunque fuera dando clases de español, aunque fuera como mediocre paladín de mi idioma materno. Y al final pesó más la salud mental. Y al final tuvo que llegar esa urgencia de escribir otro libro inútil, otra novela que me quemaba los dedos. ¿Qué se le va a hacer? Adiós, Montreal. Tal vez nunca volveremos a vernos. Aunque el agradecimiento por esos 13 años como ¿montrealense? ¿montrealés? siempre vivirá en mí.