Montreal en pantalla (III)




Me siento como si me encontrara adentro de un confesionario, lugar que no visito desde hace algunas décadas. Es verdad. Se trata de una fantasía no pocas veces acariciada en mi mente. En qué consiste, se preguntará el lector anónimo. Muy simple y dificultoso a la vez: en aislarse del mundo. En vivir sin la necesidad de permanecer sempiternamente conectado a una corriente eléctrica, a un teléfono celular o a internet. En entrar más bien en contacto verdadero e incluso total con la naturaleza. En meditar u orar o ambas acciones. Para concluir, en alcanzar al fin la imposible meta de la paz y el silencio ante el maremágnum de la gente, el mundo y el incesante ruido. Es decir, el imposible de lograr dicho estado que en inglés ya empiezan a llamar, por sus siglas, OTG (off-the-grid). Qué bueno que no haya cambio de lugar entre dos de estas siglas (“¿OGT?, ¡qué mal chiste!”). Pero, ¿para qué?, si incluso en un espacio de aislamiento y meditación se cuela lo corrupto. ¿O tal vez los milagros? Así lo plantea la siguiente película en la que, por azares del destino, también aparece al inicio (y anunciada en letras bien grandes para que nadie se confunda) la ciudad de Montreal:

¿Dónde en la cronología se hallaría el punto de partida del producto cultural a abordar? Surge de la creatividad del dramaturgo estadounidense John Pielmeier y se convierte en su obra de teatro más exitosa y conocida. El autor logra inspirarse de un caso acontecido en un convento de la localidad de Brighton, Nueva York. Cuando él mismo adapte la versión cinematográfica, ésta se volverá teatral a más no poder. Dicha adaptación fílmica contará entonces con muy pocos personajes y espacios limitados. Pero antes de eso, obvio, Pielmeier la escribe hacia finales de los 70 y después de su paso por las grandes urbes teatrales, Nueva York (82) y Londres (83), la obra se monta en México con las actrices Marga López, María Teresa Rivas y Blanca Guerra allá por 1984, quizás en sincronía con la producción de la cinta. Esta última la dirige el canadiense Norman Jewison, conocido por Al calor de la noche (67), los musicales Violinista en el tejado (71) y Jesucristo superestrella (72), Justicia para todos (79), Hechizo de luna (87) y Huracán (99). Por supuesto, el tema central del presente texto es Agnes de Dios (Agnes of God, 1985).
Las imágenes y los sonidos se suceden los unos detrás de las otras: el emblema de Columbia Pictures, los rezos en murmullos, los créditos principales. Emerge la primera imagen del convento. Ahí está Anne Bancroft persignándose. Las monjas caminan en ronda alrededor de una cruz de piedra. Cae la noche en este convento y se establece la inasible meta de la paz inquebrantable. Hasta que un grito de dolor estalla. Las monjas corren por los pasillos en sus atuendos de noche. Se escucha un “qu’est-ce que c’est?” que por primera vez trata de indicarnos a los espectadores en qué lugar del mundo nos encontramos. Meg Tilly yace en el pasillo. Con esas prominentes manchas de sangre en su níveo hábito, la llevan en una camilla hacia la ambulancia. Los primeros dos rostros de las actrices protagonistas ya se han presentado. En primer lugar, la veterana Anne Bancroft, cuyo debut cinematográfico se dio en una película protagonizada por Marilyn Monroe: Almas desesperadas (52). Además de ser la memorable señora Robinson de El graduado (67) y esposa de uno de los cómicos más notables del cine, Mel Brooks, su viudo. En segundo, la entonces joven Meg Tilly. Para mí, ésta fue la primera vez que la vi en una película: bailarina luego convertida en actriz y cuyas primera etapas de vida transcurrieron en la provincia canadiense de Columbia Británica. Tilly ya había hecho su debut en Fama (80), aparecido al lado de Matt Dillon en Tex (82) y participado en ese pecado cinematográfico llamado Psicosis II (83). Valmont (89), por parte de Milos Forman y la competencia directa de Relaciones peligrosas (88), le daría un vuelco a su vida al unirla a la del actor Colin Firth con quien tendría un hijo de nombre William Joseph. Poco después, Meg Tilly se retiraría del cine para dedicarse al hogar y a la escritura y no es hasta 2012 con la teleserie de Canadá Bomb Girls que se le ha vuelto a ver de forma constante en una pantalla.




Una vez hechas las presentaciones, de vuelta a la ficción del filme y a su descubrimiento más macabro. La madre superiora (Bancroft) encuentra el cadáver de un recién nacido en el bote de basura de la joven monja herida (Tilly). Fundido a una imagen con la cual me encuentro quizás demasiado familiarizado: la cruz en la cima del Mont Royal en un amanecer y con sus luces todavía encendidas. Los títulos en blanco (tan blancos como la nieve asentada sobre la superficie de esta fría urbe) nos indican que estamos en Montreal, Quebec. Conforme el ojo de la ciclópea cámara se desplaza hacia el otro lado de esta cima del Mont Royal se distingue a lo lejos el estadio Percival Molson de la Universidad McGill y, un poco más al fondo, un cuarteto de edificios color café. Ocho años viví dentro del piso 26 de uno de ellos, así que los identifico de inmediato. Pronto esta imagen tan conocida por mí se funde con la de la calle Notre-Dame, no muy lejos del edificio de la alcaldía y de la Place Jacques Cartier. El lente de la cámara vuelve a desplazarse para mostrar la edificación estilo neoclásico de nombre Ernest-Cormier. De un auto ochentero sin placas se apea Jane Fonda y cruza sin mucha precaución la calle (incluso tiene el descaro de indicarle el alto al coche que se aproxima hacia ella y que le pita). Fonda no necesita mucha presentación. Es la figura legendaria del cine, de familia igualmente legendaria: la hija de Henry y la hermana de Peter. Hay innumerables créditos en su haber entre los que destaco, desde mi muy subjetivo punto de vista, Barbarella (68), Julia (77), 9 to 5 o Cómo eliminar a su jefe (80) y hasta Youth (15) de Paolo Sorrentino. Aún hoy a sus ochenta y pocos años continúa con su activismo social que no pocas veces la ha metido en incordios legales (véase el documental de 2018 titulado Jane Fonda en cinco actos). Casi en el momento en que Fonda logra al fin atravesar la calle, el espectador versado sobre el transcurrir de la vida en esta ciudad canadiense, notará otro auto ochentero, de color blanco pero tatuado con el logo y las siglas de la antigua estación anglófona de televisión: entonces CFCF y en la actualidad CTV.



La aeróbica Jane sube las escaleras del edificio de fachada neoclásica y pasa entre las grandes columnas del pórtico para encontrarse a tres monjas que van de salida. Dos de ellas son, efectivamente, Anne Bancroft y Meg Tilly. El trío de actrices principales de la obra teatral se acaba de completar. El reportero de CFCF le acerca el micrófono a la monja del centro, la joven, mientras un agente de seguridad intenta dispersar a los amarillistas. “¿Es usted culpable?”, preguntan los esbirros del sensacionalismo y la mirada de una temblorosa Tilly se cruza con la de Fonda. “Écartez-vous!”, grita la tercera monja, la anónima y casualmente la única francoparlante del trío. Jane Fonda, dentro de los confines de este artefacto de ficción, se llama Marta Livingston. Es psiquiatra y el juzgado le pide psicoanalizar a la monja acusada de haber sofocado al recién nacido. Dos de quienes la rodean para pedírselo hablan inglés, pero con marcado acento francófono. Ella acepta a regañadientes alegando que hoy es su cumpleaños y que siempre toma malas decisiones en ese día. Hasta aquí la premisa de Agnes de Dios.

Como para subrayar el aspecto religioso, las ventanas del departamento de Marta dan a los vitrales de una iglesia. Se cuenta que, cuando visitó Montreal, Mark Twain afirmó que de cualquier punto de la ciudad se podría lanzar un ladrillo y la víctima del lanzamiento sería el vitral de la una iglesia. Por eso, por su abundancia de templos católicos, la llamó además “la ciudad de los cien campanarios”. Sin embargo, desde hace ya varias décadas, desde la llamada Revolución Tranquila (finales de los años 60), la devoción católica ha ido a pique y muchas de estas iglesias, vacías de feligreses, se han transformado en edificios de otro uso: de viviendas, comerciales, pabellones de museos, etcétera. Quizás incluso el que se encuentra frente al apartamento de Marta ni siquiera se dedique en los 80 a actividades religiosas y sólo haya sido conservada su estructura como patrimonio cultural. Marta escucha sus mensajes en la contestadora (otro vestigio de los 80) mientras le sirve leche a su gato. Entre los mensajes grabados, no falta la voz en francés (dentro de su variación quebequense) para no olvidar en dónde nos hallamos. Al día siguiente Marta va al convento de las “Petites Sœurs” (las hermanitas) de María Magdalena. Al abrirle la puerta una monja lentuda, recibe su mirada hostil por traer su cigarrillo encendido (ah, dichosos tiempos en que la gente fumona todavía no era desplazada a los confines del novelo círculo del averno). Aun así, la doctora siente la necesidad de apagarlo y apartarlo lo más posible para que el rostro adusto de la monja dé algún signo de cordial bienvenida.
De esta forma, Marta tiene acceso al convento y conoce a la madre superiora, la hermana Miriam Ruth. En ella encuentra mayor empatía pues se confiesa también propensa al consumo de la nicotina. Y, al evocar a la monja que le diera tan poco entusiasta bienvenida al convento, la superiora afirma: “La hermana Margarita podría asustar a la misma reina Isabel”. Una vez más, recordándonos que en estas tierras tan al norte del continente americano y, así les duela en lo más profundo a los francocanadienses nacionalistas, quien desempeña el rol de “jefe de Estado” (de forma simbólica, casi decorativa) es Elizabeth Alexandra Mary Windsor. Se plantea el misterio de esta pieza de teatro convertida en cine: ¿cómo logró la hermana Agnes embarazarse en un convento? y ¿por qué razón estranguló a su bebé recién nacido? Ya lo dijeron antes los del juzgado: a pesar de vivir en el Quebec de la post-Revolución Tranquila, nadie quiere ver en la cárcel a una monja y la psiquiatra debe justificar ante el juzgado esa conmutación de una pena dentro de una prisión.




Desde su primera entrevista, se da cuenta de que esta Agnes de Dios (variación aposta del latín Agnus Dei) es una ingenua, una ignorante de muy poca educación formal. O tal vez una mística, una visionaria. Agnes encarna la delgada línea entre el fanatismo y la locura. Tras esta primera y corta entrevista, la doctora Marta se sube al coche. Un mensaje bilingüe en la radio refleja la unión armónica entre el inglés y el francés. En realidad, una invención repetida sólo al exterior de Canadá. Esta alternancia entre el inglés y el francés en una sola estación radial no ocurre fuera de la ficción porque para eso las hay en un idioma y en otro y ninguna se mezcla con la otra. De lo contrario, les podría dar un patatús a sus radioescuchas. Respetemos las famosas “dos soledades”, por favor.
Marta va a ver al padre Martineau (Gratien Gélinas), el confesor de las monjas y además del principal sospechoso de haber embarazado a Agnes por ser el único hombre con acceso al convento. Aquí se ve la iglesia de la Santa Familia en Boucherville, Quebec, una ciudad fuera de la isla de Montreal, en la llamada Ribera Sur. Ésta es una locación casi idéntica a una que conocí tal vez demasiado bien: la de la parroquia de Ville Saint-Laurent. Ambas tienen una rotonda con una estatua dorada de Jesús o de María, la iglesia frente a ésta y la casa del párroco a un costado. De nueva cuenta a la doctora Livingstone la recibe una mujer francófona de malas maneras (para mayor francofonía, France Arbour en su debut cinematográfico): “Una visita para usted. Una inglesa”. Sí, “una inglesa” porque, ya se sabe, todo el que habla la de Shakespeare como lengua materna en el francés de Quebec es un “inglés” o una “inglesa” aunque no hayan nacido ni crecido en Inglaterra. Cualquier duda queda despejada al ver al padre Martineau: un venerable anciano que muy apenas puede caminar. Difícilmente podría preñar a una monja joven. Queda inmediatamente descartado como el posible padre del bebé de Agnes. Marta va a visitar luego a su madre en un asilo que se encuentra en una ladera del Mont Royal porque, a lo lejos, de una de las ventanas, mientras la anciana ve las aventuras animadas del Hombre Araña en la tele, se divisa la cúpula del Oratorio San José. La madre parece padecer de demencia senil. En una líneas del libreto, convenientemente convertidas en explicación, se devela el pasado de la doctora: casada con un “francés” (en realidad, un quebequense), víctima de un aborto y aún hoy sufriendo la muerte de su hermana, fallecida después de consagrarse a Dios.
Tras otro diálogo, esta vez con la superiora, Marta se dirige a la entrada de una comisaría. No sé si esté viendo visiones, pero el edificio de la misma me recuerda demasiado al pabellón Athanase-David de la Universidad de Quebec en Montreal. A ese pabellón me vi obligado a ir algunas veces en los 9 años en que trabajé en dicha institución educativa. La doctora Marta está ahí para recoger el expediente policial de Agnes. En el contraplano, durante el cual lo recibe de manos del detective Larry Langevin, se aprecia la calle Saint-Denis y los restos de Saint-Jaques (Santiago), la primera catedral de Montreal (por cierto, destruida casi totalmente en un incendio a la mitad del siglo XIX). Tales restos fueron incorporados a otro pabellón de la UQÀM, el Judith-Jasmin. No es mi intención evocar aquí los 9 años transcurridos en esa casa de estudios (cómo olvidar las vuvuselas de los días de levantamiento de cursos o el emocionante motín del 8 de abril de 2015). Más bien, me recuerdo que ahí fue donde más tiempo trabajé de forma más o menos ininterrumpida.



De aquí en adelante, me digo, habrá menos locaciones en la capital cultural de Canadá. De aquí en adelante, se le dará prioridad al convento cuya identidad fuera de la ficción es la de la Academia Rockwood, en la provincia vecina de Ontario. Porque, conforme la cinta avanza, las escenas en Montreal se van haciendo escasas. La doctora pasa más tiempo entrevistando a Agnes para tratar de llegar a una verdad escurridiza. Nuevos indicios se descubrirán. Como la relación entre la noche de la concepción y la muerte de una de las hermanas. Emerge el pasado de abuso que durante su infancia sufrió Agnes, paralelo terrible con la de la actriz que la interpreta ya que Meg Tilly confesó hace no muchos años el abuso sexual sufrido durante la misma etapa vital por parte de su padrastro. Aunque no se ha abandonado la ciudad del todo. Marta tiene un encuentro con un cardenal ni más ni menos que en la actual catedral de Montreal, la consagrada a la virgen María como reina del mundo. El rol es intepretado por el actor Gabriel Arcand, hermano de Denys, el internacionalmente famoso director quebequense. De hecho, unos meses después los hermanos trabajarían juntos: uno frente a la cámara y el otro detrás. Esto en la celebérrima La decadencia del imperio americano (86). Unos años después, Denys hablaría también de religión en otra de sus películas más premiadas: Jesús de Montreal (89). El cardenal, quizás demasiado joven para su alta jerarquía dentro del organigrama católico-montrealés, saca a la luz el pasado de Marta por el cual, según él, la doctora no puede ser del todo objetiva frente al caso de Agnes.



Marta aplica las argucias más simples y manidas del psicoanálisis para sacar a la luz los traumas de Agnes. Más información logra extraer la doctora cuando una hermana chismosa le aconseja echarle un ojo a los archivos del convento y ahí descubre que Miriam Ruth es la tía de Agnes. Al ir a hablar otra vez con el detective, él está interrogando en francés a una chica punk quebequense sobre su edad. A pesar de ser la chamacona de pelos parados menor de edad, le pasa un cigarrito y le ofrece otro a Marta. Por la familiaridad entre los dos, pareciera que el detective Larry Langevin (Winston Rekert) y Marta tuvieron sus quereres en el pasado. De vuelta en su departmento, las noticias televisadas y sensacionalistas sacan, para ilustrar su nota, una foto de Agnes. Mientras tanto, la doctora vuelve a escuchar sus mensajes. La contestadora grabó la voz de un periodista de The Gazette de nombre Jean Martin (se quebraron la cabeza para ponerle el nombre a este periodista ficticio, por cierto) que se ha comunicado con ella para solicitarle una entrevista. El detective también deja su mensaje en la contestadora. Llamó para decirle que ninguna otra monja tenía un bote de basura en la celda. Otra pista para resolver el enigma. Una vez que el juzgado le da permiso para hipnotizarla, vendrá la pièce de resistance de este bocado (¿bocatto di cardinale?) de película. Cuánto latinajo.


Durante estas secuencias climáticas, Miriam Ruth representará a los creyentes y Livingston, obvio, a los escépticos. Aunque antes entablan un diálogo enternecedor en un templete que no le pide nada a los que se echan Anthony Hopkins y Jonathan Pryce en Los dos papas. Tras una sesión de hipnosis algo decepcionante (pues en lugar de dar más respuestas, se abulta la lista de preguntas), se muestra la calle Saint-Denis con el antiguo campanario de la catedral Saint-Jacques de fondo y algunos restaurantes en primer plano. De ahí iremos a la fachada del antiguo edificio de la Bibliothèque nationale (ahora albergada en un edificio mucho más moderno a unas cuantas cuadras). Quienes salen de ahí, tal vez dos jóvenes estudiantes de historia de la UQÀM, van enfrascados en un diálogo en francés donde se mencionan las palabras “Quebec” y “Montreal” si es que los espectadores más despistados no se habían dado cuenta de dónde transcurre la trama. La intención de Marta consiste en obtener un plano del convento. De esa forma, descubrirá la existencia de un pasadizo. Más bien, un túnel subterráneo y olvidado que en otra época se utilizaba para evitar el frío y la nieve durante el invierno. Oculto detrás de una estatua de San Miguel Arcángel y pasando por tumbas de las hermanas muertas, el túnel la lleva a un granero. Luego de que llega al lugar suspira y asiente como concluyendo: “aquí no hubo ninguna concepción inmaculada ni milagrosa”.



A continuación, las campanas de la catedral de Montreal resuenan y la cámara muestra algunas de las estatuas de su fachada, hechas en imitación a las de San Pedro en el Vaticano. De un costado del edificio, mostrando al fondo la Place du Canada, sale un par de monjas y camina por una calle animada, más característica del este que del oeste. La geografía de la ciudad da un giro inesperado, al estilo del bodrio titulado Robando vidas, y de repente pareciera que el par de monjas ha hecho un largo recorrido a pie hacia las faldas del Mont Royal para cruzar ni más ni menos que la avenida Union, muy cerca la estatua de la Reina Victoria que se halla sobre la calle Sherbrooke (la cual corre perpendicularmente con respecto a la avenida). Victoria en su trono, esa misma figura que les da la bienvenida a los visitantes del pabellón de la escuela de música de la Universidad McGill. Una de las monjas, en la que ya adivinamos los rasgos de Anne Bancroft, tal como lo hiciera Jane Fonda al inicio de la película, le marca el alto a un automovilista para que las deje pasar y él sólo puede reaccionar con el cláxon. Ya van dos infracciones de tránsito en lo que va de esta película. Pareciera que todo mundo en esta ciudad suele atravesar las calles por donde no debe. No hay cerca ningún estricto agente de tránsito que las multe y, cuando terminen de cruzar, las monjas entrarán al edificio marcado con el número 2085 (ahí todavía no parecen haberse instalado las oficinas de una aerolínea de Argelia) y en el elevador se toparán con una mujer que aprovechará el lapso vacío para pintarse los labios. Sin ninguna consideración a la secretaria de Marta, Miriam Ruth se anuncia como el general McArthur (qué mal chiste) y le exige a la doctora abandonar el caso de Agnes. Aunque Marta no tiene la mejor vista desde su oficina (si ésta girara un poco más al este tendría el privilegio de mirar todos los días el Mont Royal), sí caben en esa ventana varios de los edificios del centro. Entre ellos, el de Place Ville Marie (nombre antiguo de la ciudad que, cuando se filma la película –entre octubre de 1984 y enero de 1985–, acaba de cumplir 342 años).



Tras este desencuentro y una escena de patinaje artístico al exterior con las monjas, se lleva a cabo la ceremonia de aceptación en la orden religiosa de una novicia. Lo anterior se muestra en escenas alternadas con una discusión entre Marta y el juez. “Demain, sans faute!”, le advierte el hombre ante el alegato de que tendrá pruebas de que alguien más mató al bebé. Una vez puesto el hábito de la nueva monja, va corriendo con su familia. Se le dan las felicitaciones y ella los deleita con una canción en francés, mientras el padre Martineau se echa su copita de anís. Llega Marta a aguarles la fiesta y a solicitar otra sesión de hipnosis con Agnes, permiso del juez en la mano. La próxima sesión (además de revelar el convencimiento de Agnes sobre esta otra inmaculada concepción y dar a conocer de que en realidad sí fue ella quien estranguló al bebé) terminará de forma bastante sangrienta. Con estigmas y todo. Ante la confesión de la joven monja, se escucha un coro angelical que lleva al espectador de regreso a unas nubes que dejan pasar unos rayos de luz, los cuales se podrían calificar con el adjetivo de “celestiales”. Todo lo anterior sobrevolando la lejana cima del Mont Royal. Corte a la fachada del edificio Ernest-Cormier para que el juez declare a Agnes no responsable de sus actos y le permita regresar al convento bajo la supervisión de sus hermanas en Cristo Jesús. Pareciera que la monja acusada tiene algo que decir, pero sus palabras se descartan como las de una mística-loca (Hildegarda de Bingen, Juana de Arco y Teresa de Ávila en una y todas redivivas), hasta que el juez exige sacarla del juzgado, mientras se asoman las lágrimas en los ojos de la doctora Marta Livingston. La voz de Jane Fonda nos regala una conclusión ambigua en la que la respuesta final (la identidad del padre del bebé de Agnes) no puede ser revelada y la cinta por fin cierra con la joven monja en el campanario, cantando y observado un par de palomas que, esperemos, no la dejen embarazada otra vez. Adiós de nuevo a esta urbe cinéfila. Llena seas de gracia, antigua capital de los cien campanarios.


Agnes de Dios (Agnes of God, 1985). Dirigida por Norman Jewison. Protagonizada por Jane Fonda, Anne Bancroft y Meg Tilly.