Ah, los años 80. Qué nostalgia. Entonces no había internet
ni blogs ni redes sociales y, por eso, uno sí salía a jugar a la calle. Qué
bonito se siente recordar. Así de bonito debieron sentir en los 80 sobre otra
década (los 60) los papás que veían Los años maravillosos en la tele. Y,
en el futuro, de alguna otra época pasada se sentirán nostálgicas las
generaciones venideras. Ah, qué retepreciosos eran los 80. Si no me creen,
pregúntenle a la ola de series televisivas y películas que explotan sin pudor
el fútil anhelo de recrear aquella época con referencias tan constantes como gratuitas
a canciones, filmes, juguetes, tendencias, marcas, costumbres, modas, etcétera.
Ah, los hermosos años 80. Nada de Avengers y sus filmes de larga
duración. En ese bello entonces el cine sí era mucho mejor, ¿verdad? Según Pat
Benatar (ícono del pop-rock de la multicitada década), no. No todas las
películas eran buenas. De lo contrario, antes de cantar su éxito “Invincible”
no diría que la que pretendo reseñar a continuación es la peor de toda la
historia. No la vi en el cine, no. Más bien, fue en el cable. Ahí, más o menos
por el año 87 u 88, la pasaban todo el tiempo a través de una compañía
entonces bautizada como Telecable de La Laguna, compañía que, por cierto, en
los 80 se bajaba por la libre las señales de los canales gringos más cotizados
(HBO, Cinemax, Showtime, etcétera). Qué pillines los “magnates” laguneros de
los 80, ¿no?
Dos Slater
La trama de la película me ubica como espectador en la
insigne ciudad texana de Corpus Christi. De repente se detonan en mi cerebro
recuerdos ya muy lejanos de esa zona del estado fronterizo de la (des)Unión
Americana. No sólo la mentada localidad sino además otras del sur de Texas:
Laredo, McAllen, San Antonio, Brownsville, Galveston y, sobre todo, la Isla del
Padre. De vuelta a la realidad ficticia del cinematógrafo: aparece, como si se
tratara de una incursión proveniente de un mítico entorno grecorromano, la
manzana roja de la discordia. La cámara sigue una motoneta color carmesí y
resuenan las palabras y las notas de una estación de radio local. Nos hallamos
del lado de la basura blanca. En esta zona bastante chafita no escasean las
casas rodantes o de paredes muy descascaradas. El dueño de la motoneta es un
Christian Slater puberto: quince años, complexión en extremo delgada, cabellera
rubia teñida y rostro repleto de espinillas. Afuera de su vivienda, trajina y
se cambia de ropa otra Slater, Helen —quien se diera a conocer como
protagonista pionera del “universo” de los cómics DC de superhéroes en otro
bodrio ochentero titulado Superchica (1984) y esto muchísimo antes de
que el mundo supiera de la existencia de Gal Gadot, Capitana Marvel o de
algo tan raro como la “inclusión”. Pero, aunque el muchachito (imberbe actor)
viera como un signo del destino el que compartiera apellido con su
coprotagonista, aunque muchos fanáticos de lo ochentero hasta la fecha piensen
que el arte imita a la vida y que estos hermanos de la ficción deberían serlo
además de la realidad, Christian y Helen Slater no son parientes. Nunca lo
fueron. Oh, maldita decepción.
Boys will be boys
Los hermanos Davy, Binx (Slater 1) y Billie Jean (Slater 2),
montan la motoneta roja mientras los sigue un coche de viejo modelo —otros
nostálgicos, pero éstos de los 50 o de los 60. La película no pierde tiempo
para posicionar a Helen como el objeto del deseo. Estallan constantes aullidos
lobeznos de los del coche alternados con sus risitas mamonas. Boys will be
boys, pareciera indicarnos el director de este bodrio. El acoso se vuelve
intolerable cuando paren en una cafetería y los restos de una malteada terminen
en la cara del Hubie (Barry Tubb), el acosador principal del grupo de neander-tales
por cuales. Así, con el malteadazo en la jeta, se les da fin a los créditos de entrada
y a la música. Sin embargo, la cosificación de Billie Jean alcanzará su cénit
instantes después cuando se quite el vestido y se dé un chapuzón en un estanque
con eso de que “hace tanto calor”. A Slater 2 sólo la cubre la parte de abajo
del bikini y una ombliguera. Los acosadores no se dan por vencido y, quizás tan
sucios como la mente detrás de esta cámara, se aproximan al estanque con tal
premura que no termina de detenerse el coche y ya su conductor se bajó del
mismo. Le toman fotos a la ombliguera mojada de Billie Jean, juegan con la motoneta
de Binx y, al final, se la roban. Previsiblemente los dos jóvenes amedrentados son
hijos de una madre soltera que, mientras se prepara para una cita amorosa,
reprende al menor por gastar tanto dinero en un vehículo que luego le iba a ser
robado por unos matones clasemedieros. Corte a la persona que más triunfó escasos
años después de esta bazofia, sobre todo por haberle dado su voz a Lisa Simpson
durante ya 30 años: Yeardley Smith. Yeardley encarna a Putter que, junto con
otra amiga-vecina de Billie Jean de nombre Ofelia (Martha Gehman), ve en la
tele una especie de videoclip y las dos hablan, como buenas adolescentes, del
tamaño de las tetas.
Patada en los blanquillos
A diferencia de su hermano, Billie Jean (de ahora en
adelante, BJ) no se quiere dejar vencer. Ni desea hacerse justicia por su
propia mano. Queda claro que ella es la protagonista de esta historia, si es
que no lo había quedado ya con el título de la película: La leyenda de
Billie Jean (The Legend of Billie Jean, 1985). A modo de paréntesis,
habría que decir que el título es la versión femenina de otra leyenda, la de
Billy the Kid, el forajido adolescente. Éste, sin embargo, del siglo XIX. Me
adelanto. Lo de los jóvenes forajidos se aclarará un poco más adelante. Ya que
Ofelia es la única del sector a la que el papá le presta el coche, las dos amigas
la llevan a la estación de policía para denunciar a Hubie. Ahí se encontrarán
con el acento texano de Peter Coyote quien se ubica todavía un poco lejos de
los enredos eróticos en los cuales se involucrará con Emmanuelle Seigner en la Luna
amarga (1992) de Polanski. Para eso faltan siete años. En el presente caso,
Coyote prefiere no involucrarse. Según el detective, Hubie sólo deseaba llamar
la atención de BJ por ser ella “una chica muy bonita”. Le pide que le llame por
teléfono si no devuelven la motoneta en un par de días. Como si resonaran en su
mente las palabras del detective, BJ regresa al terreno de remolques para
encontrar la motoneta destruida y a su hermano, golpeado —aunque en el quincea-ñero
el maquillaje de la sangre y los moretones no parezcan nada convincentes. Junto
con Ofelia, a la mañana siguiente, van los tres a la tienda del padre de Hubie,
el señor Pyatt (Richard Bradford). BJ le presenta al junior Hubie una factura
por la posible reparación de la motoneta. Ante su poca disposición para reparar
el daño, lo patea en los huevos. En un principio BJ piensa que el padre
resultará más sensato que el hijo, hasta que aquél le pide subir a la parte de
arriba de la tienda donde no sólo no le da el dinero sino que además trata de
abusar de ella. Degradada la situación a tal punto, los chicos serán acusados
de robar por Pyatt y Binx le disparará accidentalmente al cretino con su propia
pistola. Todos (ahora se les suma Yeardley-Putter) empacan las maletas y salen
huyendo de la insigne ciudad de Corpus Christi. Durante el trance, resulta
imposible ignorar el póster en el cuarto de Binx: el de una muchacha esquiadora
en bikini disfrutando de las pistas nevadas de Vermont, lugar idealizado por él.
El detective Coyote visita la tienda del hijo de puta del señor Pyatt —Pyatt
Sr., se entiende, y no su hijo. Afuera ya hay una multitud playera y morbosa
atraída por la noticia del tiroteo. Abundan copetes, bigotes, lentes marca Ray Ban,
hombreras abultadas y cabello tieso de tanto rociárselo con el espray Aqua Net. Ah, qué preciosos
los 80. Los cuatro forajidos adolescentes pasan la noche en un golfito
abandonado. Allá afuera empieza a darse un retorcido juego mediático en el cual
las estaciones radiofónicas están hablando constantemente de ellos. Cómo se ve
que en Corpus Christi no hay muchas noticias de relumbre. “¿Por qué no nos
vamos a Vermont?”, sugiere Binx, “nadie nos va a encontrar ahí”. Ojo con el
chavillo jairoso pensando en la muchachona de su póster y de seguro albergando
intenciones chaqueteras. Ofelia replica: “Ni siquiera tenemos gasolina
suficiente para salir de Corpus”. Ante la sugerencia de robar el dinero para el
combustible, BJ afirma que no son ladrones. Son fugitivos, pero no ladrones. Dentro
de una tiendita de gasolinería, empiezan a ser reconocidos y sus nuevos
admiradores les pagan el mandado: puras Cocas y papitas. Se da el
reconocimiento por la primera plana del periódico local. A lo largo de la trama
no se explica cómo, de un día para otro, el rostro de BJ aparece ahí. Habría
que considerarlo como una de muchas licencias poéticas. Aunque la utilidad del
artículo periodístico estriba en que así los forajidos logran enterarse de que
el señor Pyatt no está muerto, únicamente herido. BJ habla con el detective
Ringwald (¿será papá de Molly?, qué mal chiste). Ella sólo quiere que el hombre
les dé el dinero a deber por el destrozo de la motoneta. “Lo justo es lo justo”,
se convertirá en su eslogan de reivindicación social. Para cuando va a verlo el
detective Ringwald-Coyote, el codicioso señor ya está empezando a capitalizar
con la imagen de Billie Jean, la forajida.
El mal(l) de los 80
Pasamos a una de las escenas cumbres de la película por
transcurrir en el lugar más importante de la vida social del adolescente gringo
promedio de los años 80: el mall. Ahí se ha acordado entregar el dinero,
a pesar de las protestas airadas del señor Pyatt. Ahí, en el absorbente y
apetitoso centro comercial, en el otro testimonio de la época que envidiarían recrear
los artífices de una serie como Stranger Things. Dentro de una
juguetería, los chicos-banda se roban unos woki-tokis marca G.I. Joe, pero con
tanta decencia que dejan un pagaré que semeja estar escrito por niños de cinco
años. Igual sucede con unas pilas. No así cuando Binx tome “prestada” una
pistola de juguete. Me someto ahora a un enfoque de la parte central de la plaza
comercial. Más hombreras, bigotes, pelo esponjado con crepé, ratas de mall
(claro) y uno que otro vaquero texano. Hay un merodeo y juego de espías por
parte de dos imitadores de Tom Selleck en Magnum P.I. —nada de camisas
hawaianas, sin embargo— cerca de las escaleras eléctricas ornamentadas con una
fuente de cascada, plantas y hasta azulejos de flores. BJ realiza su entrada
triunfal bajando de las escaleras eléctricas y ataviada con un atuendo que
pondría verde de la envidia al Boy George de entonces. Nomás faltaría que le
cantara al abusón Pyatt “Do You Really Want to Hurt Me?” Podrá la chica ser
muy basura blanca, pero de que sabe de moda contemporánea, sí sabe. Ante las
amenazas de Pyatt, su actitud lasciva y displicente, así como el sorpresivo
junior saltarín detrás de las plantas, ella se da cuenta de que le tendieron
una trampa y, a ritmo de rock ochentero, sale huyendo —no sin antes volverle a
dar otra patada en los huevos a Pyatt Jr. para deleite de algunas pubertas ratillas
de mall. Varios amigos del joven pateado en los testículos y el par de policías
imitadores del bigote de Tom Selleck van detrás de ella. Se despliega la
corretiza frente a varias tiendas de ropa que se ve interrumpida cuando BJ vierta
de su mochila unas canicas (objetos que a las generaciones “mileñials” les
parecerán sacados de la prehistoria) y los perseguidores tropiecen frente a una
joyería y no muy lejos de la esquina de la moda cutre para señoras. Es decir,
la elegantísima boutique Casual Corner. Finalmente Binx les corta el
paso en el estacionamiento y amenaza pistolonamente al detective Ringwald quien,
por cierto, hizo muy poco para evitar que la situación empeorara y lo único que
demostró fue su increíble capacidad para correr sin tropezarse con las peligrosas
canicas. La huida se remata gracias a la destrucción de una de las agujas del aparcamiento.
Corte a una serie de entrevistas para la tele donde jóvenes testigos oculares
de la loca corretiza confiesan su admiración por Billie Jean Davy: un niño
cuatro-ojos que habría sido el deleite de los directores de casting de la
citada Stranger Things o de la película de horror Eso: Capítulo 1,
una muchacha de blusa con hombreras (obvio) y portadora de aretes triangulares
que combinan con aquella prenda en restos resplandecientes de una bola-disco
setentera, un güero copetudo cuyas dotes de histrión son paupérrimas por decir
lo menos (“Billie Jean, te amo. ¡Mua, mua!”). A estas alturas ya BJ no
únicamente es un fenómeno de la radio o de los periódicos. Su notoriedad ha traspasado
las fronteras hacia el territorio de la todopoderosa televisión. Aquí decimos
adiós al centro comercial Sunrise de la insigne ciudad texana de Corpus Christi
donde se filmaron estas desopilantes escenas. Como muchos otros templos del
capitalismo rampante de los Estados Unidos, ha quedado abandonado y muerto como
así da cuenta en este video de YouTube Dan Bell, un experto en malls
dejados a la mano de un dios capitalista que se mudó impíamente al universo cibernético.
Santa Billie-Jean de Arco
Recorriendo un vecindario que el actual presidente de México
calificaría en su muy pintoresco léxico de “fifí”, nuestros héroes deciden
entrar a una mansión que semeja estar sin habitantes para así hacer rapiña del
inmenso refrigerador. Los incautos no saben que se encuentran bajo la mirada voyerista
de alguien encerrado en una habitación con monitores de seguridad. Pronto este
filme de fugitivos adolescentes se torna en uno de horror no muy distante de las
famosas slashers de aquella década, como Halloween, Viernes 13
o Pesadilla en la calle del infierno. BJ entra a un cuarto repleto de
parafernalia no tanto de tales cintas, sino de las del viejo horror, las del
“universo” que el pobre Tom Cruise no logró resucitar con su fallidísima-en-todos-los-sentidos
La momia, las de Frankestein, Drácula y el Hombre Lobo. Pronto un
monstruo de ésos (más perro-hombre que licántropo) se le aparece y la ataca con
fingidas dentelladas. De inmediato se lo descuenta y, detrás de la máscara, BJ descubre
a Keith Gordon, actor que en los maravillosos años 80 se hallaba recostadito y
muy campante en los cuernos de la luna (recuérdense All That Jazz, Vestida
para matar y Christine, por dar tres ejemplos). El Ricky Ricón es un
frustrado director de cine que, además, ya sabe quiénes acaban de meterse a la
casa de sus papis. Esto resulta premonitorio porque si a algo se dedica hoy Keith
Gordon es a la dirección. En este rol ha colaborado con series como The
Killing, Dexter, Fargo y Homeland. Casualmente, en las
noticias, sale el señor Pyatt jugando al juego de la brecha generacional. Ya se
sabe: “esta juventud tan descarriada, estos tiempos tan violentos que corren,
qué horror, los jóvenes no son como nosotros éramos antes, cuánta rebeldía”. Y
más blablablá. BJ se percata de cómo se tergiversan los hechos en los medios de
comunicación. Siente que no cuenta con una voz potente a través de la cual
defenderse de la imagen falsa que le acaban de construir. Lloyd (Gordon) cambia
el canal a una de las escenas climáticas de Santa Juana (1957), película
de Otto Preminger basada en la obra de George Bernard Shaw con Jean Seberg en
el papel central. “¿Es niño o niña?”, espeta Putter en otro parlamento
chistosísimo. Cuando los chicos le preguntan en conjunto quién es esa mujer
pelona de la tele, reciben una cátedra sobre Juana de Arco por parte de Lloyd
que culmina con su defenestración (la de Lloyd, claro) para en realidad
desplomarse, deslizarse por un tobogán y darse un chapuzón en la albercota de
sus papás. BJ en cambio tiene una epifanía durante la escena de la quema de
Juana. De explotar el cuerpo de la mujer joven como objeto para ganar dinero,
esto se va convirtiendo en un alegato feminista. Conversión digna de Saulo de
Tarso por parte del realizador Matthew Robbins. BJ se corta el pelo a lo Juana
de Arco (más bien, a lo Pat Benatar, estilo punk y todo) para dar un
mensaje a la nación gracias a las habilidades de Lloyd, armado con su cámara
Betamovie. Además, BJ se ha cambiado de atuendo para demostrar de nueva cuenta
que es una experta en moda ochentera. Una vez lista la cinta, Lloyd les propone
llevárselo para fingir que es su rehén. Mayor atención recibirán cuando sus
padres fifiescos se den cuenta de que ha sido secuestrado por los chicos malos
de Corpus Christi. La importantísima cinta Betamax con el mensaje de Billie
Jean —primordial para ella ya que busca dar su versión de los hechos— se le
confía a un niñito pelirrojo y cachetón de caireles que podría ser el hermanito
menor de Frank, el de Parchís, y que va a la comisaría para entregárselo a
Ringwald. Yo me pregunto qué habría sucedido si este niño decide no llevar la
cinta o, peor aún, si se le pierde en el camino. Tal vez algo muy bueno: se
terminaría la película. Eso no trasciende a un plano mayor porque los chicos
rebeldes hicieron copias (¡ah, qué vivillos!) y los medios de comunicación
transmiten el contenido de la cinta ante los ojos azorados del detective
Ringwald, varios policías tomselleckianos y allá abajo, casi en el suelo, el
enano pelirrojo. “Usted es un patán, señor Pyatt” y “¡lo justo es lo justo!”
destacan estas frases entre todo lo dicho por la chava ahora pelona. La
multitud de mall, con los ojos pegados a los monitores exhibidos en el
escaparate de una tienda de electrónica, la corea y la imita levantando los
brazos en esta deformación ochentero-mediática de las luchas por la justicia
social. De esta forma BJ se granjea un número bastante considerable de fans. La
visión del mensaje se interrumpe con la mala noticia de que los forajidos tienen
un rehén. Paso seguido, baja de un helicóptero (para que no quepa duda de que
se trata de un ricachón) Dean Stockwell quien interpreta el papel del papá de
Lloyd, participación coetánea a algunas de las suyas más memorables durante esta
época: en París, Texas primero y después en Terciopelo azul.
Qué infantil el maltrato infantil
Como Papá Stockwell resulta ser el fiscal de distrito,
ofrece diez mil dólares por el hijo cautivo. En la playa otro padre ya ha
erigido una estatua de papel maché, la giganta de Billie Jean, para atraer más
clientes. Ahí el señor Pyatt vende todo tipo de mercancía alusiva a nuestra controvertida
heroína: fotos, carteles, cachuchas, camisetas, frisbis, recuerdos. Se dan recriminaciones
entre Pyatt, el detective Ringwald y el papá rico. Tras esta sesión agotadora
de mansplaining, la banda de forajidos y su falso rehén llevan a cabo la
obra buena del día: ayudan a un niño maltratado gracias a que un puñado de escuincles
pecosos los conminan a ello. “¡Billie Jean, me escaparía contigo cualquier día!”,
chilla a lo lejos un huerco precoz. Del suelo, como duendes de cuento de hadas,
pululan chamacos con playeras marca Nike, otros con la silueta del estado de
Texas, uno con la de algún equipo deportivo local, por allá hay otro luciendo
el famoso corte de pelo mullet. Al fin arriban al sitio indicado por la
turbamulta de peques. BJ —sudor en el cuello, camiseta sin brasier y pantalones
de mezclilla anchos y fajados por arriba de la cintura— entra en la casa para
rescatar al menor maltratado. El padre briago trata de oponer resistencia. Pero,
al comprobar por el gentío menudo de afuera de que esta chica sí es la famosa Billie
Jean, recula. Todo termina en una celebración. Qué forma de banalizar el
maltrato infantil. En fin. Por lo menos, la leyenda de Billie Jean sirvió para
algo bueno, fuera de captar la atención inane de los medios hambrientos de
malas noticias. En segundos la buena acción se revierte contra ellos: un caza-recompensas
barbón, de no discretos mofletes, novia bocona y sombrero vaquero les dispara y
los persigue a bordo de su camioneta en la secuencia de persecución más chafa
de la historia del cine. Si estuvieran muertos (uno de verdad y su obra en el
olvido), William Friedkin y Contacto en Francia se revolcarían en su
tumba. Los chicos salen indemnes, aunque la primera menstruación de Putter les
hace pensar lo contrario por un momento. “¡Ya era hora!”, exclama la voz de
Lisa Simpson ante el sangrado. Qué perturbador. Este tipo de temas nunca serían
tratados en Los Simpson. Resignación, queridos espectadores. Si tomamos
en cuenta que Yeardley Smith era una veinteañera interpretando a una niña de
catorce años, tal vez sí pueda disfrazarse como verosímil esta escena. A tanta
emoción se le saca el mayor provecho cuando anochece y Lloyd le da un beso en
la boca a Billie Jean. La pasión entre ellos es tanta que al siguiente día se
olvidan por completo de sus cómplices y la policía pesca dormidas a Ofelia y a Putter.
Ante la pregunta de dónde está BJ, Ofelia le responde a Ringwald: “¡En todas
partes!” Así de poderosa se ha vuelto su leyenda. En un club campestre Binx trata
de robarse un coche puesto que ahí, en territorio mirreyesco, les parece más
justo hacer una jugada al estilo de Robin Hood. Otra persecución chafa se
genera, esta vez a pie. BJ, Binx y Lloyd se separan. Una admiradora de Billie
Jean —un clon de ella en realidad, con el mismo corte punk de pelo— la
rescata. Pronto veremos atónitos una serie de arrestos de clones de BJ que
afirman ser ella, todo seguido de una confrontación de la cachetada (literalmente)
entre Putter y su madre en la que la-niña-convertida-en-mujer también va a
cortarse el pelo como su amiga y su ejemplo a seguir. En la carrera de relevos
entre un modo de transporte y otro para evadir los retenes policiacos (todos
esos modos de transporte proporcionados por sus fieles seguidoras), al fin suena
“Invincible” de Pat Benatar. BJ halla a su hermano y a Loyd en el
golfito abandonado. Casualmente el detective Ringwald decide revisar el coche
de Ofelia y encuentra ahí unas pelotas procedentes del mismo lugar —suena mal
lo de “las pelotas procedentes del mismo lugar”, pero no hay otra manera de
describirlo. Paso seguido, Ringwald va al golfito a gritarle al viento (y a
quienes lo estén escuchando ocultos entre la choza del caddy y los
castillos de caramelo en miniatura) una oferta de intercambio por el supuesto
rehén. Todo se encamina hacia la climática secuencia final, una que no le pide
nada a la de Santa Juana de Preminger.
Noche de quema y purga playeras
La sinuosa y aventurera trama me conduce de vuelta a la playa
donde se ubica la tienda del señor Pyatt. Tanta persecución para volver al
principio, dirían los adoradores de una película como la ya no tan nueva de Mad
Max (2015), la de Fury Road. Un avión planea los cielos con el
anuncio de “¡vamos, Billie Jean!”. Una multitud se halla expectante ante la
posible aparición de su ídola. Un ejército de agentes de la policía se apresta
para ir al lugar acordado. El radio chilla por todo lo alto: “¡Ven, Billie Jean,
éste es tu día!” Ofelia y Putter son recibidas por la multitud como estrellas
de cine —la última, blandiendo su nuevo corte de pelo, aunque en realidad sea una
peluca porque Yearley Smith se rehusó a cortárselo. Ya es demasiado el suspenso
y demasiado inverosímil el fenómeno mediático causado por un asalto pedorro a
una tienducha de playa. Delante de un sol poniente (aunque en escenas
inmediatamente anteriores pareciera que el reloj marcaba el mediodía), aparecen
Lloyd y una BJ sin curvas. En realidad, se trata de Binx disfrazado de su
hermana como si el cabello corto bastara para confundirlos. El Christian Slater
travestido camina apuntándole con la pistola de juguete a su rehén falso.
Mientras tanto, la verdadera BJ ya se ha mezclado con la multitud gracias a que
lleva puesta otra peluca, una de rizos castaños. Nadie nota sin embargo cuando
se sube al vehículo que transporta la motoneta nueva (el detonante de todo este
mitote) y la devela para mostrársela a su hermano travesti. Igual sucede cuando
Hubie burla la vigilancia de la valla de policías, va corriendo hasta la falsa
BJ y descubre el hilo negro: “¡ésa no es Billie Jean!” No, atorrante observador
y homófobo, dan ganas de gritarle, es su hermano enfundado en un vestido, con
pestañas postizas y colorete en los labios para confundirlos a todos excepto a
muchacho tan listo. Nomás faltó que alguien llegara con el delator Hubie y lo
pateara en los huevos por tercera vez. Binx le apunta para callarlo, suena un
disparo contra él y la multitud se vuelve loca. También BJ que, a pesar de los
manotazos y cabezazos que da contra los policías, no se le cae la rizada pelucona.
De la nada anochece. Una ambulancia se lleva al muchachito que, sabemos de
antemano, no se va a morir por esa bala (esto es Hollywood al fin y al cabo).
Cansada de perseguir la ambulancia donde trasladan a su hermano porque quizás
intuye que nunca la va a alcanzar, una llorosa BJ se quita la peluca y avista a
lo lejos el puesto capitalista del señor Pyatt. Se oyen otra vez las notas de “Invincible”
para darle paso a esta dramática confrontación final. De nueva cuenta la
heroína y el villano se ven rodeados por una multitud. Abundan los carteles con
el rostro de Billie Jean rematados por el “se busca” y la recompensa de diez
mil dólares. Pyatt le ofrece el dinero de la motoneta destrozada. “¡¿Quién pago
por ella?!”, pregunta BJ. El papá de Lloyd interviene y afirma que él lo hizo.
De todas maneras, Pyatt le da un rollo de billetes a la joven. A continuación, BJ
denuncia ante todos el intento de abuso sexual del hombre. Hasta Hubie pone
cara de asco. El intercambio verbal termina, en dignísimo homenaje a Los
Simpson, con otra patada en la ingle (ahora sí al papá y no al hijo) y lanzamiento
del rollo de dinero en la jeta. Con tan buen tino que, al derribar una hilera
de focos de colores, el puesto empieza a incendiarse sin que nadie le ayude al
cerdo de Pyatt, ni siquiera su hijito Hubie. Billie Jean observa extática cómo
su efigie gigante (la giganta Billie Jean, la que con un pistolón les apunta a los
enanos que la rodean) va quemándose poco a poco como si se tratara de Santa
Juana de Arco en la hoguera mientras, una vez más, se escucha la voz de Pat Benatar
cantar “Invincible”. Qué clímax más satisfactorio. Aunque esto no
termina del todo: atraídos por el hipnotizante destello del fuego y llevando a
cabo un rito pagano o alusivo a la hoguera de las vanidades de Savonarola, la
multitud enajenada lanza a las llamas toda la mercancía de Billie Jean. Qué
gran final. Oh, canto al feminismo. Oh, ensayo sobre la oposición a los
fenómenos mediáticos y al mercantilismo que los mismos producen. Adiós a la
leyenda. Tras la purga playera, vemos a nuestros hermanos protagonistas pidiendo
aventón en un paraje nevado de Vermont y la codiciada motoneta roja será
sustituida por una motonieve. Que corran de una buena vez los créditos finales.
Quién necesita de una serie tan bien actuada y de efectos especiales tan computarizados
como Stranger Things, en la que la nostalgia ochentera es una mera
fabricación, quién la necesita cuando se puede acceder gratis en YouTube a una
porquería como ésta: auténtica, original a morir y de la época. Pat Benatar no
será una experta en cine, pero en algo sí tenía mucha razón: ésta es una de las
peores películas ochenteras que se han hecho en la historia del cine. Si
alguien se pregunta dónde quedó la protagonista, Helen Slater, después de esto,
aquí va la respuesta: no tan mal parada. En muchos roles muy secundarios, sí.
Sin embargo, nada despreciables. La última vez que se le vio fue meditando al
lado de Don Draper en la última escena del episodio final de la célebre serie
de televisión Mad Men. A Christian Slater, además de trabajar en otra teleserie,
Mr. Robot, lo secuestraron directores escandinavos como Lars von Trier (Ninfomanía)
y Björn Runge (La buena esposa) para sus proyectos. Yearley Smith,
mientras tanto y a diferencia de los actores protagonistas de La leyenda de
Billie Jean, los dos Slater, sigue contando sus millones de dólares por
prestarle la voz a Lisa Simpson durante más de tres décadas. Así de pudiente
estará. La recomendación implícita consiste en sumergirse en este océano de malls,
tenis Converse, pelotas de golfito, chalecos, canicas, hombreras abultadas, ropa
combinada, lentes Ray Ban, chocolates Kit Kat, cortes de pelo estilo punk
y botes de Aqua Net para que ningún cerdito mercantilista piense que resulta necesarísimo
el refrito de este filme que incluya artilugios como los teléfonos inteligentes
y el Instagram. Porque, ya se sabe y de acuerdo con esos comités de estudios
hollywoodenses, sólo así las nuevas generaciones podrán entender la emoción que
nos detonaban cintas como éstas. Por lo menos, las de los 80 dirigidas a los
chiquilines tenían la decencia de no durar más de una hora y media. Ni que
fuera Avengers.
—La leyenda de Billie Jean (The Legend of Billie
Jean, 1985). Dirigida por Matthew Robbins. Producida por Rob Cohen.
Protagonizada por Helen Slater, Christian Slater, Richard Bradford y Peter
Coyote.
El avance: https://www.youtube.com/watch?v=FTyHPlRVTPI