Tengo una relación problemática con
Alejandro Jodorowsky. Por un lado admiro mucho la irreverencia surrealista de
su cine, la forma en la que a través del mismo defiende al cine como arte al
mismo tiempo que ataca sin concesiones su concepto de industria. Además puedo
ver y volver a ver una y otra vez la que considero su mayor obra fílmica: La montaña sagrada (1973). No hace mucho
me conmoví ante el documental de Frank Pavich, Jodorowsky’s Dune (2013) en el cual se cuenta cómo el director
chileno estuvo a punto de llevar a la pantalla grande Dunas de Frank Herbert sin éxito. Y no puedo negar que algunas
frases de Jodorowsky en el avance de La
danza de la realidad (2013) todavía me sacan lágrimas. Sin embargo, cuando
el mismo hombre se pone a recetar actos de psicomagia o a leer el tarot en un
café de París o a ser el invitado de honor en Montreal de una cosa llamada
Universidad de Foulosophie entonces sí mi mente tal vez demasiado racional
pinta su raya porque todo eso presenta un poco el tufillo de la superstición. A
final de cuentas tratándose de Jodorowsky prefiero quedarme con su cine y
punto. Por eso La danza de la realidad
—que a final de cuentas pretende ser un acto de psicomagia— me dejó con
sentimientos encontrados. De todas maneras, objeciones personales o no, el
hecho de que haya una nueva película del realizador chileno luego de veintitrés
años de ausencia del cine es todo un acontecimiento.
Como el protagonista de La gran belleza el actor, artista, mimo,
cineasta y psico-mago nacido en el seno de una familia de origen judío-ruso nostálgicamente
fija a sus ochenta y tantos años la mirada en su niñez. No por nada la película
es homónima de su libro autobiográfico publicado en 2001. Pero la cinta, a
diferencia del libro, se centra de forma exclusiva en la infancia trascurrida
en Tocopilla, un pueblo olvidado a dos mil kilómetros de la capital chilena
donde a Alejandro le tocó nacer. En cuanto al entorno geográfico Jodorowsky es
fiel a sus recuerdos pues incluso rueda el largometraje en el lugar de los
hechos. Las anécdotas de la infancia se moldean hasta tornarse imágenes
surrealistas: el encuentro de su padre Jaime (Brontis Jodorowsky) con los
antiguos compañeros (en realidad, payasos) del circo, todos los parlamentos de
su madre Sara (Pamela Flores) salen de su boca en bel canto, las discusiones en
la tienda de la cual el padre es propietario, el descubrimiento en la playa del
ciclo de la vida, la pérdida de su cabellera larga y rubia como cordón
umbilical con la familia materna, la presencia de los hombres mutilados por el
trabajo en la mina, las constantes humillaciones del padre para convertirlo en
un hombre fuerte e insensible, su rol como mascota de los bomberos del pueblo.
Algunas secuencias se alzan hasta el rango de la poesía. Otras, ya se sabe,
pertenecen al área de lo grotesco. Por un lado, el desdoblamiento borgiano:
Jodorowsky viejo aconsejándole a su versión niña a punto de lanzarse
desesperada a la profunda muerte ofrecida por el mar. Él se dice a sí mismo lo
siguiente: Todo lo que vas a ser ya lo
eres, lo que buscas ya está en ti, alégrate de tus sufrimientos, gracias a
ellos llegarás a mí. En estas secuencias de confrontación entre la juventud
y la vejez se dan los momentos más profundamente conmovedores de la cinta. Por
otro lado, la transgresión en una de sus máximas encarnaciones. Como ejemplo,
la madre meando sobre el padre para curarlo de una infección misteriosa. Para
quien está familiarizado con la obra anterior del cineasta tales escenas poco
sorprenderán. Un espectador incauto, sin embargo, podría escandalizarse. Por
ahí también hay espacio para la risa gracias al enano anunciador de las ofertas
en la tienda del padre. Las ofertas se anuncian con tácticas cada vez más delirantes
y risibles. Hacia el final del largometraje Jodorowsky se aleja del mero
recuento autobiográfico y plantea el acto de psicomagia. Se presentan como
hechos anécdotas nunca ocurridas: Sara entrando desnuda a un antro sin ser
vista, Jaime siendo torturado por un régimen autoritario, Sara untando al
pequeño con grasa negra para bolear y así ahuyentar su miedo a la oscuridad.
Todo esto tal vez con el afán restañar las heridas del pasado y manipular la
figura del padre para observarlo como un hombre menos violento, más comprensivo
y, sobre todo, que dé cabida a sus sentimientos.
El tema de lo familiar no sólo se halla
dentro de la mitad ficción y mitad realidad sobre la pantalla. En la hechura
del filme sólo podría describirse como ineludible: Brontis Jodorowsky —quien
siendo un niño interpretara el papel del hijo como en un juego de espejos en El topo (1970)— ahora interpreta el
papel de Jaime, su abuelo paterno. Cristóbal Jodorowsky —Fénix en Santa sangre (1989)— aparece como el
Teósofo. Adán Jodorowsky —alias Adanowsky— además de ponerse la piel de un
anarquista se encarga de la música. Pascale Montandon, pintora y pareja actual
del realizador, se encarga del diseño de vestuario. Y, como ya lo mencioné con
anterioridad, el mismo Alejandro interviene y entabla diálogo consigo mismo de
niño (Jeremías Herskovits). Además de la evidente artificialidad de las
actuaciones (cuya justificación no es difícil hallar dentro del carácter
surrealista del filme), en la intervención no tanto histriónica sino física del
joven Herskovits encuentro una mínima objeción. Cuando vi La danza de la realidad hace algunas semanas ya se habían borrado
de mi mente muchas de las anécdotas contenidas en la autobiografía homónima.
Entre ellas, el insulto que otros niños —además de “judío”— le lanzaban a
Jodorowsky: “¡Pinocho!”. Y si uno mira los rostros del cineasta y sus hijos (a
excepción de Brontis, claro) se entiende por qué. Cuando ese apodo lo recibe un
muchacho como Jeremías Herskovits, el espectador —en este caso, yo— queda
perplejo porque lo último por lo que se caracteriza este niño es por una nariz
grande. Minucias tal vez de un obsesivo. Quién sabe.
Tal vez donde se encuentren tanto los
méritos como los defectos de la película es que resulta un producto en extremo
personal. Aunque a final de cuentas lo mismo pasa con cintas como Fando y Lis (1968), El topo, La montaña sagrada
y Santa sangre. Lo que sí destaca de La danza de la realidad es su
constitución como el legado de un artista. Tal vez el último. Espero que no sea
así. Porque Jodorowsky afirma que él le gustaría seguir viviendo hasta los 120
años. Pase esto o no ya hay quien levanta la mano y pretende asumir el rol del
relevo: Nicolas Winding Refn (Drive).
En mayo del año pasado, durante el festival de Cannes, los dos directores
estrenan La danza de la realidad y Sólo Dios perdona. Jodorowsky en la
Quincena de Realizadores y su émulo más joven en la selección oficial. Como
remate el crédito del director danés está dedicado al chileno. Y con el
entusiasmo de alguien como Nicolas Winding Refn por la obra de Jodorowsky y con
un vistazo a Jodorowsky’s Dune se
confirma que, aunque haya sido de forma subterránea y que aunque muchos todavía
se resistan a admitirlo, el influyente y poderoso legado de este singular
artista seguirá vivo aún después de la muerte. Al igual que Tom en el granero de Xavier Dolan, La danza de la realidad se exhibe en
México con la quincuagésima sexta edición de la Muestra Internacional de Cine.
—La
danza de la realidad (2013). Dirigida por Alejandro Jodorowsky. Producida
por Alejandro Jodorowsky, Michel Seydoux y Moisés Cosío. Protagonizada por
Jeremías Herskovits, Brontis Jodorowsky y Pamela Flores.
El avance: http://www.youtube.com/watch?v=I8FlkeueV2s